
La muerte de un padre nos obliga a redefiniciones y transformaciones, nos obliga a ser más adultos. Y Argentina tiene una historia de orfandad de padres confiables, con su consiguiente conflicto con la autoridad.
Ahora Francisco vino a la Argentina para siempre. No importa que su cuerpo quede en Roma. Ahora está dentro de todos los argentinos. Incluso de aquellos que lo denostaban creyéndolo peronista, porque sin su presencia carnal quedan sus ideas con mayor pregnancia que nunca.
Como bien decía Freud, el padre muerto es introyectado y está más presente que nunca dentro de cada uno. Todos aquellos que tuvimos la mala fortuna de perder a nuestro padre sabemos lo que digo, de cómo se lo recuerda más que cuando estaba vivo y se lo tenía presente o se lo visitaba, cómo su presencia se transforma en omnipresencia. La mayor presencia es la de la ausencia, cuando aquello que falta se hace notar, emerge su presencia, aún mayor que cuando se lo tenía.
El cuerpo de Bergoglio quedó en Roma, pero Francisco está ahora en Argentina, comenzando a sanar la grieta que nos separó.
Ese padre que al morir pasamos a llevar dentro para siempre representa la ley, el límite que nunca es más fuerte que cuando es impuesto, no por la autoridad de un tercero, sino por nuestra propia convicción.
La muerte de un padre nos obliga a redefiniciones y transformaciones, nos obliga a ser más adultos. Y Argentina tiene una historia de orfandad de padres confiables, con su consiguiente conflicto con la autoridad.
La muerte de un padre puede significar la caída de un (des)orden, de un sinsentido (la grieta), la muerte de Mandela en 2013 unió a los sudafricanos enfrentados por décadas de apartheid; y en Polonia la muerte de Juan Pablo II en 2004 cerró definitivamente la grieta entre comunistas y anticomunistas.
Frente al caos que produce la emergencia de líderes autoritarios y antidemocráticos, la pérdida del papa Francisco como muro contenedor genera una sensación de vacío. Pero es todo lo contrario porque no lo estamos perdiendo; ahora, trasformado en legado, su influencia podrá ser más más grande. Y el vacío simbólico que genera siempre a los hijos quedar sin guía puede dar lugar a la reinvención.
La figura de los padres de la patria evoca a los guerreros que hicieron posible la independencia. Pero el padre de los argentinos es Francisco doblemente, por ser el Santo Padre y connacional. Y la desaparición de un padre espiritual, arquetípico y protector puede producir una forma colectiva de reactivación emocional: con los otros, con la sociedad, con la patria, y finalmente una revisión del vínculo con la fe.
Su muerte, en lugar de la búsqueda de otro padre, puede permitir liderazgos que faciliten emanciparse y crecer, porque Argentina no vive una crisis económica sino una crisis crónica de confianza de la cual la economía es uno de sus síntomas, igual que la inseguridad.
La desaparición física de Francisco es mucho más que la muerte de un líder religioso, es un evento político y cultural. La de un líder moral internacional cuyo legado aumenta el capital simbólico de la Argentina en el mundo. Su voz seguirá incomodando dentro del sistema y resonando como un eco con más fuerza.
Quizá la muerte de una persona, pero a la vez el nacimiento de un mito, pueda en Argentina reorganizar las relaciones de poder, activando mecanismos de apropiación simbólica apolítica que generen unidad frente al orgullo nacional compartido ante el primer “argentino universal”.
Que el luto genere una tregua en la confrontación política reduciendo la polarización, abriendo caminos para nuevas formas de autoridad más democráticas y plurales y creando espacios para el diálogo.
Ese duelo colectivo puede llevar a procesar su ausencia reforzando la cohesión social al compartir un luto y, al honrar a “uno de los nuestros”, contribuir a reforzar nuestra identidad nacional.
Después de años de preeminencia de una Iglesia conservadora, legitimadora por omisión y hasta en algunos casos por acción de golpes de Estado, la renovación de la Iglesia argentina que deja Francisco revaloriza el rol de la religión —todas, no solo las cristianas— en la sociedad contemporánea y la posibilidad de que la Iglesia católica recupere su papel de mediadora nacional.
Siendo Francisco una figura transversal, su pérdida significa un momento de inflexión simbólica que facilite reconciliaciones. Un sentimiento de unidad que supere momentáneamente las divisiones políticas y nos permita reflexionar sobre valores compartidos dejados momentáneamente de lado, como la justicia social, también moderar el tono del debate público, propiciar la cultura del encuentro, el cuidado de los pobres y el combate a la indiferencia por los que sufren.
Una oportunidad, un respiro simbólico, un marco ético para cerrar heridas, llamando a la unidad.