¿Por qué se ha convertido internet en un sitio tan aburrido?

Karelia Vázquez | El País
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internet aburrido

Ya no es ventana al mundo, ni fuente inagotable de información, ni siquiera un lugar en el que pasar el tiempo descubriendo algo curioso o interesante. Internet es cada vez más soporífero, uniforme y poco fiable.

Todo se parece demasiado y apenas hay experiencias frescas. Se acabó el descubrimiento y la conexión azarosa con extraños (que no es lo mismo que hablar con un bot). Todo se repite en un bucle infinito por obra y gracia de algoritmos enloquecidos que presionan para que adoptemos idénticos formatos —primero selfis, ahora reels, luego ya se verá— y hablemos (si nos peleamos, mucho mejor) de los mismos temas. El precio de resistirse es la irrelevancia. ¿No siente con demasiada frecuencia que se le han escapado dos horas en internet sin saber muy bien a qué las ha dedicado? Aza Raskin creó en 2006 el scroll infinito; en 2018 reconoció estar arrepentido en una entrevista a la BBC: “Es una dinámica muy adictiva que impide al usuario procesar la información que lee”.

Estamos más solos que nunca. ¿Dónde están los amigos? ¿Por qué nadie me habla? En 2010 las redes sociales apuntalaron la vida social, abrieron la puerta a nuevos amigos y nos reconectaron con otros que dábamos por perdidos. Fue la edad de oro de la web 2.0. Ahora Facebook es un erial; Instagram, una finca de narcisistas, y TikTok dispara los contenidos a tal velocidad que apenas permite la interacción humana. La videoensayista Eleanor Stern (100.000 seguidores en TikTok) cree que el problema es que las redes sociales son mucho más jerárquicas ahora: por un lado, está la audiencia; por otro, los creadores. Y son dos mundos que no se mezclan.

Tampoco nos fiamos de las respuestas de Google. No hay que fiarse demasiado de la primera página de Google. Lo que está bien posicionado no suele ser trigo limpio. Si hoy preguntas a Google cómo quitar una mancha de vino de la alfombra, por obra y gracia del SEO, el buscador vomitará respuestas vagas que no provienen necesariamente de una experiencia personal sino de las reglas de optimización de contenidos, probablemente serán copias de otros posts que también encontrará en esas primeras entradas. Ya no hay respuestas útiles si alguien no las ha monetizado. Y si las ha monetizado, probablemente le quieran vender un producto antimanchas. Empiece a fiarse a partir de la tercera página o, mejor, pregúntele a su madre, a un amigo o lleve la alfombra al tinte.

Hay mucha presión (nos hemos puesto demasiado serios). Cada vez hay que pensar y trabajar más antes de publicar. Es la muerte del disparate y la espontaneidad que tanto nos han hecho reír en internet. “Instagram inició la era de la autocomercialización online con los selfis, pero luego TikTok y Twitch lo aceleraron. Hoy los selfis ya no son suficiente, las plataformas quieren vídeos de tu vida: tu cuerpo, tus palabras, tus manías, y si todo es en tiempo real, mucho mejor. Nos vemos forzados a emular el rol de influencer”, escribe en The New Yorker el periodista Kyle Chayka, también autor del libro Desear menos (Gatopardo). Pero los estándares son muy altos y hay demasiada competencia. Ante tanta presión, buena parte de la audiencia se ha replegado, no se arriesga a publicar y prefiere adoptar un rol pasivo. Ergo, publican los mismos y siempre lo mismo.

Empieza a ser difícil distinguir la mentira de la verdad. La proliferación de contenido barato generado por inteligencia artificial nos ha acabado de meter la duda en el cuerpo. Los deepfakes nos han hecho creer que se han dicho cosas que nunca se dijeron y las imágenes están generadas por IA: pensar que Donald Trump había sido detenido frente al Capitolio de Washington. Cada vez hay que afinar más la vista y el oído.

Todo es endogámico y autorreferencial. Es poco probable que descubramos una web nueva, una newsletter original o un autor interesante si nos dejamos llevar por el algoritmo y no recuperamos el control y decidimos ir solo a los lugares que realmente nos interesan en internet. Uno de los grandes valores de la primera generación de blogs era que enlazaban a otros universos y abrían puertas desconocidas. Nadie se empeñaba en que el usuario se quedara chapoteando en la misma salsa. Pero es cosa del pasado. Las grandes compañías tecnológicas no tienen ningún interés en llevarlo a otro sitio que no sea el suyo, enlazarán a sus propios contenidos, y lo tendrán dando vueltas como un zombi entre sus cuatro paredes. La muestra más reciente la ha dado Elon Musk en X (antigua Twitter) al ocultar enlaces y titulares de los medios de comunicación.

Lo bueno empieza a ser escaso y caro (o al menos de pago). Dos señales empiezan a ser inequívocas para distinguir el grano de la paja en internet: la suscripción y la escasez. Cualquier prescriptor serio, buen conocedor de su valor, ya no regala su patrimonio ni lo negocia por visibilidad, en su lugar crea una newsletter, cobra por los contenidos y espera a que lo vayan a buscar. Es el lujo silencioso. Entrar hoy en internet también es chocar literalmente contra el muro de pago de las grandes cabeceras, que solo se abren ante guerras y catástrofes. El mundo se dividirá entre quienes deciden (y pagan) y los que se dejan llevar (gratis) por el algoritmo.

Nos han convertido en máquinas de contenido (y, por favor, ¿quién quiere ser eso?). Da igual lo que usted haga: poesía, películas, recetas de cocina, fotos de sus gatos, selfis, memes o comentarios insustanciales, todo es contenido. ¿Y qué es contenido? Según Kate Eichhorn, historiadora de los nuevos medios y profesora en The New School, es “material digital creado con el único propósito de circular”. En su reciente libro Content (MIT Press, 2022), Eichhorn señala que el contenido es insulso por diseño porque así tiene que ser para viajar ligero por los espacios digitales. “Su misión es integrar un único e indistinguible flujo”. Intelecto, tiempo y vanidad diluidos en una corriente insípida de material digital destinada a circular hasta su agotamiento. Y todavía nos preguntamos por qué nos aburrimos en internet.