El genocidio (estadístico) de indígenas en Bolivia

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En la última década, más de un millón de indígenas se han esfumado en Bolivia. Un genocidio en toda regla. Al menos, estadísticamente hablando.

(18/02/2014) La inesperada autopsia de este nuevo exterminio aborigen ha sido el Censo Nacional de Población y Vivienda 2012, en el que tan sólo un 40% de los diez millones de bolivianos se identificó con una etnia originaria, frente a más del 60% que lo hizo en 2001. La cifra es más alarmante si se considera que en ese mismo período la población del país andino aumentó en casi 2 millones de personas, un 20% más respecto al anterior estudio demográfico.

Como las autoridades se negaron a incluir la categoría “mestizo”, por considerarla un término racista y colonial, la mayoría de los consultados no tuvo más remedio que marcar la casilla “ninguno”. Millones de “X” que dibujan un gran signo de interrogación sobre la legitimidad étnica que invocó el presidente Evo Morales para abolir la República y fundar el flamante Estado Plurinacional.

En el Gobierno cundió el desconcierto. Víctima de la improvisación, el propio Morales alumbró la crítica filosófica más demoledora que se haya hecho sobre su gestión. “A mí también me ha sorprendido, porque los datos anteriores (2001) eran muy diferentes. No sé si estamos en una etapa de desclasamiento, estamos en una etapa, tal vez, de tener mayor mentalidad colonizadora. Es debatible”, atinó a decir tras conocer las cifras en agosto.

Paradójicamente, ocho años de mandato por y para los indígenas habrían debilitado el sentimiento originario. El reconocimiento constitucional de 36 naciones ancestrales, sus territorios, lenguas, justicia comunitaria y propiedad sobre los recursos naturales; el discurso socialista y antiimperialista; las nacionalizaciones anticoloniales, los cantos a la Pachamama y los rituales político-chamánicos. Todo fue en vano.

En términos absolutos, la ‘masacre’ fue inclemente. Los cinco pueblos nativos más representativos del país sufrieron los descensos más significativos: un 20% menos de quechuas, un 7% menos de aimaras, un 28% menos de chiquitanos, un 37% menos de guaraníes y un 50% menos de mojeños. De las 31 etnias restantes, la mitad no llega a los mil habitantes y tres caminan por el filo de la extinción física y cultural, con menos de 100 individuos.

Para los sociólogos, la masiva migración hacia áreas urbanas donde las identidades se difuminan, el relevo generacional y los matrimonios mixtos podrían ser los factores más relevantes para explicar la debacle amerindia. En la arena política, poco importan estas elucubraciones académicas.

Días después, Morales trataría de matizar su controvertida teoría sobre el “desclasamiento” asegurando que, en realidad, todos los bolivianos son originarios: “Unos originarios milenarios, otros originarios contemporáneos. Todos somos de esta patria y estamos obligados a entendernos”. Pero el daño ya estaba hecho.

Un país difícil de contar

El miércoles 21 de noviembre de 2012, Bolivia amaneció en estado de excepción. Toque de queda, ley seca, fronteras cerradas, escuelas vacías y comercios con las persianas bajadas. Prohibida toda actividad pública y privada. El silencio en calles y carreteras, momentáneamente roto por el lejano lamento de alguna patrulla de policía, podría hacer temer la inminencia de una catástrofe.

En realidad, los bolivianos estaban ocupados en la ardua tarea de contarse a sí mismos, algo a lo que dan mucha importancia, pero en lo que no tienen mucha experiencia. Entre 1831 y 2001, tan sólo se hicieron diez padrones y los seis primeros (hasta 1950) apenas fueron simples recuentos de población. En ese mismo período se redactaron 16 constituciones.

El censo no es asunto baladí en el país más pobre de Sudamérica. Sus resultados son guía para asignar los exiguos fondos públicos entre regiones, municipios y universidades, y para repartir los 130 escaños entre los nueve departamentos, incluyendo siete curules reservados a los pueblos autóctonos que reclaman insistentemente a Morales más espacios en las instituciones.Pero si no hay más indios, no hay más diputados.

