Bolivia, la partitura de la misión

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Foto: GABRIEL PECOT

En BOLIVIA conviene andar atento a los bloqueos, un arma de lucha sindical potenciada por su presidente, Evo Morales, antes de llegar al poder. Los bolivianos hablan de ellos como del tiempo y se han hecho tan cotidianos como la manera de burlarlos. Una solución puede pasar por darle la vuelta al mapa en busca del camino más largo, lejos del asfalto que cubre las carreteras de pago del país, e incluso cruzar el río Grande en una barcaza de madera. Vamos camino de la Ciudad de Dios que soñaron los jesuitas.

A las misiones ahora se llega en coche, pero la orden abandonó esas tierras caminando en 1776, expulsada por la propia Iglesia. Atrás quedaban las comunidades indígenas con las que habían convivido en relativa armonía desde 1691. Parte de la épica y tragedia del momento quedó plasmada en la película La Misión. Como el jesuita que interpretó Jeremy Irons, los religiosos entraban a predicar en la selva amazónica haciendo sonar la flauta, con la música como elemento de encuentro, para convertir a los nativos a la fe cristiana. Los habitantes de la Chiquitania, como se conoce ahora a esa región, situada en el extremo sureste de Bolivia, en el departamento de Santa Cruz, quedaron prendados de esas notas que todavía hoy suenan en las iglesias y en el Festival de Música Barroca y Renacentista, que se celebra cada año y en el que las orquestas de la zona comparten cartel con formaciones de todo el mundo.

En la Chiquitania, bautizada con ese nombre por los jesuitas debido al tamaño de las viviendas, a las que se accedía agachado, el pasado se cruza con el presente. Los conjuntos arquitectónicos de ocho municipios -conocidos como reducciones- en los que la vida se estructuraba en torno a una plaza, presidida por la iglesia, el campanario y la escuela de música, siguen en pie, aunque la misa ya no se cante en latín y los querubines de alas de pan de oro ocupen las vitrinas de los museos junto a las partituras musicales de la época. La museografía cuenta que los jesuitas defendían la frontera, enfrentándose a los portugueses que sembraron de trampas la selva para capturar a los nativos, convertirlos en esclavos y llevarlos a Brasil. Los religiosos vivían del comercio con Potosí y alcanzaron unos niveles de convivencia y cultura que el tiempo no ha borrado. Las misiones trascendían a la mera organización religiosa, al abrirlas a contenidos de tipo económico, social, cultural y espiritual.

En Santa Ana, una aldea de casas de adobe y caminos de tierra, situada a unos 500 kilómetros de Santa Cruz, el tiempo parece haberse detenido. Con la caída de la tarde, las notas de un chelo distraen la atención sobre la plaza, en la que florece salvaje un toborochi (nombre boliviano con que se conoce al palo borracho). Todo parece guardar cierta pureza. A los 10 años, José Óscar toca con fluidez a Vivaldi. Como muchos niños, aprendió música antes que a jugar al fútbol. Aquí son los alumnos mayores los que se ocupan de enseñar las notas a los pequeños en locales destartalados. La falta de medios es evidente y en uno de los ensayos hay que compartir el arco del violín. La música se transmite de generación en generación. El catedrático -al menos ejerce como tal- se llama Jaunario, un virtuoso del violín de 83 años, que guarda en su cabeza las notas de muchas de las canciones populares de la Chiquitania. Las compagina con la música religiosa que trajeron los jesuitas. De los 10 hijos que tuvo le quedan 7 y con alguno de ellos comparte una humilde vivienda de paredes desconchadas, con un grifo en el patio donde picotean las gallinas entre botellas vacías de Coca-Cola. El alcantarillado es casi inexistente y, como mucha gente del pueblo, posee un chaco (sembradío) donde, a golpe de azadón o antaño ayudado por bueyes, cultiva maíz, yuca y caña -en las casas falta lo imprescindible, pero se hornea el pan y se prepara melaza-.

Jaunario ya no sale al campo y su trabajo consiste en supervisar la formación de los pequeños músicos, entre los que se cuenta alguno de sus nietos. Hablan un español cargado de diminutivos, rico en vocabulario. Jaunario posee un don, y para evitar que su música se pierda, Adalid Poquiviquí Poiceé, otro músico ya entrado en la treintena, trata de poner en papel pautado canciones populares que solo él conoce.

En la iglesia, entre el revoloteo de los murciélagos que salen de los confesionarios y atraviesan el altar, se escuchan las notas del órgano. Luis Rocha, maestro de capilla, no nació con el talento de la música -“me faltaba el instinto”-, pero se atreve a improvisar a Bach en el único instrumento de madera que se conserva de la época en la zona, una pieza notable que algún visitante avispado ha tratado de comprar.
Como los más mayores, el maestro de la capilla recuerda bien la visita, en los años setenta del siglo pasado, de Hans Roth, el arquitecto jesuita que emprendió la reconstrucción de los templos cuando el abandono amenazaba con acabar con ellos. Para muchos fue como abordar otra reconstrucción. Hubo que sustituir los pilares y recuperar los techos, trazados con tiralíneas, una tarea que hubiera sido imposible sin la ayuda desinteresada de los vecinos, como ya ocurrió en el siglo XVII.

