Los Estados Unidos está atravesando un periodo caótico. La polarización según varios académicos podría derivar en extremos de violencia de la que sería injusto responsabilizar a Donald Trump.
La prensa internacional, occidental, claro, se pregunta si el FBI podría destituir a un presidente en ejercicio o si podría en otro ámbito evitar que un expresidente sea candidato. Se refieren, los mass media, a la locura que está preparando el Buró Federal de Investigaciones (FBI) justamente en ese camino para evitar que Trump vuelva a la Casa Blanca. No estoy seguro si los tiempos son correctos. Las elecciones en EEUU son el 2024 y los procedimientos para abrir acusación pasan por varios filtros en la justicia, lo que probablemente no alcance para que las investigaciones del FBI eviten la nominación del jopo dorado a la presidencia.
Lo último que informa la mass media es que Trump no solo se llevó 15 cajas con material radioactivo –muchos secretos de la defensa nuclear- sino que, además, entre los documentos hay información clasificada del poder de destrucción de un país extranjero. No se dice cual. Trump, entretanto, sigue haciendo guiños por donde va desprestigiando a la actual administración. Impulsa nuevamente su proyecto, hacer EEUU grande otra vez, que acompaña sus movimientos articulados por cientos de apoyadores. Él se cuida de hacer anuncios directos de sus intenciones, pero está claro que quiere una segunda oportunidad para arreglar un país que para varios académicos se encamina hacía un conflicto fratricida.
El miedo a una guerra civil ha encendido el debate. Aquí, allá quiero decir, la discusión apunta nuevamente a Trump, o sea, la teoría viene del ataque al Capitolio instigado por el republicano, un evidente clima de fractura política.
Bárbara Walker, una profesora de ciencia política de la Universidad de California oída por los mismos mass media –los occidentales- dice que pasó estudiando años conflictos que estallaron en lugares como Yugoslavia, Siria o Irak y que el clima del país es similar al de aquellos. La revelación de la profesora es preocupante. Pero lo que la cientista política no dice es que esos conflictos fueron alentados por los Estados Unidos. Quizá, leo, que la profesora se refiere a Trump como el demonio que encamina el país a un conflicto armado en el que republicanos y demócratas han comenzado a organizarse a los dos lados de líneas rojas basadas en “la raza, la religión y la identidad”. Tres factores que, precisamente, derivaron en los conflictos fratricidas de esos países.
Walker hostiga a Trump apuntándolo como el gran enemigo de una convivencia civilizada, es decir, lo apunta sin decir su nombre como el gran articulador de grupos extremistas violentos que “son más robustos que nunca”. Es probable que la profesora esté en la razón. Pero hay un detalle que no puede pasar por alto. En la última década o incluso antes, la desigualdad ha crecido. Los grandes billonarios de la tecnología arrastran con cara de buenos hombres un despotismo exagerado a todo lo que significa género humano. Esa es una trágica consecuencia que abarca otros núcleos de la radicalización del conflicto. Un fenómeno que no entra en la línea de discusión de Siria, mucho menos de Irak.
Por lo tanto, abordar el tema requiere elementos de equilibrio para ver la jugada desde un campo más amplio. Sería injustos echarle toda la culpa a Trump. Habría que recordar una frase que el entonces presidente pronunció en 2017: “No he venido a dividir el país, ya estaba profundamente partido cuando llegue”.
El último despacho sobre el grado de violencia que viven los norteamericanos llegó hace poco de Kentucky. Allí un tipo llamado Wesley Morgan, que hizo su dinero con un imperio de licorerías, recibió en su mansión la visita de un asesino perturbado que mató a una de sus hijas. No le valió de nada haberse construido un bunker para “protegerse en caso de una guerra civil”. Se lo mandó a hacer durante la presidencia de Obama, un tiempo en el que se convenció de que la sociedad estaba “al borde del colapso”.