Durante un viaje a Bolivia en marzo, el experto holandés en vinos Cees van Casteren realizó una cata a ciegas de vinos tannat provenientes de todo el mundo. Como era de esperarse, el ganador fue La Tyre, de Chateau Montus en Madiran, la región francesa que se especializa en esos vinos tintos.
Sin embargo, un vino boliviano, Único de Campos de Solana, obtuvo el segundo lugar. Se vende en las tiendas de Tarija por una décima parte del precio de 150 dólares de La Tyre.
“Se puede decir, en cierto sentido, que Bolivia ganó el concurso”, dijo Van Casteren, quien es un “maestro del vino”, el equivalente a un doctorado en el mundo vinícola. “Quería demostrar que los mejores vinos bolivianos pueden competir con los mejores del mundo”.
Durante los últimos ocho años,Van Casteren ha sido consultor del gobierno holandés y ha ayudado a los productores bolivianos a mejorar sus productos para exportación.
No obstante, no es el único que cree en el vino local. En Gustu, un restaurante de Claus Meyer en La Paz dedicado a promover la gastronomía nacional y capacitar a la próxima generación de chefs y empleados de restaurantes del país, la lista de vinos solo incluye marcas bolivianas. “Bolivia es uno de los países productores de vino más interesantes del mundo”, comentó el sumiller principal, Bertil Levin Tottenborg. “La calidad es extremadamente alta y nadie lo sabe”.
Eso está cambiando. Las exportaciones a Estados Unidos, Brasil, Europa y China aumentan poco a poco, principalmente en los restaurantes. “Me parece que habrá mucho más interés en los vinos bolivianos en los próximos seis a doce meses”, afirmó Van Casteren.
Cuando comenzó a brindar consultorías aquí, ninguna de las 65 bodegas del país exportaba botellas. Ahora lo hacen cinco marcas.
A pesar de ello, su alcance es limitado. Los viñedos de Bolivia solo equivalen a alrededor del 1,5 por ciento de las más de 200.000 hectáreas en la nación vecina, Argentina -el sexto productor más grande del mundo-, y la producción anual de Bolivia de 8,3 millones de litros es minúscula en comparación con los 25.000 millones de litros mundiales.
Por lo general, uno no encuentra pobreza y vinos de gran calidad en el mismo lugar. Sin embargo, aunque es uno de los países más pobres de América del Sur, Bolivia tiene una larga tradición en la producción vinícola, así que la calidad de sus vinos es sorprendentemente buena. Aunque el terreno ofrece sus propios desafíos, desde la selva hasta la montaña, también tiene beneficios.
“Bolivia comienza a producir vino donde todo mundo deja de hacerlo”, comentó Francisco Roig, responsable de enología y propietario de Uvairenda, en Samaipata. La altitud del país -entre 1500 y 3000 metros- modera las temperaturas que, de otro modo, serían tropicales. Además, los intensos rayos ultravioletas hacen que las uvas desarrollen una piel gruesa, que produce taninos y sabores maduros.
Las temperaturas diarias pueden variar en más de 35 grados, lo cual concentra la acidez, y las lluvias veraniegas diluyen el vino, lo que produce un estilo más elegante, “más asociado con los climas frescos del Viejo Mundo”, comentó Roig.
Hasta ahora no ha surgido una varietal representativa del país. La moscatel de Alejandría, una uva blanca, representa el 70 por ciento de las uvas plantadas en Bolivia, pero la mayoría se usa para destilar el licor singani, parecido al pisco. Aunque los españoles trajeron las uvas en el siglo XVI, la industria moderna solo tiene cincuenta años, de tal modo que los enólogos todavía exploran distintas variedades de uvas.
“Las cepas francesas en los vinos tintos están funcionando realmente bien”, comentó Mauricio Hoyos, gerente general de Aranjuez, especialista en tannat aquí en Tarija, la capital vinícola del país. “En los blancos, tenemos buenos resultados, pero no tan especiales”.
Muchos viñedos apuestan a la varietal tannat para que le dé a Bolivia una identidad internacional especial, como sucedió con el vino que acabó en segundo lugar en la degustación de Van Casteren, del productor Nelson Sfarcich de Campos de Solana.
También hay zonas de varietales de uvas traídas originalmente de las islas Canarias por los españoles, como torrontés y pedro giménez en el caso de los vinos blancos y la negra criolla para los tintos. La vicchoqueña es una mutación de la varietal negra criolla que produce un vino parecido al pinot noir.
El valle de los Cintis, al norte de Tarija, es la cuna espiritual de la producción de vino tradicional a pequeña escala. Todavía existen unos treinta viñedos con parrales, o viñas que se han quedado sin podar y tienen muchos vástagos, algunas con entre 100 y 250 años de antigüedad, que crecen enredadas con pirules y chañares. Los españoles usaron este sistema para proteger a las uvas del sol y las enfermedades, pero ha desaparecido en el resto del mundo, según comentó Van Casteren.
En Cepas de Fuego, Weymar Ríos Cavero, ya bien entrado en los setenta, todavía elabora vino casi de la misma forma en que lo hacían su padre y abuelo: mezcla fertilizante a mano para obtener una combinación natural que rocía para prevenir enfermedades. “La única cosa que he hecho es agregar celosías y buscar las uvas mejor adaptadas a este terruño”, comentó. Su syrah es sobresaliente, comentó Tottenborg.
Los más jóvenes aportan nuevas perspectivas; al enólogo de cuarta generación Marcelo Vacaflores, de 31 años, y a su padre les ha tomado quince años revitalizar el viñedo de la familia. Renovaron la bodega, cavaron pozos y planean sembrar nuevas uvas en agosto. Un poco más adelante, en la misma autopista, el autodidacto Christian Villamor inició Tierra Roja haciendo vino en su habitación. Aunque murió en 2016 a los 37 años, la familia continuó con los métodos biodinámicos del viñedo y ha plantado nuevas viñas de vicchoqueña.
Amane Hagiwara, de 31 años, quien creció en Japón y el norte de África y estudió en Francia, descubrió el valle mientras viajaba y lo ha convertido en su hogar desde hace tres años. Atraído por el terruño y la tradición, fermenta cepas de negra criolla y moscatel de Alejandría de viñas antiguas en ánforas de barro elaboradas para su marca, Los Bauguales.
“Lo que tenemos que hacer”, dijo, es ser fieles al terruño “y no copiar la forma de hacer vino de otros lugares. Hay que hacerlo como lo sintamos, con nuestra tradición, con nuestra historia; así es como podemos transmitir algo real”.
Al noroeste del valle de los Cintis, los valles de Santa Cruz y Samaipata demuestran el potencial de crecimiento. Cuando Roig estableció su bodega en esta región en 2007, solo había 40 hectáreas cultivadas. Ahora hay más de 485 hectáreas. Bolivia tiene hasta veinte veces más tierra adecuada para la viticultura de la que usa.
Roig, quien salió de Bolivia cuando tenía 17 años y ahora vive en Washington, D. C., se centra en las exportaciones a Europa y Estados Unidos. El hecho de que el vino “sea reconocido por la gente en el extranjero nos hace tener conciencia y sentir orgullo” de ser bolivianos, mencionó.
Los envíos mensuales recientes a Estados Unidos de los vinos 1750 de uvas syrah, tannat y torrontés de la marca Uvairenda se agotaron, comentó Ramón Escobar, director ejecutivo de Chufly Imports, al igual que los tannat, tannat merlot y torrontés moscatel de Aranjuez. Chufly, que solo maneja vinos y licores bolivianos, tiene distribuidores en cinco estados y está negociando con uno en Nueva York, donde las ventas podrían ser significativas para la economía boliviana.
Escobar citó un estudio que demuestra que por cada 10 hectáreas de uvas plantadas, diez familias salen de la pobreza. “Nuestras ambiciones para el vino boliviano son muy grandes”, dijo. “Pensamos que puede ser la próxima región, como Georgia”.