El ‘debate mestizo’ es recurrente en Bolivia. Para el Gobierno del MAS (Movimiento Al Socialismo), el término fue utilizado históricamente por las elites para ‘blanquear’ a la población e invisibilizar las identidades originarias. En el otro lado, los que consideran que la esencia chola es una realidad nacional resultado de 500 años de melting-pot indoeuropeo.

“Quienes se asumen mestizos deberían sustentar por qué deberían existir mestizos, (…) ¿hay un territorio propio mestizo, hay una cultura propia mestiza, hay un idioma propio mestizo, hay una religión propia mestiza?”, zanjó Felix Cárdenas, viceministro de Descolonización, pese a que le advirtieron que la inclusión del autorreconocimiento afroboliviano aguaba el argumento.

Antes de incluir la pregunta de autoidentificación en el padrón de 2001, los cálculos sobre población indígena, mestiza, blanca y negra se hacían con datos secundarios, como el color de la piel, el idioma, la ocupación o el lugar de residencia. Las dificultades de sondear un país con el doble de superficie que España, pero casi cinco veces menos poblado, aconsejan tomar con pinzas las cifras históricas. Así, en 1900 se estimó que el 51% de la población era aborigen, cifra que subió al 63% en 1950 y se mantuvo en el primer censo del siglo XXI.

Para esta ocasión, el Instituto Nacional de Estadística (INE) gastó 60 millones de dólares en reclutar un ejército de 200.000 empadronadores para entrevistar a casi siete millones de bolivianos mayores de 15 años por todo el territorio nacional, desde el altiplano andino a las selvas amazónicas. Todo estaba preparado al detalle. El INE incluso recomendó a sus agentes destinados a las zonas más alejadas armarse “con un palito de escoba” para defenderse de los perros pendencieros que pudieran amenazar su misión. Pero a quien mordió el perro fue al Gobierno.

Primero, el presidente dio en enero unas cifras preliminares de población erróneas. Los datos definitivos redujeron sensiblemente el peso de algunos departamentos y, consecuentemente, su presupuesto y representación política, lo que generó protestas y acusaciones de manipulación. La cosa empeoró cuando la masiva abducción indígena puso al “proceso de cambio” frente a un callejón antropológico sin salida.

Mazazo al liderazgo indígena de Morales

Los datos del censo de 2001 fueron el géiser de una combativa corriente indigenista que se nutrió de la permanente crisis de los 90 y ganó amplia visibilidad a principios del siglo XXI, con episodios de insurgencia popular como la Guerra del Agua y la Guerra del Gas. Las elites de turno no supieron leer los resultados y atribuyeron la contundente autoafirmación indígena a la ausencia de otra alternativa de identificación. “Mesticidio”, lo llamaron. Cuatro años después, Evo Morales era electo con una histórica mayoría absoluta como el primer presidente de ascendencia india en Bolivia.

Ahora, los aliados del presidente tampoco parecieran estar analizando con serenidad los datos. Las excusas van desde una ‘mano negra’ que enturbió las respuestas reales a una metodología ‘poco científica’ que desvirtuó la encuesta. Pero, sin duda, la interpretación más insólita la firmó el vicepresidente Álvaro García Linera con una cantinflada de antología.

“No sólo hay una consolidación de las naciones culturales indígenas originarias en Bolivia, sino también hay una fortificante indianización de la propia nación a partir del papel dirigente en la construcción del Estado por parte del movimiento indígena originario campesino, vecinal obrero y popular”, aseveró sin ruborizarse.

El resultado también sorprendió a los heterogéneos adversarios del “Jefazo”, quienes habían jurado que la alambicada pregunta 29 -“Como boliviana o boliviano, ¿pertenece a alguna nación o pueblo indígena originario campesino o afroboliviano?”- era una emboscada semántica para inducir al autorreconocimiento étnico y reeditar el éxito de hace diez años. Pocos podían imaginar que los bolivianos se decantarían por un descafeinado “no pertenece” ante la sugerente llamada de lo nativo.

Frente a los análisis más cautelosos que apuntan a sutiles cambios en la pregunta como posible clave en la distorsión entre ambos padrones, la derecha ve la masiva deserción ancestral como un mazazo a la premisa esencial del liderazgo de Morales: un presidente indígena para un país indígena.

