Colombia entre la indignación y el miedo: diario de una protesta

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Foto: Luis Robayo/Agence France-Presse — Getty Images

Un país que sale a protestar en medio de una pandemia es un país desesperado. En Colombia hay amenazas más grandes que la COVID-19: el hambre, el desempleo y la violencia. Y fueron esas amenazas las que llevaron a miles de colombianos a tomar las calles en manifestaciones donde se han mezclado gremios de taxistas y camioneros, grupos indígenas, afrodescendientes, profesionales de la salud y estudiantes, con ciudadanos de a pie.

Hasta el viernes 7 de mayo se contabilizaron 37 muertos, 275 heridos, 936 detenciones arbitrarias, según cifras reportadas por la oenegé Temblores, y al menos 379 desaparecidos, de acuerdo con 26 organizaciones sociales. El Ministerio de Defensa mencionó que había unos 800 miembros de la fuerza pública heridos. Organismos de protección de derechos humanos locales e internacionales han denunciado el uso excesivo de la fuerza. Estados Unidos, la Organización de los Estados Americanos y la Organización de las Naciones Unidas, han manifestado su alarma ante la violencia del gobierno.

¿Cómo llegamos a una tragedia de estas proporciones? Cuando en 2018 el presidente Iván Duque llegó a la presidencia, se hablaba de empleos, estabilidad y prosperidad. A un año de que termine su mandato, la realidad es muy distinta.

Una reforma tributaria propuesta por Duque y presentada el 15 de abril ante el Congreso, la reforma a la salud y la crisis económica y social producto de la pandemia, avivaron la indigación que ya existía en medio de una cuestionada gestión presidencial.

Por ejemplo, gravar insumos esenciales que afectan la canasta familiar en medio de la crisis actual, es una medida que amenaza con profundizar la pobreza, que se incrementó de 35,7 por ciento en 2019 a 42,5 por ciento en 2020, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). A esto se suma el cuantioso gasto de los recursos públicos en la promoción de la imagen del presidente y un proceso de vacunación que sigue rezagado. El paro nacional convocado contra la reforma desató una ola de protestas y una brutal represión que muchos colombianos creían haber dejado atrás. Los colombianos demandan reivindicaciones y el gobierno responde con la fuerza.

Al despertar, me pregunté qué había ocurrido con los manifestantes detenidos y heridos la noche anterior, primero de mayo. Recuerdo el video de un muchacho, al parecer asesinado por el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), en una calle de Bogotá: el cuerpo desmadejado en el pavimento, rodeado de la fuerza pública, sin que nadie haga algo por auxiliarlo.

A mediodía, el presidente retira la reforma tributaria pero no logra calmar los ánimos. Varias personas fueron asesinadas durante las protestas y las redes sociales se inundan de videos donde la policía dispara contra la población civil.

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Todavía reverbera en mis oídos el clamor desesperado de la madre de Santiago Andrés Murillo, joven de 19 años asesinado en enfrentamientos con el Esmad en Ibagué.

Llega otra madrugada. Intento dormir, pero cuando quiero cerrar los ojos me sacude la noticia del asesinato de Nicolás Guerrero, de 27 años, al norte de Cali, captado en una transmisión en vivo desde la cuenta de Instagram del DJ Juan de León.

En la mañana se comenta la renuncia del ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, quien lideraba la reforma tributaria. La remoción de su cargo, confirmada por Duque en la tarde, era una de las demandas de los manifestantes. El país se moviliza mientras políticos de izquierda y centro condenan los abusos de la fuerza pública.

Recuerdo el controversial tuit del expresidente Álvaro Uribe del 30 de abril, eliminado por Twitter: “Apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”. La protesta es criminalizada y quienes marchan son catalogados de terroristas. Un día después del mensaje de Uribe, Duque ordenó la llamada ‘asistencia militar’ que puso al ejército en las calles.

El discurso de la seguridad tiene un papel estratégico en el gobierno de Duque y en la historia de su partido, el Centro Democrático. Ganó la presidencia prometiendo que bajaría los impuestos y usó la retórica anticomunista, propia de la Guerra Fría, para popularizar la idea de que el país sería secuestrado por el “castrochavismo” si su opositor, Gustavo Petro, salía victorioso en las elecciones de 2018.

Llega la noche. Estoy aturdido con las noticias en redes sociales: Cali parece un campo de batalla en los alrededores del hotel La Luna y el barrio Siloé. En un video observo cómo los militares se despliegan de manera táctica. En Manizales un bus de pasajeros es atacado con gases lacrimógenos.

