Cuando los gobiernos progresistas de América latina sufrieron golpes de Estado de militares apoyados por la CIA en la década de los años 70, se estaba destruyendo la institucionalidad democrática. La Operación Lava Jato se ha expandido haciendo metástasis en varios órganos de los países que son investigados. Brasil se adelanta a todos con el juicio a la corrupción de políticos y empresarios, creando una jurisprudencia aún más inmediata a nivel regional porque la misma empresa -Odebrecht- actuó en la mayoría de los países latinoamericanos. De la misma forma en que hubo dictaduras militares y un plan común de represión; Lava Jato, la matriz de pago de sobornos por obra pública, también es común en casi toda Latinoamérica.
Menos costoso sería esconder la basura bajo la alfombra, pero los países que se atreven a levantar la vara de sus instituciones construyen futuro aunque paguen su costo en el presente. Brasil, que llegó hace cuatro años a ser la sexta economía del planeta y la iniciadora del BRIC, no podía ser una potencia mundial y competir en la liga de Rusia, India y China si sus principales empresas, como Odebrecht, lograban ser multinacionales sobre la base de pagar coimas. Ese capitalismo de amigos tenía un techo. Otro punto de infl exión es que los Estados Unidos se sumó juzgando casos de corrupción cometidos fuera de sus fronteras, siempre que el dinero haya pasado por sucursales de bancos norteamericanos, como sucedió con el escándalo de la FIFA.
Un nuevo mundo está surgiendo en esta materia, al que se suma la creciente difi cultad de mantener ocultas grandes cantidades de dinero en negro. En el caso de Brasil, Odebrecht directamente triangulaba con la paraestatal Petrobras, su principal cliente, de la que recibió 2.250 millones de dólares en sobreprecios (de un total de 6.400 millones desviados por Petrobras) para repartir entre políticos. Se estima que pagó 800 millones de dólares en coimas en los cuarenta países que actúa. Junto con el descreimiento de los políticos en la región (Latinobarómetro registra la menor confianza en la democracia de las últimas décadas), especialmente potenciado por la idea de que todos son corruptos, también comienza a surgir una esperanza, de que gracias a la cooperación internacional de la Justicia de distintos países, interconectada cada vez más, se esté creando una red de control supranacional que permitirá erradicar la corrupción sistémica.