Ahora, los aliados del presidente tampoco parecieran estar analizando con serenidad los datos. Las excusas van desde una ‘mano negra’ que enturbió las respuestas reales a una metodología ‘poco científica’ que desvirtuó la encuesta. Pero, sin duda, la interpretación más insólita la firmó el vicepresidente Álvaro García Linera con una cantinflada de antología.

“No sólo hay una consolidación de las naciones culturales indígenas originarias en Bolivia, sino también hay una fortificante indianización de la propia nación a partir del papel dirigente en la construcción del Estado por parte del movimiento indígena originario campesino, vecinal obrero y popular”, aseveró sin ruborizarse.

El resultado también sorprendió a los heterogéneos adversarios del “Jefazo”, quienes habían jurado que la alambicada pregunta 29 -“Como boliviana o boliviano, ¿pertenece a alguna nación o pueblo indígena originario campesino o afroboliviano?”- era una emboscada semántica para inducir al autorreconocimiento étnico y reeditar el éxito de hace diez años. Pocos podían imaginar que los bolivianos se decantarían por un descafeinado “no pertenece” ante la sugerente llamada de lo nativo.

Frente a los análisis más cautelosos que apuntan a sutiles cambios en la pregunta como posible clave en la distorsión entre ambos padrones, la derecha ve la masiva deserción ancestral como un mazazo a la premisa esencial del liderazgo de Morales: un presidente indígena para un país indígena.

Este es, de hecho, el retrato robot de Evo Morales Ayma, un híbrido en lo personal y en lo público. Viste prendas occidentales aderezadas con motivos tribales, masca coca y juega al fútbol, prefirió la militancia sindical al ayllu de reminiscencia incaica y se declara al mismo tiempo seguidor de Túpac Katari y convencido marxista-leninista.

“El presidente, si algo tiene de representación, es la construcción de su personalidad. Y Evo Morales es la quintaesencia del mestizaje boliviano”, lo definió el expresidente Carlos Mesa en una reciente entrevista.

Él, mejor que nadie, debería tener claro lo que los antropólogos repiten una y otra vez: las identidades no son esenciales, son circunstanciales. No son categorías estáticas, sino construcciones sociales permanentes, complejas y permeables al cambio de contexto.

La cotidianidad de la calle es un buen antídoto contra los estériles debates entre los que tienen el poder y los que quieren el poder. Y en Bolivia, lo indomestizo te golpea los sentidos a cada paso. Las teces multicolores, el guirigay de acentos y el mejunje de atuendos, músicas y comidas hacen tan absurdo negar el mestizaje del país como sus evidentes raíces precolombinas.

El estudio Barómetro de las Américas 2012, elaborado por el Proyecto de Opinión Pública de América Latina (Lalop, por sus siglas en inglés), es tremendamente revelador al respecto. En la pregunta sobre identificación racial, un 77% de los consultados se considera “mestizo” frente a un 17% que se ve netamente indígena. Sin embargo, al preguntar por sus raíces culturales, un 72% asevera pertenecer a algún pueblo originario.

Como muestra de la complejidad identitaria, este sondeo también mostró estadísticas sorprendentes, como que uno de cada 10 indígenas bolivianos no se adscribe a ningún clan en concreto, o que cuatro de cada 10 blancos bolivianos se sienten parte de alguna nación ancestral. La conclusión de los autores es que la identificación racial (indio, mestizo, negro o blanco) no es contradictoria con el sentido de pertenencia cultural, sino más bien complementaria.

Ante la espiral de interpretaciones antropológicas, análisis políticos y cálculos electorales, algunas voces reclaman sentido común a los bandos en disputa y advierten lo peligroso que es jugar con el fuego del divisionismo en un país que en 188 años de vida republicana ha coqueteado más de una vez con el fantasma de la desintegración. Como recuerdo, la edición latinoamericana de la revista Time, que en 1959 sentenció: “La única solución a los problemas de Bolivia es abolir Bolivia (y) dividirla entre sus vecinos”.

“Es necesario construir una nueva visión de país”, consideró Pedro Portugal, director del periódico Pukara, que refleja las inquietudes del mundo aimara. “Y hay que ver, sobre todo, elementos que nos unen, porque se ha exagerado en la reflexión de los elementos que nos separan”.