Elecciones Perú: Un país fracturado enfrenta el dilema del antifujimorismo vs el antizquierdismo
El Perú es un país muy alejado de Lima, su ciudad capital. Un mes atrás, intenté convencerlos en otro texto de que el país estaba en una encrucijada entre un candidato populista de centro izquierda, Yonhy Lescano, que no tenía propuestas estructuradas, y otro candidato de extrema derecha, Rafael López Aliaga, que ponía en peligro cualquier avance que se haya logrado en favor de la comunidad LGBTI+ y de la igualdad hacia las mujeres. Las tendencias al alza que tenían en las encuestas me llevaron a esta conclusión apresurada. Pero los resultados obtenidos ayer 11 de abril, en la primera vuelta de las elecciones generales, disuelven estos comentarios.
El conteo rápido de la encuestadora Ipsos arrojó que el docente escolar de izquierda radical Pedro Castillo, del partido Perú Libre, obtuvo el primer lugar en las elecciones (18.1% de los votos válidos), pese a casi haber pasado desapercibido en los medios de comunicación hasta la última semana. Este domingo, fue rápidamente reconocido como el único que tenía asegurado su pase a la primera vuelta, mientras se esperaba que la distancia entre el resto de contendientes que le seguían sea más clara.
Finalmente, la derechista Keiko Fujimori, de Fuerza Popular, está a punto de garantizar su pase a la segunda vuelta (14.5%). Su núcleo duro de votantes, que le sirvió de piso mínimo para crecer, está en los sectores populares. Supera así a las otras derechas, una más conservadora como la de López Aliaga, y otra más elitista de Hernando de Soto, concentradas en los sectores más pudientes del país.
Los resultados finales demorarán algunos días mientras las autoridades electorales culminan el procesamiento de las actas. Pero el escenario ha dejado más interrogantes que certezas, pues se ha planteado una intensa discusión sobre cómo la élite política, mediática e intelectual, y las encuestadoras, no pudieron advertir el escenario que afrontamos. Si bien las mediciones de intención de voto no hacen proyecciones, hay elementos que ahora se ven con más claridad y que antes fueron ignorados: el centralismo, la volatilidad del voto, la radicalización y la desafección hacia los partidos políticos.
Castillo proviene de Puña, un centro rural de Cajamarca, en la sierra peruana. En 2017, encabezó una huelga de docentes que le dio visibilidad. En estas elecciones, hizo una campaña que caminó prácticamente fuera de Lima, de forma tradicional, sin tanto distanciamiento social en tiempos de pandemia, e incluso se contagió de COVID-19. Sus propuestas tenían un fuerte componente anticapitalista, pero sus adversarios no lo vieron como una amenaza y se concentraron mucho más en criticar la candidatura de la centroizquierdista Verónika Mendoza.
El centralismo limeño -agravado por la pandemia del COVID-19 y las restricciones de movimiento- genera una brecha grave en la interpretación de la realidad. Ahora, Castillo lidera las preferencias en 16 de los 26 distritos electorales a nivel nacional, según el conteo rápido de la misma encuestadora Ipsos. La capital es la anomalía en el país: en Lima Metropolitana no figura ni entre los cinco primeros, y es más bien el ultraconservador López Aliaga quien ha liderado el voto.
En una entrevista reciente que me dio la politóloga Paula Muñoz, señaló que uno de los motivos que podrían explicar el respaldo a Castillo -en una campaña con distanciamiento social y con la prohibición de contratar publicidad política de forma privada en radio y televisión- son las redes preexistentes a las que él pertenece: el magisterio de docentes y los ronderos. A ello se suma la cercanía y conexión que pueda generar, sobre todo en la sierra peruana.
¿Cómo es que no se identificó la aceptación que iba generando Castillo? En la última semana llamó la atención al alcanzar la séptima posición con 6.5% de votos emitidos en un simulacro de votación. Es posible que el electorado indeciso se haya decantado por él masivamente en el transcurso de una semana, pues otro factor clave en las votaciones peruanas es la volatilidad del electorado. El pasado reciente llama a la puerta.
