Los límites de los autócratas: no se puede arrestar a un virus

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Foto: Alexei Druzhinin / AP

Los líderes autoritarios del mundo están recurriendo a sus estrategias habituales para proyectar control. La jugada es arriesgada en una crisis tan caótica.Cuando el virus atacó, los dictadores contratacaron como mejor lo saben hacer.

Para el presidente de Egipto, Abdel Fatah al Sisi, eso significó desplegar en las calles de El Cairo a tropas especializadas en estrategias de guerra química, ataviados con trajes protectores y armados con desinfectantes, en una demostración teatral de poderío militar que fue proyectada en las redes sociales.

Vladimir Putin, presidente de Rusia, se puso el traje de plástico, color amarillo canario, para visitar a pacientes de coronavirus en un hospital de Moscú. Después, envió a Italia quince aviones militares con suministros médicos y decorados con el eslogan “De Rusia con amor”.

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, conocido por encarcelar periodistas, encerró a algunos reporteros que criticaron sus primeros esfuerzos para contrarrestar el virus; después, envió un mensaje de voz al teléfono de cada ciudadano mayor de 50 años, en el que recalcó que todo estaba bajo control.

En Turkmenistán, uno de los países más represores del mundo, donde ni una sola infección ha sido oficialmente declarada, el presidente vitalicio Gurbanguly Berdymukhamedov promovió su libro sobre plantas medicinales como una posible solución a la pandemia.

En respuesta a la pandemia de coronavirus, los autócratas del mundo recurren a sus métodos infalibles, al emplear una mezcla de propaganda, represión y ostentosas demostraciones de fuerza para proyectar un aura de control total en medio de una situación inherentemente caótica.

De manera inmediata, la crisis ofrece a los autócratas una oportunidad de burlarse de los rivales o consagrar sus ya vastos poderes con poco riesgo de censura por parte de un mundo exterior distraído, en el cual la lucha para contener la pandemia ha obligado incluso a las democracias liberales a tomar medidas estrictas, como sistemas invasivos de vigilancia a celulares.

“El coronavirus es el nuevo terrorismo”, dijo Kenneth Roth, director ejecutivo de Human Rights Watch, quien teme que una gran expansión de poderes draconianos podría convertirse en el legado duradero del virus. “Es el pretexto más reciente para las violaciones a los derechos y temo que persistirán mucho después de que la crisis termine”.

Sin embargo, el virus también genera peligros potenciales para los dictadores. Países como Rusia y Egipto están al frente de la curva del virus, lo que significa que ahí lo peor probablemente ocurrirá en algunas semanas.

Si son impactados por una crisis tan fuerte como la que arrasa a Europa y Estados Unidos, sus herramientas habituales podrían tener limitaciones.

El virus no puede ser arrestado, censurarse o prohibirse. El costo económico de una pandemia generará presión a las redes de dádivas y patrocinios que sostienen a muchas autocracias. Los líderes que se presentan como salvadores están expuestos a ser culpados si la cifra de muertos se eleva.

Aunque pocos analistas predicen disturbios inmediatos, especialmente a medida que la ansiedad pública crece, una pandemia devastadora podría sacudir la fe en esos líderes cuya autoridad radica en un sistema de creencias firmes, en un dominio indiscutible.

“Podría ocurrir cualquiera de las dos”, dijo Steven A. Cook, un asociado sénior para Medio Oriente y el norte de África en el Consejo de Relaciones Exteriores. “En algunos sitios, podrías tener que soportar una dictadura estricta y más repugnante. En otros, todo podría venirse abajo”.

En algunos países, la crisis ha dado una buena reputación a una forma de gobernar firme e invasiva. Los Emiratos Árabes Unidos, una monarquía autocrática que le debe su riqueza al petróleo, posee una de las tasas más altas en el mundo de pruebas para detectar el coronavirus. Varios países occidentales han empezado a considerar una aplicación móvil usada por Singapur para monitorear a ciudadanos infectados.

Las democracias más antiguas están analizando estrategias anteriormente reservadas para los tiranos -extensos poderes policiacos, prohibición a las reuniones públicas, elecciones suspendidas, cierre de tribunales, vigilancia invasiva y fronteras cerradas-.

En países donde hay descontento social, el virus ha debilitado el poder de la disidencia. Las revueltas populares en Líbano, Irak, Argelia y Chile se apaciguaron o se detuvieron en las semanas recientes y, dados los riesgos asociados con las reuniones públicas, es poco probable que recuperen pronto el impulso.

