Correr en Bolivia: lecciones para un británico
La adolescente que corre a mi lado, Luz, no habla mucho. Está concentrada, con la cabeza bien derecha, sus pasos caen rítmicamente en la carretera de asfalto. Luz forma parte del club de corredores El Cóndor de La Paz, que todos los sábados huye de la congestión de la ciudad para entrenar en el altiplano boliviano. Un pequeño grupo de este club se ha reunido para una carrera recreativa de 16 kilómetros y muy amablemente dejaron que los acompañara.
Me asignaron al grupo más lento. Mis esfuerzos por platicar no llegaron muy lejos. ¿Cuántos años tienes? Quince, me responde Luz. ¿Dónde vives? En El Alto, sobre La Paz. A unos minutos de nuestra carrera de 16 kilómetros, sus respuestas lacónicas son una bendición, pues ahora platicar es lo último que quiero hacer. Lo único que se me ocurre decir es: “Respira”. Tres sílabas que se repiten: res-pi-ra.
Nunca había corrido en altura. En altura de verdad. En colinas, sí, en montañas un par de veces. Pero nunca, como ahora, a casi 4000 metros sobre el nivel del mar. Los estertores de mis pulmones y mis piernas de plomo me recuerdan que estoy en territorio extranjero en más de un sentido. Las cimas coronadas de nieve de la cercana cordillera Real me lo dejan aún más claro. Mi ruta regular para correr, en las riberas de los estuarios del río Douro de Portugal, de repente me parece muy lejana.
Después de unos 5 kilómetros, la presión en mi pecho y el miedo de un colapso inminente comienzan a retroceder. Se han disipado más que desaparecido. Estamos trotando al mismo paso. “Disfrútalo”, trato de decirme. Y sí lo hago, en la medida de lo posible.
Llevaba en Bolivia cinco días. Mi hotel estaba en el distrito sur de La Paz, todo un kilómetro debajo de la casa de Luz en el colindante El Alto. La Casa Grande tenía un gimnasio con una caminadora, que usé durante un rato todas las mañanas. Los recién llegados a La Paz, una de las ciudades con mayor altitud del mundo, a menudo se quejan de que se sienten mareados y con náuseas. Yo me sentía bien.
Esto me había motivado a buscar un club local de corredores. Siempre empaco mi equipo cuando voy a una ciudad nueva. En mi experiencia, gastarse la suela corriendo es una excelente manera de conocer un lugar. Solo que correr en La Paz tiene unos desafíos muy particulares. Construida en un cañón profundo en una parte elevada de los Andes, la ciudad es pura carretera vertiginosa y curvas de horquilla. Además, las aceras son un desastre. Solo vi tres corredores en toda la semana.
Mi búsqueda me había llevado a El Cóndor. El entrenador del club, conformado por una veintena de adultos y adolescentes, es Policarpio Calizaya, quien ha ido tres veces a los Juegos Olímpicos y es uno de los pocos corredores de alto nivel en la historia de Bolivia. A sus cincuenta y tantos, tiene un rostro redondo y alegre. Lo encuentro en la Puerta 9 del estadio Hernando Siles antes de una de las sesiones regulares de pista entre semana de El Cóndor. La mayoría de los integrantes del club son mujeres. No sabe por qué. Supone que los hombres prefieren el futbol: “La verdad es que aquí en Bolivia correr es algo muy marginal”.
Está claro que el estatus de las carreras en su país le molesta. La situación contrasta con el vecino Perú, que en años recientes ha producido una buena cosecha de corredores de élite. Me dice que se debe al apoyo del gobierno: “En Perú lo tienen; aquí no”. Para pagar las cuentas, tiene un pequeño taller donde hace ropa deportiva. Sus corredores, la mayoría provenientes de familias de bajos recursos, generalmente compran sus pantaloncillos y chalecos para correr en uno de los grandes mercados de El Alto. Muchas veces sus zapatos son de segunda mano.
Evo Morales, el carismático presidente indígena de Bolivia ha ayudado a elevar el perfil de este deporte en años recientes. Desde 2013, La Paz es anfitriona en julio de la carrera Presidente Evo 10K. Cada año hay carreras parecidas en las otras ocho ciudades importantes de Bolivia. Aun así, el premio solo es como de 2000 dólares, dice Policarpio. No es mucho para un corredor profesional, sobre todo si se consideran los viáticos (ningún corredor boliviano recibe patrocinio). Su mejor corredora, Yessy Apaza, de 22 años, sobrevive gracias al dinero que le manda su madre, una trabajadora doméstica radicada en España.
La curiosidad también me había llevado a la puerta del club de corredores de Policarpio. En el excelente libro de Vybarr Cregan-Reid sobre correr, Footnotes, había leído sobre epigenética y los cambios fisiológicos producidos por el aire más ligero que se encuentra a mayor altitud. Los efectos principales son dos, explica el autor británico: nuestro cuerpo comienza a producir más células sanguíneas portadoras de oxígeno y nuestros músculos aprenden a usar el oxígeno limitado de manera más eficaz.
Procesar más oxígeno les da a los corredores una ventaja competitiva, es por eso que los mejores corredores del mundo se dan tiempo para entrenar en regiones de mayor altitud. En su época de corredor, Policarpio hacía lo mismo: visitaba esta misma franja de la carretera un poco más allá de El Alto. Ahora, a veces lleva a sus mejores corredores a entrenar en Chacaltaya, que, a más de 5000 metros, solía ser la estación de esquí con mayor altura en el mundo, hasta que se derritió toda la nieve.
De lo que no me había dado cuenta es de que se necesitan al menos diez días para sentir estos beneficios. Del mismo modo, pueden pasar semanas antes de que nuestro cuerpo se aclimate bien a los efectos negativos de la altura. La Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA) aconseja a los equipos visitantes que lleguen tres semanas antes de un partido en La Paz.
De vuelta en la pista, llegamos a la marca de los 13 kilómetros. Una anciana está parada en la carretera esperando su autobús. Viste grandes enaguas y un sombrero de bombín o sombrero de chola paceña, el atuendo tradicional de las mujeres del altiplano. Me ve con una mirada inquisitiva. Trato de decir: “Hola”, pero no puedo. Mi garganta está demasiado seca. Además, la cabeza me punza.
Con la meta a la vista, Luz y sus amigas adquieren velocidad. Intento darles alcance, pero no lo logro. “Respira”, me digo. “Disfruta. No te mueras”. Mientras estoy hablando solo, las jóvenes poco a poco y con elegancia comienzan a alejarse, hasta que, al poco tiempo y sin decir ni una palabra, ya no están.