Si la construcción antaño de estos majestuosos templos sin la ayuda de maquinaria da una idea de la fuerza de la tenacidad humana, su reconstrucción también debió ser épica. La ruta misional -declarada por la Unesco en 1990 Patrimonio Histórico de la Humanidad- abarca un espacio de unos 600 kilómetros. No hace mucho que se inauguró la primera carretera asfaltada desde la capital hasta San José y con ella se ha reactivado la vida en el pueblo. La misión, con su iglesia de piedra de un color tostado, extraída de una cantera cercana, se utiliza como centro cultural y sala de ensayos de la orquesta. La inauguración de un nuevo aeropuerto y la construcción de carreteras, cuyas obras son visibles, cambiará la configuración de la zona. Todos sueñan con la concesión de un préstamo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para mejorar el patrimonio turístico.

Hasta que llegue el desarrollo, la comunicación con las otras reducciones se realiza por caminos de tierra, bordeados por la exuberante vegetación amazónica y el vuelo de los halcones en busca de alimento. Garzas, avestruces, monos y armadillos cruzan los caminos acostumbrados al paso de las motos o las furgonetas. Las vacas pastan libremente en los caminos, muchos vallados con el nombre tallado en madera de las haciendas ganaderas. En la Chiquitania se cultiva soja a gran escala, sobre todo en las colonias menonitas, cuya presencia con carros tirados por caballos o sus atuendos luteranos forma parte también del paisaje.

En la calle se respira la tranquilidad de los pueblos. La escasez de transporte público se suple con motos privadas, fabricadas en China, que se usan como taxis, aunque lo habitual es verlas circular con toda una familia subida a su lomo. La zona dispone de una pequeña red de hoteles, de decoración colonial, más que aceptables, y restaurantes donde degustar la buena comida local. En Concepción, los majaditos de Guadalupe Antelo, de 55 años, se han convertido en un reclamo, aunque en su restaurante, El Buen Gusto, se expenden otros platos locales, en los que no faltan el plátano y la yuca fritos, ante la mirada atenta de Lorenzo, el loro de la casa. Como otros vecinos, Guadalupe, madre soltera de dos hijos, recuerda la reconstrucción del complejo misional: “Tocaban las campanas y los niños salíamos a la calle a mirar cómo subían los pilares entre todos, apoyados por cuerdas”.

“Una obra de estas características no sería posible ahora, ya no existen árboles de esa talla que puedan talarse”, aclara Marcelo Vargas, director del Plan Misiones, sin cuya colaboración hubiera quedado inconclusa la tarea de Hans Roth. Impulsado especialmente por los Ayuntamientos de la zona, Gobiernos locales, Ministerio de Cultura, la Iglesia y la Agencia Española de Cooperación para el Desarrollo (AECID) como socio estratégico, la tarea del Plan pasa por la recuperación del patrimonio cultural e histórico para que sea gestionado por los propios vecinos. En su haber se cuenta ya el inventario de inmuebles, la planificación urbana, un plan de viviendas, la creación (entre otras) de una red integral de museos y la construcción de una escuela-taller que incluye desde turismo hasta gastronomía y carpintería, así como la recuperación de la memoria oral de cuentos y leyendas. La filosofía de la cooperación española -que lleva trabajando en la zona desde 1997- se resume en que los vecinos aprendan haciendo: “Empezamos ayudando en la obra cuando todavía vivía Roth, pero ahora nuestra tarea se limita al asesoramiento y el seguimiento de lo realizado, sin interferir en política”, aclara Francisco Sancho, coordinador de AECID en Bolivia. Todo ello en un país con un Ministerio para la Descolonización.

La Chiquitania, como casi todo el oriente boliviano, se ha convertido en un bastión contra las políticas de Evo Morales. Las pintadas pidiendo el no para lo que el presidente denomina “la segunda parte” del referéndum que le permita cambiar la Constitución y presentarse para un tercer mandato inundan los muros (“No a la re, re, re elección”). El alcalde de Roboré, Rubén Costas, expresa un descontento que parece generalizado: “Desde el Gobierno se beneficia a aimaras y quechuas en detrimento de otras etnias en un momento en que se han reducido los ingresos de la gobernación tras la caída del precio de los hidrocarburos”, aclara con su mejor sonrisa.

¡Bienvenidos al paraíso! La soñada Ciudad de Dios que levantaron los jesuitas sigue viva y goza de buena salud, aunque de regreso a Santa Cruz, la segunda ciudad en importancia de Bolivia, toda la belleza acumulada en la retina se disuelva tratando de burlar el atasco que han provocado los camioneros en huelga que bloquean la capital.

 

 

Amelia Castilla ha desarrollado casi toda su carrera periodística en El País. Ha trabajado como reportera en las secciones de Sucesos, Domingo, Cultura y Babelia. Ahora, ejerce como redactora jefe en el Semanal.