La danesa de los Andes

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restaurante Gustu, La Paz, Gastronomía

Existen unas larvas en la selva boliviana que muchos consideran un manjar. Cuando una palmera cae, empieza el festín de los tuyu-tuyu, que se alimentan de los cocoteros. Justo ese es el momento perfecto para cazarlos. “Te adentras en la selva, escuchas atentamente y si percibes movimiento dentro del árbol caído, lo abres con un machete y, con cuidado, recolectas los gusanos del coleóptero”, cuenta la chef danesa Kamilla Seidler, formada en Mugaritz, durante nuestro encuentro en Madrid, donde participaba como cocinera invitada en la última edición del encuentro de alta cocina Madrid Fusión.

Hace algo más de un año, Seidler llegó a Bolivia con un encargo: montar un espacio gastronómico genuino. Para ello contaba con la ayuda de su segundo en los fogones, Michelangelo Cestari (30 años), y el apoyo y la financiación de Claus Meyer, uno de sus jefes en el restaurante Noma, considerado durante varios años el mejor del mundo. “La única premisa que teníamos era la de entender el lugar al que íbamos; comprender la tierra”, dice Cestari. Lo aplican a rajatabla: “Los europeos no disfrutan con las larvas, pero aquí forman parte de la costumbre y teníamos que probar con ellas”. Ya hay gente que dice que el nuevo mejor restaurante del mundo está a casi 4.000 metros de altura.

Al soroche nunca te acostumbras. “Cuando aterrizas, es inevitable pasarte unos días con vahídos”, cuentan los cocineros. Los mareos son únicamente una parte de su aventura andina, porque en este restaurante no solo se come. “Sin sonar pretenciosos, queríamos hacer algo más significativo”, comenta Seidler, nacida hace 30 años en Dinamarca. “Trabajar con chicos que no tenían la oportunidad de dedicarse a la alta cocina”, añade con un castellano plagado de matices andinos. Así, el barrio de Calacoto, en la zona sur de la capital oficiosa de Bolivia (Sucre es la oficial), se convirtió en su centro de operaciones; algunos de los hijos de sus vecinos, en sus pinches. “El concepto inicial de la parte de la escuela nos pareció complejo; concretamente, la idea de llevar a jóvenes de la calle a la cocina”, reconoce Cestari. Su aula gastronómica está formada por 26 chicos y chicas. Uno de ellos, el repostero, era un joven de trato difícil educado en un orfanato. “Ahora trabaja el pan de manera impresionante y es un referente de ese capital humano que nos ha impulsado tanto. Nunca pensamos que podríamos avanzar tan rápido”, dice la chef.

Dos muchachas menudas y morenas son las jefas de cocina de Gustu. En una especie de alegato contra el machismo endémico del país, ellas dirigen la cuadrilla. “Cuando miran a Kamilla, les brillan los ojos”, apunta Cestari. Han tomado su figura como un símbolo muy fuerte, un referente femenino. “Soy estricta y terca en la cocina”, cuenta ella. “Me gusta mostrar que como mujer está bien responder y está bien tener la razón. Así, ellas van levantando un poco más la cabeza”. Igual que manda, cada noche Seidler limpia sus ollas de arriba abajo. Eso tampoco cuadraba en el imaginario local. “Al principio nos veían como jefes absolutos. En una sociedad clasista no entendían que Kamilla limpiase ella misma. Al verla dándole al estropajo, se quedaron muy impactados”, recuerda Cestari los primeros días del restaurante, que se inauguró el 4 de abril de 2013. Aunque costó hacer comprender sus inquietudes, al final el concepto cuajó. “No nos interesaba establecer una jerarquía piramidal como tal. Preferimos el equipo: pedimos el máximo y trabajamos juntos para llegar a ese nivel”, añade.

“Como sudamericano [Cestari nació en Venezuela, aunque su familia es de origen italiano], no me había planteado volver a Latinoamérica. Me daba vértigo”, dice sin pudor. El reto de posicionar Bolivia como un destino gastronómico de primer nivel pudo con ese resquemor. Kamilla ayudó. Cestari y Seidler se conocieron en 2005 con Andoni Luis Aduriz. Ambos pertenecen a la escuela de Mugaritz, el local del inquieto y profundo chef vasco. Viven la gastronomía a flor de piel. En el caso de Cestari, literalmente: su torso y espalda están repletos de tatuajes que hacen alusión a las verduras, las partes del cerdo y dos recetas. “Esta es de Kamilla: macarrones de chocolate”, indica señalándose las costillas. “El restaurante es la punta del iceberg de una serie de proyectos que intentan generar todo un modelo comprometido con la sociedad”, resumen. Lo denominan Melting Pot Bolivia: un movimiento culinario basado en la tradición y los ingredientes propios mezclado con el savoir-faire nórdico.

Claus Meyer también es clave en esta cocina. Además de su fama como cocinero y empresario, este proyecto es una apuesta personal en la que ha invertido cerca de un millón de euros. Junto a Seidler y Cestari, envió a Bolivia a un barista especializado en café, un agrónomo y un sumiller. “Cuando un grupo de desconocidos plantea algo diferente, el boliviano considera que te vas a aprovechar, ganar tu platita y largarte”, explica Cestari. Ni siquiera cuando comenzaron a reivindicar la tradición, a apoyar a los trabajadores locales y a cocinar con producto 100% boliviano, como la carne de llama o las larvas de coleópteros, confiaron del todo. “Hemos necesitado tiempo para que la gente del barrio entrase al restaurante”. No tiene nada que ver con el precio: además del menú degustación (en torno a 100 euros), hay platos económicos (por unos ocho euros se puede comer). Al final lo han conseguido: empieza a haber más bolivianos.

Una tarde, a la hora de comer, un gringo entró en el salón del restaurante. Se sentó y sacó un papel arrugado de su chaqueta. “He venido a comer en el que dicen que será el mejor restaurante del mundo. Demostrádmelo”, vociferó en inglés mientras mostraba un artículo recortado de la reconocida revista Food and Wine. “Nos ha sorprendido mucho la acogida. Algunas personas se acercan a saludarnos, y otros, los más fanáticos de la gastronomía, vienen, almuerzan, cenan, almuerzan, cenan y se van. Y así se pasan dos días seguidos en La Paz. Eso lo puedes esperar después de llevar abierto 10 años; ¡nosotros no llevamos ni uno!”, se sorprende Seidler abriendo mucho sus ojos verdosos.

Miles de papas diferentes, ajís, chancaca o cui son algunos de los ingredientes de la despensa boliviana. “La oportunidad de la cocina de Gustu nos la ha dado la cercanía. Nos hemos tenido que sentar con la gente, conocer su historia y recomenzar de nuevo con nuestra técnica”, resume Seidler, que reconoce estar entusiasmada con ese reto. ¿Y los gusanos? “No es por parecer excéntricos, pero si algo se come, se come. En Bolivia los fríen. Parecen una crema de mantequilla con un toque de coco. Queremos usarlos para un postre. Seguimos probando”, dice. Tratan de no darle excesiva importancia al hecho de estar en los fogones de un local que puede convertirse en una referencia culinaria. Ya pasaron por Noma. “Creemos que podemos cambiar el mundo a través de la comida”.

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