Apenas un año atrás sucedió algo similar en las elecciones complementarias para el Congreso que fue disuelto. Allí, el partido religioso Frepap y el radical UPP, aliado del golpista Antauro Humala, obtuvieron los votos necesarios para tener representantes en el Parlamento, sin que desde Lima se haya advertido su potencial.
Si a esto le sumamos que ningún candidato o candidata tenía un respaldo fuerte, no se necesitaba que los votos cambien drásticamente en el tramo final. Un incremento que haga despegar a cualquiera por encima de 10% de las preferencias era suficiente para meterse en la pelea por pasar a segunda vuelta.
El panorama que viene es desolador. Primero porque su rival será Keiko Fujimori, lo que implica que el país se polarizará ante la pregunta: ¿Quién amenaza menos el sistema democrático? En una esquina, el izquierdista que quiere convocar a una Asamblea Constituyente para escribir una nueva Constitución, así esto implique la disolución del nuevo Congreso o la desactivación del Tribunal Constitucional. En la otra, la derechista que defiende la vigencia de la Constitución elaborada en el régimen de su padre, Alberto Fujimori, pero que ha liderado a uno de los partidos responsables de la mayor crisis política de los últimos años y es investigada por el Caso Lava Jato.
Las diferencias ideológicas de Castillo y Fujimori encuentran un punto de conciliación en un tema: los derechos de la comunidad LGBTI+. Ninguno dará pasos firmes para avanzar hacia su igualdad en la sociedad, pues ambos han respaldado las iniciativas del colectivo ultraconservador Con mis hijos no te metas. Tampoco caminarán hacia la despenalización del aborto, lo que impediría que más mujeres sufran en la clandestinidad.
Otro clivaje de conflicto será el de la institucionalidad política. Aunque Castillo sea una sorpresa, no deja de tener una baja legitimidad, pues la cantidad de votos emitidos a su favor apenas superaría 15%. Mientras, Fujimori no llegaría a 11%. En la anterior elección, los votos de los dos candidatos que pasaron a segunda vuelta al menos sumaban 50% de los emitidos, y aún así estalló una crisis. La legitimidad del que resulte electo tendrá que ser construida durante su gestión, lo que genera caminos peligrosos que pueden derivar entre el autoritarismo y el dispendio de las arcas públicas.
Sumémosle a ello que el próximo Congreso será muy fragmentado: más de 10 partidos podrían tener representación parlamentaria. En los dos últimos años, la división de las bancadas solo ha hecho imposible que se concilien propuestas técnicamente adecuadas. Más bien ha generado escenarios en los que cada bancada destaque por la confrontación y las propuestas populistas e irresponsables. El Congreso en vigencia tomó la decisión de destituir al entonces presidente Martín Vizcarra -antes que se supiera de su participación en el Vacunagate- en medio de la peor crisis sanitaria de los últimos 50 años.
La polarización que traerá la segunda vuelta tendrá efectos permanentes en los próximos años. De un lado, las fuerzas progresistas que se sumen a Castillo recibirán el rechazo de los que consideran que traicionan su causa frente a la institucionalidad o a las libertades sociales. Los que no se sumen, serán repudiados por mostrar tibieza frente a la amenaza del retorno del fujimorismo al poder. Por otro lado, los que se sumen a Fujimori recibirán una sanción por ceder luego de la crisis política que su partido generó en los últimos años; y los que no, de hacerse de lado frente a la amenaza de “poner al país en la misma situación que Venezuela”.
Los partidos con las propuestas más responsables estuvieron muy desconectados de las demandas de la mayoría de las y los peruanos, lo que ha profundizado las grietas que separan al Perú de sus élites.
Jonathan Castro es reportero político y de investigación peruano.