Las razones del apoyo al MAS

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En algunos círculos la gente no deja de sorprenderse porque la intención de voto por el MAS se mantiene por encima del 30% y con proyección a 38%, después de los eventos de octubre-noviembre y a pesar de que, durante los últimos tres meses, quedaron al descubierto no solo hechos de corrupción, sino evidencias de abusos y atropellos cometidos por el gobierno de Evo Morales en diferentes ámbitos.

¿Estamos todos locos? ¿Nos merecemos los males que padecemos? ¿Hay algo de masoquismo en todo esto? Con esas preguntas, muy frecuentes por cierto entre los que no acertamos a dar con una explicación más profunda y convincente sobre este fenómeno, lo único que estamos haciendo es contribuir más al despiste nacional y, por tanto, a no encontrar una salida al laberinto en el que parecen encontrarse las fuerzas de la exoposición.

No, no estamos todos locos. Lo que pasa es que en eso que se denomina el “bloque popular”, integrado por indígenas de los valles y altiplano, y por habitantes de la periferia de los principales centros urbanos, la gente no ha cambiado su preferencia, sencillamente porque todavía prevalecen los valores impuestos por el MAS a lo largo de 14 años de gobierno.

El centro democrático, la izquierda de raíces urbanas y la derecha no han conseguido llegar con su discurso  a ese 30 a 40 por ciento de la población que es cautiva del paradigma sustentado en valores como “cambio”, “inclusión”, “equidad”,  “igualdad” que encajaron con la realidad de quienes, hay que admitirlo, permanecieron alejados  del circuito de las oportunidades.

¿Es posible crear un nuevo marco de referencia que reemplace al anterior, de manera que esos sectores todavía leales al MAS, adhieran a una nueva visión? Está visto que esa posibilidad toma mucho más tiempo que los solo tres meses transcurridos entre la renuncia de Morales, el aparente desbande masista y la campaña electoral. ¿Alguien tienen la culpa de esto?  Tal vez nadie.

El MAS tuvo la virtud de seducir incluso a muchos de quienes hoy son sus más duros críticos, sobre todo porque al principio su discurso de ruptura con el sistema representaba la posibilidad de alejarse de la orilla cuestionada a un “otro lado” que, aunque incierto, representaba por lo menos la oportunidad de dejar atrás las “ruinas” del pasado y a sus principales protagonistas.

Fueron varios años, cuatro o más, en los que la propuesta masista contó con el respaldo o el beneficio de la duda, incluso de una intelectualidad “liberal”, que veía con buenos ojos la posibilidad de arriar temporalmente  las banderas del “modelo”, para abrirse a un enfoque menos ortodoxo y abierto a consignas internas de corte más popular, como las de nacionalización o reversión de tierras, y externas como las de un furibundo antiimperialismo.

La fortaleza del MAS en esa primera etapa no solo radicó en el respaldo obvio del campo popular -“ahora nos toca”-, sino también en el de una clase media intimidada por la amenaza de la violencia como solución definitiva a las desigualdades. Entre “ahora sí guerra civil” y “proceso de cambio”, está claro cuál fue la elección en ese momento.

De modo que no es que nos merezcamos los males que padecemos, sino que la historia de estos 14 años tiene matices diversos. Inicialmente, incluso los movimientos ecologistas y los feministas compartieron la esperanza de que la oferta de “cambio” fuera lo suficientemente abarcadora como para que sus aspiraciones formaran parte del paquete general.

Pero muy pronto los ambientalistas se dieron cuenta que el gobierno del MAS tenía una idea diferente del respeto a la “pachamama”, que había un “siempre y cuando”, una “condición”, un “interés” que estaba por encima de la madre tierra: la coca. Y el divorcio de un segmento esperanzado fue casi inmediato, sobre todo después de comprobar que el negocio de los cocales pesaba más que la preservación de las áreas protegidas o los parques nacionales.

Sucedió lo mismo con las feministas. La “revolución” no existió para ellos. Es más, un discurso salpicado de machismo y una actitud de desprecio abierto por las aspiraciones de las mujeres fue el que caracterizó siempre a los principales portavoces del gobierno, incluido y de manera vergonzosamente destacada el propio expresidente Morales.

Segmento a segmento, el desencanto sumó también a la “izquierda” que esperaba un enfoque genuinamente renovador del manejo económico. La nacionalización solo fue una reforma impositiva, las empresas petroleras gozaban de preferencias incluso mayores a las que tenían en el pasado “neoliberal” y, en general, un empresariado “depredador” había tomado la posta particularmente en el oriente. El cambio no había sido tal.

Los periodistas, que observaron con entusiasmo la emergencia de un movimiento de transformación ideológicamente afín, no tardaron en enfrentarse a un gobierno reacio a la crítica y finalmente contrario a la libertad de expresión. La presión sobre profesionales y medios fue una constante, lo que determinó incluso que el afán de control llegara al extremo de adquirir canales, radios o periódicos, además de desatar una verdadera guerra en redes sociales para que solo prevalezca una verdad.

Ahora bien, este desencanto disperso que se nutrió de vertientes diversas, fortaleció la corriente democrática que votó por el NO en el referéndum del 21 de febrero de 2016, pero no alcanzó a traducirse en la gestación de un proyecto o liderazgo político capaz de renovar o sustituir el paradigma masista.  Y en esas condiciones, nos sorprendió la elección del pasado 20 de octubre y también los comicios ya muy próximos de mayo.

No es que seamos “masoquistas”, ni mucho menos. La unidad no es una decisión simple, sobre todo porque las posiciones son diferentes. Si solo se tratara de derrotar al MAS, tal vez el proceso hubiera sido más fácil. Pero no se puede pedir a los “progresistas” respaldar visiones conservadoras, ni a los que postulan la libertad de culto como principio esencial, sostener la biblia como un escudo, ni a los ambientalistas ceder ante los que priorizan el negocio por encima del cuidado de la naturaleza.

Sin valores alternativos de consenso que reemplacen los que sostienen el paradigma masista -equidad, inclusión, cambio/revolución, solidaridad- no debería extrañarnos entonces que haya casi un 40% de la población que todavía permanezca fiel al partido de Morales y que el restante 60% no consiga cerrar filas en torno a una de las opciones contrarias.

Para quienes están decididos a respaldar al MAS en las elecciones del 3 de mayo, hablarles de los abusos, la corrupción, el autoritarismo y la intolerancia en que incurrió ese gobierno como elementos que pueden cambiar su opinión, es absolutamente inútil, porque esas son las críticas del adversario contra las que ha construido una barrera de valores compartidos que todavía nadie ha conseguido sustituir.

Ahora bien, ¿qué le queda al campo contrario al MAS? Acaso el error pasa por intentar construir la unidad en torno a visiones comunes sobre temas y objetivos que no necesariamente van a ser de consenso en la actual coyuntura. En ese sentido, el paraguas del liderazgo debería ser, más bien, lo suficientemente amplio como para acoger a todos en torno a un eje de recuperación democrática y de tolerancia, de respeto real a las diferencias en el afán de conducir la transición hacia un nuevo paradigma en los próximos cinco años.

Ni masoquistas, ni locos, los bolivianos somos parte de una transición inconclusa, entre los mitos y creencias de los 14 años pasados y la insinuación de un futuro que no termina de perfilarse.

Hernán Terrazas es periodista.