Walipini, las ingeniosas huertas subterráneas made in Bolivia
Los Walipinis son un poco mágicos. Con su aspecto tosco, de tejados casi al ras del suelo, pueden pasar fácilmente desapercibidos en medio del paisaje árido y sepia del Altiplano de Bolivia.
Y sin embargo, dentro, bajo tierra, pueden esconder un verde brillante, desproporcionadamente vivo en esta gigantesca planicie de clima extremo, donde al aire libre casi todas las plantas mueren.
Gabriel Condo lo sabe y por eso hace casi tres años decidió construir una de estas estructuras baratas e ingeniosamente simples, con la que ha podido mejorar la dieta de sus cinco hijos y aliviar el bolsillo.
“Ya no compramos verduras en el mercado, ahora las producimos aquí”, me contó orgulloso frente a su Walipini, semienterrado a unos 4.000 metros de altura en un remoto lugar del departamento de Oruro, al final de media hora de viaje por una pista arenosa que se vuelve inaccesible cuando llueve.
El sonoro nombre aymara de estos invernaderos significa literalmente “muy bueno” o “muy bien”, porque logran crear bajo tierra un paraíso de suaves temperaturas en medio de un clima imposible, de días calurosos y noches heladas, vientos fuertes y agua escasa hasta cuando cae, solo durante tres meses al año.
Pero curiosamente esta no es una práctica ancestral, sino una tecnología inventada por un cooperante suizo que hace unos 25 años llegó a esta inhóspita parte de Bolivia con financiación europea precisamente con el cometido de explorar cómo hacerla más habitable.
Peter Iselli se instaló en una granja en El Alto, a las afueras de La Paz, y logró su propósito, pero apenas tuvo tiempo de dejar por escrito lo que había conseguido: su suicidio puso fin abrupto a su proyecto de ingeniería y durante algunos años de sus Walipinis apenas quedaron más que unas extrañas estructuras a medio caer que nadie sabía muy bien para qué servían.
¿Cómo llegó entonces su invención a Gabriel Condo y a tantas otras familias en el Altiplano?
“Se vende” en medio de la nada
Cuando al empresario Michael Gemio se le averió el automóvil en medio de la nada y buscando ayuda llegó a una granja semiabandonada con un cartel de “se vende” no se imaginaba que lo que escondían aquellas polvorientas paredes se convertiría en un proyecto vital, no solo para su familia sino también para otras comunidades del Altiplano.
La familia Gemio, sin experiencia en agricultura, compró el lugar y reconstruyó con cariño los extraños hoyos y paredes semienterradas que encontraron con la ayuda de los mismos lugareños que años atrás habían trabajado con “El suizo”, como apodaron a Iselli.
Hoy, dos décadas después, la ecogranja Ventilla tiene 18 Walipinis en pleno rendimiento, que producen para la venta acelgas, espinacas, lechugas y todo tipo de plantas aromáticas, independientemente de los caprichos del tiempo.
Héctor Vélez es el hombre detrás de esa hazaña. Este ingeniero agrónomo lleva más de 17 años al frente del proyecto de la familia Gemio.
Por esta ecogranja fueron pasando agrónomos y numerosos estudiantes de ingeniería de distintas universidades de Bolivia. Y así, aunque “El Suizo” dejó nada o poco escrito, la idoneidad de sus Walipinis para el Altiplano no tardó en cobrar fama.
¿Qué tiene de especial el Walipini?
Desde el punto de vista técnico, comparados con los invernaderos convencionales los Walipinis son más baratos y eficaces.
La principal inversión inicial no es en dinero, sino en mano de obra para crear el hoyo en la tierra.
Así los productores se ahorran mucho gasto en la compra de materiales para levantar una estructura externa, que además en el Altiplano hay que reemplazar con frecuencia a causa de los fuertes vientos y la gran radiación solar que corroe los materiales.
Los Walipinis también son más eficaces a la hora de mantener una temperatura constante porque las paredes subterráneas de tierra ayudan a retener el calor y la humedad, algo que minimiza el consumo de agua, que aquí es un recurso muy escaso.
“Mucha gente los copió porque es una tecnología muy buena y muy útil”, me dijo José Antonio de La Peña, un famoso presentador de la televisión nacional de Bolivia, que desde hace 25 años dirige el programa Bolivia Agropecuaria, con el que ha paseado por todos los rincones del país.
“Los construyeron en colegios, en comunidades, en pueblos”, añadió De la Peña, que fue amigo de “El Suizo” y llegó a entrevistarlo para su programa.
“Fiebre de invernaderos”
La réplica de Walipinis durante la primera década del 2000 coincidió con una especie de fiebre de invernaderos en el Altiplano, alimentada por una ola de financiación europea para el desarrollo en Bolivia.
Muchas organizaciones hicieron proyectos con distintas carpas solares para mejorar la dieta de la población, basada casi exclusivamente en carbohidratos y proteínas -quínoa, papa, maíz y llama-, y para darles a las familias andinas una herramienta con la que garantizar su seguridad alimentaria frente a los efectos del cambio climático.
La Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO por sus siglas en inglés), fue una de ellas. En 2012 publicó en internet una guía para la construcción de Walipinis y levantó una veintena para las familias más “vulnerables” de la región: las que vivían en los lugares más altos y más aislados del Altiplano, como la de Victoria Mamane, en San Pedro de Totora.
“No hay agua”
No pudimos llegar en carro hasta su casa. La pista que ondeaba por las dunas y cruzaba cauces de ríos secos al final ya no se distinguía del desierto y nuestro conductor decidió parar por miedo a quedarnos varados.
Caminamos lo que nos quedaba por la arena. A lo lejos nos esperaba Victoria Mamane, frente a su pequeña casa de adobe, y a escasos metros estaba el Walipini que construyó la FAO hace 5 años, cuando aún vivía su marido.
Lo levantaron con la condición de que solo fuera utilizado para cultivar forraje para las llamas, porque si bien son uno de los principales sustentos de muchas familias del Altiplano, en invierno suelen quedarse sin alimento por las heladas que acaban con el pasto.
Pero el Walipini, de unos 20×5 metros, está prácticamente abandonado. Victoria Mamane, que apenas habla español, me dijo con resignación “no hay agua”.
Después explicó en aymara que hace dos años el río que utilizaban para regar el invernadero se secó.
Del interior de la pared de tierra del Walipini sale una polvorienta tubería negra por la que alguna vez corrió el agua y en el suelo despuntan de manera silvestre algunas plantas de alfalfa.
Pero es un invernadero triste y pálido en comparación con la exuberancia de los de la granja Ventilla, en El Alto.
Victoria cuenta que en su momento lograban segar forraje en abundancia cuatro veces al año. Ahora, lamenta que ni hay agua ni manos para trabajar el Walipini porque “las nuevas generaciones se van a la ciudad”.
En efecto, los Walipini no son una solución exenta de costes: además de agua, exigen tiempo y bastante trabajo.
Gustavo Clavijo y Javier Argandoña, de CIPCA, el Centro de Investigación y Promoción del Campesinado en el Altiplano, creen que a pesar de ser una tecnología eficaz desde el punto de vista técnico muchos Wallipini fueron abandonados porque necesitan bastante dedicación, y no existe en esta región de Bolivia una tradición del cultivo y consumo de hortalizas.
“No es algo propio”, comentan, aunque matizan que las familias sí están adquiriendo hábitos de consumo distintos, cada vez más variados.
Desayunos gourmet
La familia de Gabriel Condo ahora está acostumbrada a desayunar de vez en cuando tortilla de acelgas o a acompañar sus platos tradicionales con una ensalada de perejil o una sopita con vegetales de la huerta.
Por ahora tienen aún acceso a un pequeño riachuelo en lo alto de su parcela desde el que riegan su Walipini y en el que el ganado calma la sed.
Pero saben que su fortuna puede ser temporal: el río que alimentaba las tierras de su vecino, Javier Ingala, también se secó hace tres años.
Entretanto, cultivar en campo abierto se volvió cada vez más difícil por el aumento de las temperaturas y la imprevisibilidad de las lluvias: “Ahora no se puede acertar ni con la siembra de las papas, nos va pésimo en la agricultura, fracasamos. Sembramos pero no da buena producción”, lamenta Gabriel Condo.
El otro legado de “El Suizo”
A unos 300km de distancia, en El Alto, Héctor Vélez, de la Granja Ventilla, sí sabe cuándo se avecinan las lluvias porque se lo dice un cáctus.
“Si florece la achacana es que va a llover. Antes los abuelos creían en esto y nosotros no”, me dijo.
Ahora él siembra papa y cebada al aire libre guiado por el cactus. Claro que hubo años en los que nunca salieron las flores.
Pero la mayor parte de su trabajo diario es en alguno de los 18 Walipini de la ecogranja: Vélez sí tiene el tiempo, la dedicación y el conocimiento para hacerlos rendir al máximo, incluso cuando eso implica dejarlos en barbecho.
Muy pocos en Bolivia conocen la historia de Peter Iselli o han oído hablar de sus Walipini o de esta granja. Pero en La Paz muchos sí conocen el otro gran legado de “el Suizo”: la valerianella locusta.
Hace tiempo que este tipo de lechuga poco conocida fuera de Europa se puso de moda en los mejores restaurantes de la ciudad, hasta llegar poco a poco hasta las ensaladas de muchos hogares paceños.
“El Suizo la cultivaba y la llevaba a los mercados populares de La Paz”, cuenta Vélez, que ahora produce unas 600 bolsas a la semana, con las que se sustenta parcialmente la granja Ventilla.
“Todas las caseritas que le compraban empezaron a hablar de “la lechuga del suizo” y así le quedó el sobrenombre con el que ahora todos la conocen y la consumen aquí: la lechuga suiza”.
Pero no la encontrarás con ese nombre en ningún otro lugar del mundo.
Este artículo es parte de la serie de la BBC “Tomando la temperatura”, que fue producida con financiamiento de la Fundación Skoll.