Despierto a las 4:50 de la mañana. No he dormido bien. Colombia vivió una de sus peores noches. Busco en redes sociales las declaraciones del presidente Iván Duque. En medio de la matanza, ha elegido el silencio. Un tuit del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, advierte que “Estados Unidos no apoya fuerzas de seguridad involucradas en violaciones severas de derechos humanos”.

A media tarde, Duque rompe su silencio. En una alocución de 15 minutos, publicita su gobierno, reafirma su respaldo a la fuerza pública y convoca a un diálogo con la ciudadanía; no hace ninguna mención sobre las personas que perdieron a sus hijos y justifica la represión con el argumento de que los marchantes son vándalos, infiltrados por estructuras criminales. La inoperancia del presidente amenaza las aspiraciones de su partido en las elecciones presidenciales de 2022.

Hablo por teléfono con Jorge, miembro de la brigada médica en Cali. Le pregunto por el tipo de personas que ha encontrado en las protestas. “Estudiantes, profesores, trabajadores, profesionales de la salud, adultos mayores y menores de edad”. Su relato no se corresponde con el de los guerrilleros y vándalos descritos por el gobierno colombiano.

“Las marchas transcurren hoy con una tranquilidad inusual”, me dice y relata que la brigada ha sido atacada por la policía y el Esmad con gases lacrimógenos, bombas aturdidoras, explosivos no convencionales, armas traumáticas y letales. La función de la brigada no es de orden político, solo atender a los heridos, sin importar el frente al que pertenezcan.

Llega la noche. Se repiten los ataques contra manifestantes en el barrio Siloé de Cali. También en barrios de Bogotá. En Buga, la comunidad es atacada en la madrugada con gases lacrimógenos, lo que afectó la salud de muchos niños que duermen y deben ser rescatados por la Defensa Civil.

Hablo con otra persona de la brigada en Cali, una joven de 23 años que prefiere mantener el anonimato. Me cuenta que fue agredida por dos hombres vestidos de civil que cargaban radioteléfonos. La golpearon en piernas, manos y abdomen mientras la acusaban de pertenecer a la guerrilla. Logró escapar con ayuda de la comunidad.

Escucho esta historia y me pregunto si lo que está ocurriendo marca el final de la carrera política de Iván Duque. En su alocución de este día, el presidente ofrece recompensas por información sobre las personas que han cometido actos vandálicos contra la ciudad, pero no dice nada de aclarar los hechos en los que han sido asesinadas más de 30 personas, según últimos reportes.

La situación en el municipio de Buga, al oeste de Colombia, continúa agravándose. El Esmad atacó en la mañana a la comunidad cuando realizaba un cacerolazo. Las manifestaciones parecen realizarse de manera tranquila en buena parte del país, aunque en Bogotá persistieron los disturbios.

Escucho de nuevo la alocución: no hay nada sobre Buga. Tampoco menciona a las personas desaparecidas ni los avances en el diálogo con la ciudadanía.

Despierto y me encuentro en medios y redes con la imagen de Lucas Villa, de 37 años y estudiante de ciencias del deporte, sobre un charco de sangre. Lo veo en fotografías y videos que lo muestran horas antes marchando alegre y bailando pacíficamente, junto al Esmad. “Nos están matando en Colombia”, dice en uno de los videos. La noche anterior, le dispararon y fue llevado en estado crítico al hospital de Pereira, donde lucha por su vida.

A pesar de lo ocurrido, las protestas no se detienen. Diferentes organismos internacionales siguen de cerca los hechos en Colombia. Esto parece apaciguar los ánimos. Necesitamos un respiro, pienso.

Este no dura mucho. En Cali, hombres vestidos de civil disparan a los manifestantes. Están junto a un camión que abandonan. Después, la policía admite que el vehículo es suyo y que los hombres pertenecen a la institución.

Termina el día. Las redes se llenan de mensajes que invitan a los manifestantes a regresar a sus casas. En la noche, el miedo se apodera de nuevo de Colombia y el futuro se desvanece en medio de las balas.

La historia del país en estos días puede resumirse en estos apuntes de la indignación y el desamparo: un gobierno que reprime a su población por una protesta legítima deja poco espacio para la democracia. ¿Hacia dónde va Duque ahora que parece haber elegido el camino de la violencia y la represión típico de las dictaduras?

Javier Zamudio (@JavierZamudioE) es escritor y crítico cultural. Colabora en El Espectador, El Malpensante, The Huffington Post; su último libro es El hotel de los difíciles.