Cumpleaños argentino

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Foto: Antonio Lacerda-EPA, vía Shutterstock

Ahora Bolsonaro y su nuevo país reabren un ciclo que se cerraba 35 años atrás: la discriminación, la mano dura, los discursos guerreros reemplazan otra vez a la solidaridad, la apertura, la búsqueda

Es uno de esos días que tantos recordamos: “¿Y dónde estabas cuando…”. Fue uno de los días más raros de una historia hecha de días muy raros. Había elecciones: tras ocho años sin ellas, tras bruta dictadura, tras miles y miles de asesinatos de Estado, tras tanta oscuridad, tanto deseo, había elecciones. Eran los primeros militares del sur que se tenían que ir, un cambio de rumbo que se antojaba histórico. Ese 30 de octubre, hace hoy 35 años, había elecciones, había alegría, había expectativas y, como siempre, iba a ganar el peronismo. Al caer la tarde asomaron los rumores: que en una mesa de Rosario los radicales los pasaban, que en un distrito de Salta, que en tres escuelas de Palermo. No te creas, es un error, son unos pocos votos, van a ganar los peronistas como siempre. Y sin embargo no, y sin embargo todos lo seguían esperando.

Recién hacia las diez, más personas empezaron a creerlo: las calles pasaron de la perplejidad al júbilo de algunos, la desazón de otros. A medianoche lo imposible estaba consumado: por primera vez en su historia, el peronismo perdía unas elecciones presidenciales. Se las ganaba, con casi 8 de los 15 millones de votos emitidos, un abogado de un pueblo pampeano que pocos se habían tomado en serio. Raúl Alfonsín, un señor sin un gramo de glamur publicitario, vestido de su padre, la verba de otros tiempos, había hecho campaña con un mantra: que con la democracia se come, con la democracia se cura, con la democracia se educa, recitaba, y muchos le creyeron, lo creyeron. La democracia era la solución y la esperanza.

Después, su intento chocaría contra poderes brutos: el militar -cuyos jefes hizo juzgar y encarcelar con valentía inigualada-, el sindical -cuyos jefes le hicieron docenas de huelgas para defender sus privilegios-, el eclesiástico -cuyos jefes lo odiaron por promulgar por fin una ley de divorcio-, el económico, cuyos jefes terminarían por voltearlo. Y, en los peores momentos, cuando millones quisieron acompañar en la calle sus intentos, su tradición politiquera le ganó y los mandó a sus casas. Desde entonces pasaron tantas cosas. Los muy diversos peronismos -neoliberales, populistas- gobernaron 25 de estos 35 años; variantes -vacilantes- del viejo tronco radical se llevaron los otros 10. Con discursos distintos sus resultados fueron semejantes.

En el periodo más negativo de su historia, Argentina se latinoamericanizó: se hizo más parecida, en sus diferencias, en su desigualdad, en su exclusión, a sus vecinos. Ahora tiene cinco veces más pobres que entonces, la educación y la salud pública se hundieron, las crisis se volvieron norma. Hubo inflaciones brutales, reemplazos de moneda, un default, más dudas, más quebrantos y, sobre todo, la pérdida de aquella convicción que la había guiado desde siempre: que Argentina era el país del futuro. (“Sí, Argentina es el país del mañana”, dijo Clemenceau; “el problema es que va a seguir siéndolo siempre”). Que todo eso sucediera a lo largo de la más larga sucesión de gobiernos democráticos de su historia fue un dato brutal: la democracia dejó de parecer la solución de nada.

Al contrario: en estos años los poderes de siempre consiguieron el control sin necesidad de militares, pudieron empobrecer y desemplear y excluir, con eslóganes y votos. Tras 35 años, aprendimos que la democracia no alcanza para evitar que se robe, se mate, se margine, se deje sin educar y sin curar y sin comer a tanta gente. Quizá la causa del deterioro argentino no sea el sistema democrático pero allí estaba, permitió, sufre las consecuencias. Una encuesta reciente muestra que tres de cada cuatro argentinos no están conformes con su democracia. La consideran, en general, el refugio de unos ineptos sospechosos que solo piensan en su propio provecho -los políticos- y el caldo de cultivo para dos tipos de delitos: los cometidos por los más marginales -robos, asesinatos, tráficos variados- y por los más centrales. Corrupción del Estado y las grandes empresas.

Son las mismas ideas, las mismas cifras que aparecen en todo el continente: según los países, entre un 50% y un 75% de los latinoamericanos no está conforme con este sistema. Pero la mayoría no tiene ninguno que oponerle, siguen al pie de la letra el chascarrillo de Churchill: que la democracia es el peor sistema si se exceptúan todos los demás. Querrían otro, pero no saben cuál. La democracia no se ve en condiciones de dar respuestas a los males que ella misma parece haber creado, los políticos no encuentran argumentos, las ideas nuevas no aparecen.

Así, rebrotan los fantasmas. Se dedican a resucitar un pasado mítico -la ley, el orden, el respeto- que nunca fue lo que proclaman. Por momentos resulta aterrador. Ahora Bolsonaro y su nuevo país reabren ese ciclo que se cerraba 35 años atrás: la discriminación, la mano dura, los discursos guerreros reemplazan otra vez a la solidaridad, la apertura, la búsqueda. Orden más que justicia, seguridad más que esperanza. Democracia era la forma de llamar a esa esperanza; ahora ya no. Ahora, en nuestros países, no tiene nombre y está buscando uno. Igual, digamos, que hace 40 años.