Mientras tanto, los autócratas se han aprovechado de la crisis para tomar medidas agresivas contra el disenso en sus países y han puesto en marcha sus estrategias favoritas. En un discurso de la semana pasada, Al Sisi tildó a quienes han criticado sus esfuerzos contra el virus de lacayos de la ilegal Hermandad Musulmana. Sus servicios de seguridad expulsaron de Egipto a un periodista de The Guardian por publicar un artículo que cuestionaba las cifras oficiales.

En Rusia, funcionarios del gobierno de Putin intentaron culpar de la crisis a las élites rusas que beben vino y están alejadas de los rusos comunes que beben vodka. “Ellos trajeron una maleta de virus desde Courchevel”, dijo Serguéi Sobianin, el alcalde de Moscú, refiriéndose a la estación de esquí francesa, popular entre los rusos adinerados.

Incluso después de que los suministros militares rusos aterrizaron en Italia, el principal propagandista del Kremlin, Dmitri Kiselyov, declaró que la Unión Europea estaba muerta.

Pero la pandemia también ha alterado los planes de esos mismos poderosos.

Putin tuvo que cancelar un referéndum que le habría permitido permanecer en el poder hasta 2036. Un envío de ayuda rusa a Estados Unidos fue menos celebrada que la de Italia porque las infecciones en Rusia comenzaron a aumentar para entonces.

El gobierno de Al Sisi anunció de manera discreta que dos de sus generales de mayor jerarquía habían fallecido por el coronavirus, lo que aumentó la especulación de que la infección se había diseminado ampliamente entre los altos mandos del ejército. La semana pasada, después de que Egipto anunció que los egipcios que regresaban al país del extranjero debían pagar su propia cuarentena en hoteles de lujo, empezaron a circular llamados en las redes sociales para que Al Sisi transformara sus lujosos recintos en centros de cuarentena.

El presidente tuvo que desandar su decisión y prometió que el gobierno pagaría la cuarentena.

Las dificultades de Al Sisi y Putin revelan un peligro que entrañan los regímenes personalistas.

En muchos de esos países, los ciudadanos ya sospechan que sus líderes ocultan la verdad sobre la verdadera expansión de la epidemia. Cuando las instituciones se debilitan, los mandatarios quedan rodeados por un círculo pequeño de asesores y aliados, quizás un buen sistema para silenciar a los opositores pero que resulta inadecuado para tomar decisiones complejas sustentadas en la ciencia.

“Los gérmenes no respetan la censura”, dijo Roth, de Human Rights Watch. “La censura podría detener las críticas a corto plazo, pero podría alimentar la crisis de salud pública”.

La posibilidad de una recesión global inducida por el virus que, según el Fondo Monetario Internacional, ya nos acecha, ha causado que algunos analistas especulen que el Medio Oriente podría experimentar una nueva ola de levantamientos similares a los de la Primavera Árabe.

Otros dicen que es poco probable, por lo menos a corto plazo. Los ciudadanos preocupados por su vida probablemente respalden medidas draconianas, incluso al precio de comprometer sus libertades.

“No veremos las repercusiones políticas hasta después de que la crisis sanitaria comience a disminuir”, dijo Michele Dunne, del Fondo Carnegie para la Paz Internacional.

En todo caso, la crisis está creando nuevos gobernantes autoritarios. La semana pasada, el Parlamento de Hungría otorgó poderes más amplios al líder populista de extrema derecha Viktor Orbán, lo que le permite gobernar por decreto indefinidamente para que pueda combatir al coronavirus.

Al igual que con líderes autoritarios ya establecidos, la preocupación es que Orbán será reacio a renunciar a sus nuevos poderes cuando la crisis haya pasado; una preocupación similar a la que se vive en Filipinas, donde el líder autoritario de derecha Rodrigo Duterte ha declarado un “estado de calamidad” por seis meses.

Aun así, en momentos en lo que todo pasa de manera tan rápida, pocas cosas son predecibles. Según Dunne, en Egipto, las protestas poco comunes contra Al Sisi en septiembre fueron detonadas por acusaciones de que su familia vivía de manera lujosa.

Cualquier percepción en los próximos meses de que Al Sisi o los militares favorecen a su círculo cercano al lidiar con el coronavirus, dijo ella, “podría tener repercusiones”.

 

 

Andrew Higgins colaboró con este reportaje desde Moscú; Carlotta Gall desde Estambul, y Patrick Kingsley desde Berlín.

Declan Walsh es el jefe de la corresponsalía de El Cairo, que cubre Egipto y el Medio Oriente. Se unió al Times en 2011 como jefe del buró de Pakistán, y antes trabajó en The Guardian. @declanwals