El canijo 2020
Este año cargado de muerte, desgracias, soledad y aislamiento también nos ha dado muchas de lecciones. Este año, lo normal se hizo mortal.
2020 ha sido un año terrible para Bonnie Soria. Su padre y su madre murieron trágica y súbitamente por el coronavirus. “Recibí una llamada del hospital […] y me dijeron: ‘El corazón de tu mamá se detuvo, no hay nada que podamos hacer'”, me contó entre sollozos. “Ni siquiera había pasado una hora, recibo otra llamada y la enfermera me dice: “Vamos a poner a tu papá en un respirador'”.
Seis miembros de la familia de Bonnie en el estado de Texas, en Estados Unidos, han muerto por el coronavirus y ya no hay más lágrimas que repartir. Pero sobreponiéndose a todo, ella ha creado un grupo de apoyo en Facebook -“Covid-19 Survivors”- para ayudar a familiares de las víctimas de esta terrible enfermedad. Muchos han tenido que despedirse de los que más quieren a través de la pantalla de un iPad.
¿Hay acaso una muerte más solitaria que esa? La mayor parte del año he estado entrevistando a familiares que no pudieron despedirse en persona de su papá, de su mamá, de un hijo o de su pareja y ya tengo, como todos, el corazón parti’o.
Es probable que este haya sido el peor año de nuestra vida colectiva. Los más de 7.800 millones de habitantes en el planeta fuimos amenazados mortalmente por un virus que nuestros ojos no pueden captar pero que destruye los pulmones y casi todo lo que toca. Las películas catastrofistas se quedaron cortas. La COVID-19 es la peor pandemia en el mundo desde que la llamada gripe española mató a unos 50 millones de personas hace más de un siglo, en 1918.
Las muertes por el coronavirus en el mundo ya van por arriba de los 1,7 millones y los contagios superan los 77 millones. De nada sirve decir que 2020 no ha sido tan desastroso como 1918. Cada mañana, como buenos hipocondríacos, nos buscamos en el cuerpo cualquier síntoma del nuevo coronavirus y si te dan ganas de toser te escondes para que nadie te oiga. Sentimos que la muerte nos acecha cuando abrimos la puerta de la casa, cuando besamos o abrazamos a alguien que queremos, cuando se nos acerca un amigo o compañero de trabajo, cuando vamos al supermercado o nos subimos al metro o a un avión.
Este año, lo normal se hizo mortal.
El periódico británico The Guardian llamó a 2020 “El año perdido” y The New York Times escogió “El año como ninguno otro”. Pero prefiero “Un año maldito” del diario español El País, más crudo y visceral.
Lo que se identificó a principios de 2020 como una “pulmonía viral” en Wuhan, China -posiblemente transmitida de murciélagos a los humanos, según la revista Nature- se convirtió en el principal reto médico de nuestra existencia. Puso todo en pausa, hasta los Juego Olímpicos, que estaban programados para este año en Tokio, y nos obligó a encerrarnos y a cambiar radicalmente nuestros hábitos. Tanto así que trabajar y estudiar en casa se han convertido en una opción real en un nuevo mundo post-COVID. Pero las consecuencias económicas de la pandemia -por ejemplo, al menos cerca de 16.000 restaurantes han cerrado permanentemente en Estados Unidos- las sentiremos por años.
Lo que era normal nunca volverá a serlo de la misma manera. Empezando por la manera de analizar a nuestros mandatarios.
Las crisis separan a los grandes líderes del resto. La primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, de 40 años, fue reelegida por su honesto, transparente, claro y duro manejo durante la pandemia. Ella salvó muchas vidas. En cambio, nunca entenderé la irresponsable actitud de los presidentes de Estados Unidos, México y Brasil, por mencionar solo a tres, que incluso hoy en día se resisten a usar cubrebocas en eventos públicos. ¿Cuántas vidas se podrían haber salvado si ellos hubieran dado un mejor ejemplo?
Todos tenemos anécdotas personales sobre este terrible año. Las mías, por pura suerte, son intrascendentes. No me he subido a un avión o ido a un restaurante en más de nueve meses. Tuvimos que cancelar el futbolito de los sábados. Una parte importante de mi trabajo era viajar y ahora, en cambio, puedo transmitir parte del noticiero desde un rinconcito de mi casa. Aproveché las horas muertas para escribir un nuevo libro y vi más series de televisión de lo que quisiera reconocer. Mis favoritas: Patria, The Crown, Gambito de dama, Poco ortodoxa, Club de Cuervos y las escandinavas Borgen, Nobel y Occupied.
Lo que más me duele es el tiempo perdido. Mi mamá cumplió 86 años y no quise arriesgarme a visitarla en Ciudad de México. Nunca me perdonaría el contagiarla. Conversamos seguido a través de una tableta. Pero no es suficiente. ¿Cómo recupero los abrazos que no nos dimos?
En este año cargado de muerte, desgracias, soledad y aislamiento hay montones de lecciones. Pero más allá de lo aprendido -apapachar a los que quieres, aprovechar cada momento, darle sentido a lo que hacemos, decir “no” más seguido, atreverse ante lo nuevo…- el peso del dolor, propio y ajeno, es abrumador. Nos dobla.
A pesar de todo lo anterior, las vacunas contra el coronavirus -ese maravilloso y eficaz invento en gotitas transparentes- nos permiten imaginarnos el final. No tienen chips, ni GPS ni forman parte de una conspiración internacional para controlar nuestras mentes. Esas son palabrerías sin fundamento que dicen charlatanes en las redes. Las vacunas salvan vidas y la rapidez de su desarrollo demuestran que la ciencia, al final de cuentas, se ha impuesto. Es una victoria del conocimiento que podemos celebrar.
No creo en el pensamiento mágico. El cambio de números -de 2020 a 2021- no significa absolutamente nada. Y, sin embargo, ya quiero que se acabe este canijo año. Hay tantas cosas pendientes.
Jorge Ramos es periodista, conductor de los programas Noticiero Univisión y Al punto, y autor del libro Stranger: El desafío de un inmigrante latino en la era de Trump. @jorgeramosnews