Diego Ayo sostiene que la discrecionalidad no empieza ni acaba con Zapata, sino con la forma en que se eligen a las empresas para grandes contratos.
Lo de Gabriela Zapata no puede ser la excepción. ¿Por qué me atrevo a afirmar esto? Por la sencilla razón de que las condiciones están servidas para que campee la arbitrariedad. Algunos rasgos lo confirman.
El primero -y este es el rasgo posiblemente más importante- tiene que ver con un asunto crucial en el manejo de los recursos públicos bolivianos: la competencia. ¿La plata de los bolivianos es asignada a las mejores empresas? La respuesta es que seguramente no. Los datos lo confirman. El 2004, el 76,3% de la plata de los bolivianos fue asignada a través de la modalidad de licitación. Eso significa que se presentaron muchas empresas y se asignó el contrato a la mejor. Ese porcentaje es verdaderamente alto y pone de relieve que tres de cada cuatro pesos de los bolivianos fueron lanzados a concurso exigiendo que se presenten muchas empresas y, valga la aclaración, no se le ofrezca el contrato a la que decida el gobierno.
Lo llamativo del caso es que ya en 2010 sólo el 41,6% de los recursos de los bolivianos fueron asignados a través de licitaciones. Eso quiere decir que aproximadamente el monto restante de casi 60% fue asignado con invitación directa, es decir, a la empresa que decida el gobierno sin que haya competencia entre ellas. No hay explicaciones claras de por qué no se hizo una convocatoria pública para que compitan otras empresas y, así, los bolivianos tengamos el chance de contar con la mejor y no con la que ha decidido el gobierno unilateralmente.
Lo grave es que la cosa se agravó con el pasar de los años revolucionarios: ya el 2013 sólo el 8,2% de los recursos públicos fueron licitados. Lo que implica que más del 90% -nueve de cada 10 pesos- fue asignado sin competencia. Fue asignado a quien el gobierno vio por conveniente. Y vaya sorpresa, ya en 2014 el escuálido porcentaje del 1,3% de los recursos públicos fue asignado a través de licitaciones, lo que quiere decir que casi toda la plata de los bolivianos fue transferida a empresas decididas por el gobierno sin el menor concurso.
Todos los recursos de los bolivianos, con excepción de ese miserable 1,3%, fue asignado no necesariamente a las mejores empresas, sino a las empresas que eligió el gobierno.
Si ponemos estos porcentajes en montos, se constata que en 2004 sólo 600 mil bolivianos fueron asignados vía contratación directa. Este monto ascendió en 2014 a 19.603 millones de bolivianos. Es decir, 31 veces más en invitaciones directas en el lapso de una década: 3.100% de incremento del monto en juego. En teoría política este tipo de situación se conoce como una invitación abierta al asentamiento de un capitalismo de camarilla (que no es otra cosa que un capitalismo de amigotes).
Dos, es crucial notar que la plata que maneja el gobierno en contrataciones de bienes y servicios (esto va desde la compra de papel para las oficinas gubernamentales hasta automóviles para el presidente) también ascendió.
Téngase en cuenta que en la cuenta de “bienes y servicios”, el año 2005 se gastó el 3,1% del PIB y el año 2014 el 16% del PIB. Un incremento en cinco veces de la plata que maneja el gobierno en esta cuenta. ¿Qué significa eso en montos? Qué el 2005 se gastó en esta cuenta 2.394 millones de bolivianos y el 2013 esta cifra ascendió a aproximadamente 28.000 millones de bolivianos. Más de 1.000% de incremento en la compra de bienes y servicios.
Asimismo, se puede ver que aproximadamente 4.500 millones de bolivianos son distribuidos anualmente a través de los bonos. Esto indudablemente es positivo. Sin embargo, se gasta 10.871 millones en la cuenta de “bienes y servicios” (descontando a los 28.000 millones mencionados antes, el pago del “mayoreo”, que incluye el pago al subsidio del diésel). Es decir, se da más de esta forma poco transparente (más del doble) que en los bonos para reducir la pobreza.
Tres, la inversión pública de la década ha sido de 27.000 millones de dólares, de los que 9.000 millones han ido a proyectos productivos y 18.000 millones a proyectos presidenciales (que van desde el teleférico hasta la infinita cantidad de estadios). Vale decir, el uso de la plata se ha “presidencializado”, priorizando los gastos que potencien su imagen personal por encima de las necesidades estratégicas. Y cuatro, la centralización de los recursos caracteriza a esta gestión. Antes de la Participación Popular el 85% de la plata se manejaba desde la plaza Murillo, luego de su implementación el porcentaje bajó al 45% y hoy con Evo Morales volvío a centralizarse hasta casi dos tercios de la plata pública (66%). La plata se vuelve a manejar desde la plaza Murillo.
En suma, lo que vemos es que hay más plata que maneja el gobierno central, a causa de una mayor centralización de los recursos, una mayor “presidencialización” de los mismos y una mayor cantidad destinada a contratar empresas que brinden servicios al gobierno. A todo ello se añade nuestro primer componente: mayor discrecionalidad para usar estos recursos. ¿Cuál puede ser el resultado? Menos transparencia. Conviene recordar sólo para refrescar el caso Toyota. Esta empresa provee el 62% de los autos de las dependencias públicas del Estado. En un 80% Toyota ganó sus contratos vía invitación directa. Con ese “modelo” logró incrementar sus ganancias de 55 millones de dólares en 2008 a 150 millones de dólares en 2013.
Si a todo esto le añadimos que el Poder Judicial está quebrado, el Contralor es del MAS, la Asamblea Legislativa no fiscaliza nada, los fiscales están amedrentados y algunos interventores son designados por quienes son precisamente los sospechosos que deberían investigar, es obvio que no hay capacidad de supervisar el manejo de los recursos públicos. El cuadro final es tétrico: más plata, menos control y más “flexibilidad” para usarlo. ¿Qué puede dar como resultado esta fórmula amigo lector? Dígalo usted. Yo por mi parte creo que lo de la señora Gabriela no es la excepción.