El éxodo centroamericano teme más al hambre que al coronavirus

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crisis migratoria, centroamérica
Foto: AP Photo/Moises Castillo

Las medidas de confinamiento derivadas de la pandemia por COVID-19 convirtieron a Centroamérica en una olla a presión. Dos semanas después de la reapertura de las fronteras terrestres y a un mes de las elecciones en Estados Unidos, la semana pasada cientos de personas volvieron a ponerse en ruta desde San Pedro Sula, en Honduras, hacia la frontera norte de México. El éxodo centroamericano salió de su cuarentena.

Nadie debería estar sorprendido. Las razones por las que estas familias vuelven a exponerse no han variado: altísimos niveles de violencia y una situación económica desoladora. Pese a que se ha reactivado la retórica que busca una mano negra tras las caravanas, impulsada por analistas en Estados Unidos y por el presidente mexicano, Andrés Manuel Lopéz Obrador, no hay pruebas de ello.

Virginia, quien viajó desde Honduras a El Corinto, entre Honduras y Guatemala, junto a su hermano, su esposo, y sus tres hijos de 11, cuatro y dos años, explica sus razones para migrar: “Tengo de no trabajar desde que empezó esto del virus. Lo he intentado en las maquilas, pero paso las pruebas, me dicen que me llaman y nunca lo hacen. Hay que comer y no hay trabajo.

Salir de casa cargando con tus hijos a la espalda no es una decisión fácil. Algo muy poderoso debe empujarte a ello.

Antes de la pandemia, el Banco Interamericano de Desarrollo estimaba que seis de cada diez hondureños eran pobres. Ahora esas cifras deberán ser actualizadas al alza. Por lo pronto, se calcula una pérdida del Producto Interno Bruto de 12% y se estima que se perdieron medio millón de empleos en un país de 10 millones de habitantes. En los vecinos Guatemala y El Salvador la situación no es mejor.

El confinamiento puso freno a los homicidios en Honduras, pero eso también se está revirtiendo según datos recogidos por el investigador Otto Argueta. En abril, 233 hondureños murieron de forma violenta. Un año antes, el número de víctimas llegó a 381. En agosto, 300 hondureños murieron en circunstancias violentas. Un año antes fueron 389.

La gente que trabaja sobre el terreno y que mejor conoce los entresijos de la migración ya sabía que el éxodo solo estaba en un paréntesis. Lo único que quedaba por saber era cuándo y cómo acabaría. Aunque la caravana es un fenómeno que hace visible la migración hacia Estados Unidos, es solo una pequeña parte de ella. Y esta ruta ya había vuelto a funcionar a pleno rendimiento.

Desde agosto, el albergue La 72 de Tenosique, en Tabasco, al sur de México, tuvo que habilitar un pequeño campo de futbol como refugio improvisado. Desde entonces, cada noche, entre 100 y 150 personas se han quedado en esta casa del migrante.

Cada madrugada, una pequeña caravana recorre los 90 kilómetros que separan Tenosique de Palenque, en Chiapas. Antes, este camino se cubría a lomos de La Bestia, el tren que recorre México de sur a norte y que simboliza la migración hacia Estados Unidos. Debido a los trabajos del Tren Maya, una de las megaobras del gobierno de López Obrador, la vía está inutilizada. Así que los migrantes caminan eludiendo los retenes de la Guardia Nacional o pagan a taxis clandestinos. Al salir de Tenosique hay un puente que se llama Boca del Cerro. Ese es el lugar en el que grupos de criminales los esperan para asaltarles. La clandestinidad los convierte en sombras vulnerables, expuestas al asesinato, la violación, el secuestro o la explotación.

Durante los meses de pandemia, el debate sobre la migración quedó aparcado. Con las fronteras cerradas, pocos se aventuraban a intentar alcanzar el norte. Hubo incluso quienes pagaron para regresar a su país. Para los que se mantuvieron a las puertas de Estados Unidos, la situación sigue siendo desesperante, especialmente para los solicitantes de asilo obligados a aguardar en lugares inhóspitos como el campamento de Matamoros, Tamaulipas. Ahí se ha generalizado un fenómeno que simboliza el nivel de angustia: mujeres embarazadas que se juegan la vida cruzando el Río Bravo con la esperanza de poder pedir asilo y que la autoridad estadounidense les permita tener a su hijo al otro lado del muro.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, aprovechó el coronavirus para dinamitar las pocas garantías legales que había para migrantes y solicitantes de asilo. Implementó un modelo de “devolución exprés” que le permitió regresar a más de 147,000 desde marzo. En este mecanismo encontró el fiel apoyo del gobierno de López Obrador. A pesar de ello, la gran mayoría de interceptados estos meses son mexicanos, quienes con esta nueva regulación vieron la oportunidad de intentar cruzar la frontera una y otra vez sin miedo a consecuencias penales. México, el principal socio de Trump en crear un muro contra los centroamericanos, sigue expulsando a su población a buscar una vida mejor al otro lado.

Es la lógica perversa del penúltimo contra el último. La observamos también durante este fin de semana cuando soldados guatemaltecos se convirtieron en la barrera que impidió el tránsito de migrantes hondureños. Trump ha sido muy eficaz en convertir a países que expulsan a su población en carceleros de vecinos más vulnerables.

Ante esa nueva caravana, López Obrador volvió a sugerir la existencia de una conspiración para sacar a la gente de sus casas y ponerlas en ruta. Sería ingenuo pensar que Trump no va a utilizar el éxodo para sus intereses. Incluso no es descabellado creer que pueda operar para facilitarlo. Sin embargo, hasta hoy no existe una sola prueba sobre estas fuerzas oscuras capaces de mover a miles de personas. Lo dijo un activista en la plaza de Tapachula, Chiapas, en octubre de 2018 en el inicio de la gran caravana: “¿Quieren saber quién hay detrás de este movimiento? El hambre y la muerte”.

La caravana es solo un síntoma de esas enfermedades que asolan Centroamérica. Reducir a las personas que huyen a juguetes en manos de intereses muestra una absoluta falta de empatía porque ignora lo más importante: los motivos que impulsan a huir. Todos los gobiernos sabían que el éxodo iba a reactivarse. Ahora no pueden hacerse los sorprendidos. Si no cumplieron su responsabilidad de garantizar condiciones de vida dignas a sus ciudadanos, lo mínimo exigible sería que garanticen los derechos humanos de aquellos que huyen, haya o no caravana.


Alberto Pradilla es reportero en el sitio ‘Animal Político’ y autor del libro ‘Caravana: cómo el éxodo centroamericano salió de la clandestinidad.