La población desprotegida debe ser prioridad en esta pandemia

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Foto: Getty Images

México no es un país pobre, pero sí es un país de pobres. Es un país que tiene industria y recursos naturales, pero también informalidad y marginación. Desde hace años se ha hablado de “los dos Méxicos” y hoy son más visibles ante la pandemia del coronavirus COVID-19, cuando todas las personas temen por sus vidas pero las soluciones para algunas parecen la condena de otras.

Necesitamos comprender que, en México, la mayoría de la población sufre de discriminación y vive en desigualdad y pobreza. Por ello, todas las soluciones ante la pandemia que se propongan desde los gobiernos deben prever los efectos colaterales que tienen sobre esa mayoría, y se deben emitir de inmediato medidas de mitigación de esos impactos. Sólo así podremos sobrepasar este difícil periodo.

En estas circunstancias, la información es crítica para sobrevivir y mucha circula en redes sociales. Sin embargo, en México, la brecha digital es todavía pronunciada, particularmente entre zonas rurales y zonas urbanas. De acuerdo con el Instituto Federal de Telecomunicaciones “en las zonas urbanas 73% de la población de seis años o más usa internet, mientras que en las zonas rurales solo 41%”. A esta diferencia se suma que no hay traducción a lenguas indígenas, información apropiada y diferenciada para zonas rurales, ni se divulga la información general en formatos accesibles para personas con discapacidad. Este problema no es nuevo pero sí es más grave en las circunstancias actuales.

La fragmentación del sistema de salud es otro problema serio y estructural. En 2018, 71.7 millones de personas carecían de acceso a la seguridad social y el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), la institución que tiene mejor cobertura, condiciona sus servicios a tener una relación formal de empleo. Solo 11.9% de las personas hablantes de lengua indígena, por ejemplo, son derechohabientes del IMSS.

La informalidad laboral es un problema histórico y, por ello, el aislamiento y la falta de actividad económica amenaza los ingresos cotidianos de personas que viven al día, lo cual pone a millones de personas -56% de la población- en riesgo de carencia alimentaria. Este es el caso de las 2.4 millones de trabajadoras del hogar, o de las trabajadoras sexuales, electricistas, albañiles o carpinteros.

Para las personas migrantes y solicitantes de refugio, y particularmente aquellas que tienen discapacidad, la falta de información, de disponibilidad y de servicios de salud culturalmente apropiados puede generar serios problemas, en un escenario que con frecuencia combina otros factores como el hacinamiento, como lo señaló desde 2019 la organización Human Rights Watch.

Una de las medidas más efectivas para contener la propagación del coronavirus es el aislamiento. Sin embargo, poblaciones como las que viven en el sistema penitenciario -más de 200,000 personas -, están en instituciones de cuidados o detenidas en estaciones migratorias, no tienen posibilidad de aislarse. Suelen vivir en hacinamiento y en condiciones de seguridad e higiene por debajo de lo óptimo.

Por otro lado, el aislamiento también acarrea problemas: 76.4% de las labores domésticas y de cuidados fueron realizadas por mujeres en 2018. Por esta razón, la suspensión de clases en las escuelas públicas y privadas es una medida que afecta desproporcionalmente a las mujeres, ya que se asume que ellas serán quienes tendrán que cuidar a sus hijos y a las personas mayores o enfermas. Además, muchas mujeres son el sostén económico de sus familias. Estas medidas las ponen en la disyuntiva imposible de trabajar o realizar cuidados.

También hay otro peligro: la posibilidad de que aumente la violencia doméstica que amenaza particularmente a mujeres, niñas y niños. Está documentado que, en China, han aumentado los índices de violencia a causa del COVID-19.

Otra dimensión de los cuidados a considerar es el caso de las personas con discapacidad -6.4% de la población en 2014- que requieren de una persona de apoyo para realizar tareas básicas como vestirse o preparar alimentos. Si ellas se enferman o se quedan en cuarentena en sus hogares, el Estado no puede cubrir las necesidades de apoyo.

Si pensamos que todas las vidas valen lo mismo, tenemos entonces que renunciar a las decisiones que nos han puesto en esta situación de lacerante desigualdad. Desde distintas organizaciones, se ha propuesto en este momento de crisis sanitaria excarcelaciones o amnistías para ciertas personas, detener las detenciones migratorias, establecer un plan para un ingreso básico universal o transferencias para distintas poblaciones en riesgo, garantizar servicios básicos suficientes y una línea telefónica para atender los casos de violencia doméstica. También se ha señalado la necesidad de traducir a lengua de señas y otros formatos accesibles toda la información disponible para la toma de decisiones oportuna.

Los gobiernos de otros países han suspendido el pago de impuestos o servicios, y evitarán los desalojos de inmuebles en este periodo. Otros más han concebido formas de completar el salario de los trabajadores para reducir el impacto en personas y empresas. Hay un gran catálogo de propuestas que ya existen o se han planteado, y que pueden ayudar a mitigar las consecuencias del COVID-19.

Esta situación también deberá dejar en claro que, más allá de las medidas de emergencia que se tomen hoy, se deben concebir e instrumentar permanentemente medios más efectivos para comunicar con la ciudadanía, registros administrativos que permitan identificar a las poblaciones en mayor riesgo, incentivos y condiciones para aumentar la formalidad laboral y construir servicios públicos universales y de calidad.

 

 

Alexandra Haas es investigadora invitada en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y expresidenta del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación.