Las autoridades resolvieron correctamente el primer dilema que les presentaba el operativo en contra de Joaquín El Chapo Guzmán: ¿capturarlo vivo o ejecutarlo durante la aprehensión, como han hecho en el caso de otros capos (Nacho Calderón, El Lazca o Arturo Beltrán Leyva, por ejemplo)? Con su ejecución se habrían evitado el catastrófico riesgo de una tercera fuga y habrían asegurado que el narcotraficante se llevara a la tumba los muchos secretos que guarda sobre la corrupción de las autoridades. Sin embargo, optaron por hacer cumplir la ley y detenerlo vivo para someterlo a los tribunales.
La pregunta es ¿qué tribunales? ¿Los de México o los de Estados Unidos? Y este segundo dilema cruza hoy a la opinión pública y a la propia clase política. El asunto no es menor, porque pone sobre la mesa de discusión el traído y llevado tema de la solidez del Estado mexicano y el riesgo de convertirse en un Estado fallido por el poder irrefrenable de los narcos. ¿Puede el Gobierno hacerse cargo de su enemigo público número uno o tendrá que entregarlo a otra nación por su evidente incapacidad para retenerlo? ¿Constituye eso un reconocimiento de su propia impotencia para evitar la corrupción de las autoridades penitenciarias?
Razones jurídicas para extraditarlo existen, desde luego. El cartel de Sinaloa ha cometido cualquier cantidad de violaciones a las leyes estadounidenses. Como es sabido, tribunales de seis Estados de la Unión Americana han iniciado el proceso legal para someterlo a juicio. No obstante, todo ciudadano mexicano tendría derecho a preguntar por qué razón El Chapo habría de responder con mayor prioridad por los crímenes cometidos en contra de las leyes de Illinois o de Nueva York que por los delitos infringidos en agravio de los mexicanos. Y no nos engañemos, el caudal de muertos y vejaciones que ha provocado el capo de este lado de la frontera supera en miles a las infracciones perpetradas en territorio estadounidense. Una aritmética que nos lleva a recordar, de la peor manera, la ecuación colonialista de que un blanco equivale a mil indios o negros.
Del otro lado, las razones de orden práctico para extraditar de cabecillas del crimen organizado pueden ser atendibles. Lejos de su entorno, es más fácil impedir que capos como Osiel Cárdenas, los Arellano Félix, Vicente Zambada o Edgar La Barbie Valdez dirijan sus imperios desde la prisión. En la práctica una cárcel de máxima seguridad en Estados Unidos ha sido la única manera de mantener fuera de circulación a hombres de poder con ingentes recursos para corromper. Y desde luego, nadie tiene recursos tantos como Guzmán Loera.
Sin embargo, me parece que el caso de El Chapo es distinto. El sinaloense se ha convertido en un símbolo. El propio Sean Penn inicia su reportaje en la revista Rolling Stone diciendo que hay dos presidentes en México: el otro es Enrique Peña Nieto. Una exageración, evidentemente, pero que atiende a una percepción real; el narco se ha convertido en un Estado paralelo y disputa al Gobierno mexicano el control de amplios territorios. El presidente de ese Estado narco es, simbólicamente, El Chapo.
Justo por ese motivo es que las autoridades tendrían que decidir en términos políticos no jurídicos. Quiero pensar que si en verdad se lo propone, el poder del Estado aún alcanza para retener y aislar de manera efectiva a un individuo, a condición de convertir esta tarea en una prioridad. El poder del Estado se construye a partir de símbolos y hoy estamos frente a uno. Ceder a Estados Unidos a un criminal de alta peligrosidad puede ser lo más práctico. No en el caso de El Chapo porque supone asumir que una tercera fuga sería inevitable a pesar de que podamos organizar Mundiales o alcanzar el PIB de España. En suma constituye una abdicación ante el narco, ante la comunidad internacional.