Antiarte, Kissinger, globalismo y otros, o ¿por qué al mundo le gusta el arte de defecar?

Por Zana Petkovic
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Me encantan las fantasías culinarias del Masterchef Bigotón, la agudeza de los pensamientos de Mišo, el poema de Balašević y el sabor del agua de las laderas de Fruška Gora. El día comienza con escarcha y el sol frio, la vista del Danubio y los edificios antiguos cubiertos con la pátina de los siglos. Me encanta el misticismo de los templos monumentales, las velas parpadeantes de la iglesia San Sava.

Mis amigos saben cómo detener el tiempo con el alma y la canción para grabarlo en un disco atemporal, tejido de recuerdos hermosos. Allí donde la noche alcanza al día y la resaca y la sobriedad son uno. ¿Será esta una pieza más de tantas que viajarán con nosotros cuando las almas asciendan a las vastas extensiones?

Mamá agrega un poco de jugo de limón a su café recién preparado. “La perseverancia en buenos hábitos es lo tuyo”, sonrió. Un buen comienzo del día. ¡Y, sin embargo, noticias!

Ha muerto el ex secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger.

“En este momento, la mayor dificultad en las relaciones con Rusia es que no hemos escuchado lo que piensan, porque no hay ningún diálogo con Rusia”, dijo Kissinger en una entrevista que concedió a Politika hace dos meses. Mientras que la mayor parte del mundo condenó a Milošević como un “rufián balcánico”, Kissinger tuvo una visión diferente. No dudo en aclarar que “Kosovo es un territorio percibido por los serbios como un tesoro nacional y no como territorio independiente”. Advirtió sobre el extremismo radical albanés que pretendía arrancarle el corazón y el alma a un país soberano.

Estuvo en lo cierto. “Una nación imperial y un Estado que se extendía a los tres mares fue la única que ni los nazis, ni los aliados bombardearon apasionadamente”, interviene mi madre. Me alegra oír que el siguiente programa es un debate de arte, sin sospechar lo que me espera.

El artista está sobre un escenario, se quita los pantalones y defeca sobre la cabeza de su colega. La escena es repugnante, la reacción del público es morbosa. “Esta es una representación artística”, grita con obvio orgullo un sujeto de barba y vestido minifalda. “¿Ese es el mundo al que aspiramos? ¿Nuestros nietos deben agacharse para disfrutar de este tipo de arte?”, pregunta el periodista. “Es un performance”, sigue gritando el sujeto y menciona las palabras: “Libertad de expresión, arte moderno”.

“¿Cagarse en los demás o ser una mierda?”, le hace la pregunta directa otro panelista, escultor serio y sigue: “En cuanto a mí, esto es puro satanismo. La creación de un entorno que construye una inmensa colección de animales asociales y egoístas; es anti arte”, asevera sacudiendo su melena blanca.

“Si estuviera en ese panel hablaría de Malevich de como acabaron para siempre con el arte. Su cuadrado negro sobre blanco en cinco versiones puso fin a lo que hasta entonces conocíamos como el arte.

“Destruiremos la civilización con el nuevo arte”, escribió Yvan Goll en el Manifiesto Zenitista. Kazimir Malevich posiblemente no se imaginaba el día que en Saint Petersburg vio a un niño con mochila negra caminando por la calle cubierta de nieve, inspiración para su cuadrado negro, que décadas llegaría a este estado de defecación. ¿De qué otra manera un ucranio desconocido, varias veces rechazado por la academia de arte de Moscú, se convertiría en uno de los nombres claves del arte del siglo XX?

Mi madre escucha pacientemente, acostumbrada a mis monólogos.  El debate sobre el arte terminó. Propongo salir a una de nuestras caminatas antes que comiencen hablar de niños muertos en Palestina.

 

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