El drama de la corrupción judicial en Bolivia

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La situación de la justicia en Bolivia ha sobrepasado a las autoridades. El Gobierno procuró resolver el problema eligiendo a la cabeza del poder judicial por voto popular en 2011, pero esta medida no mejoró, sino que empeoró la administración del servicio, porque “fragmentó las distintas instituciones en pequeños feudos”, según Gonzalo Mendieta, un conocido abogado local. Hoy, el Ejecutivo que preside Evo Morales prepara una “contrarreforma” para devolver la responsabilidad de la formación del poder judicial a la Asamblea Legislativa, asesorada por expertos.

La corrupción se debe, por un lado, a los bajos salarios: un fiscal recibe en el mejor de los casos 1.700 dólares y un juez, 2.000 dólares al mes. Y se debe, por el otro lado, a la enorme carga de trabajo: un juez atiende alrededor de 500 casos, lo que hace físicamente imposible que los estudie a fondo. “Es una contradicción insalvable: un procedimiento individual se debe aplicar en proporciones industriales, por lo que solo obtienen justicia los más fuertes”, asegura Mendieta. En su opinión, aumentar el aparato judicial al tamaño que realmente requiere se encuentra más allá de las posibilidades financieras y humanas del país.

Para paliar la crisis de la justicia boliviana, el fiscal general, Ramiro Guerrero, cambió a decenas de fiscales cuestionados de La Paz. El pasado 8 de abril, durante la toma de posesión de sus reemplazantes comunicó que estos no habían “pagado ni un centavo” para obtener sus cargos y les exigió que tampoco cobraran nada al público. Sus palabras mostraron hasta qué punto los tribunales paceños se habían transformado en centros de extorsión de los acusados e, incluso, de las víctimas de crímenes, quienes organizaron una asociación y se manifiestan periódicamente en contra de estos abusos.

Guerrero también formó una comisión de fiscales para investigar a su excolega Humberto Quispe, que desde 2011 ha cosechado procesos por robo de títulos de propiedad, sobornos, abuso de autoridad, apropiación de metales preciosos y dinero, suministrados como pruebas, entre otros delitos. Por ello, hoy su nombre es uno de los símbolos de la crisis y los manifestantes enseñan en sus protestas pancartas con su rostro tras las rejas. Quispe se declara inocente de todas las acusaciones.

La extorsión de los litigantes no es una novedad. Un antiguo refrán dice “Dios te libre de caer en manos de la justicia boliviana”. Los juristas consultados por este diario señalaron que el problema se ha agravado en el último tiempo. El caso reciente más importante fue la detención, en 2012, de una red de fiscales y funcionarios gubernamentales que habían extorsionado al empresario estadounidense Jacob Ostreicher, acusado de lavar dinero con una inversión agrícola realizada en Santa Cruz en sociedad con la novia de un narcotraficante. La red fue descubierta gracias a las denuncias de la comunidad judía de Nueva York a la que el acusado pertenece y las gestiones del actor Sean Penn a favor de su compatriota, que convencieron al Gobierno de investigar a los investigadores de Ostreicher. Una vez que los miembros de la red fueron detenidos, se supo que habían pedido dinero a otros litigantes, a los que les ofrecían rebajar la gravedad de las acusaciones, facilitar su liberación condicional y otras ventajas semejantes a cambio de fuertes sumas de dinero.

Lupe Andrade, periodista y exalcaldesa de La Paz que enfrentó durante más de una década un juicio del que finalmente fue sobreseída, afirma que recibió muchos pedidos de soborno por parte de fiscales y jueces, disimulados de distintas formas. La más curiosa fue la solicitud de un “préstamo de honor” de 20.000 dólares para que un fiscal asistiera a “un concurso de mariachis en México”.

En general, en los tribunales los papeles suelen entregarse en las ventanillas con billetes escondidos entre ellos y hasta las salteñas (o empanadas de caldo, tradicional tentempié paceño) que se venden allí llevan el sobrenombre de “aceleradores”, porque invitar con ellas a los funcionarios sirve para apresurar los trámites. Cuando estuvo en la cárcel, Andrade encontró que la mayor parte de las presas eran culpables, pero casi todas pensaban que se hallaban encerradas por no haber tenido suficiente dinero para evitarlo o para disminuir su condena.