Ciberfiscalizar la naturaleza

Montero Glez | El Hacha de piedra - El País
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El programa espacial coincidió en el tiempo con la era de la televisión. Cuando la pantalla llegó a los hogares, el hombre llegó a la Luna y las primeras imágenes fueron noticia televisada. Con ello, el escapismo se puso en marcha con ayuda de la tecnología.

A partir de entonces, a partir de aquel momento, la evasión se realizará a través de una pantalla. La posibilidad de habitar otros mundos, sin salirnos de este, va a transformarnos hasta llegar a lo que somos, un híbrido entre el ser humano y el ser virtual con ayuda de infinitos artilugios tecnológicos.

A través de los años, los ordenadores construidos durante la Segunda Guerra Mundial como parte de programas militares, se han ido haciendo más pequeños hasta quedar convertidos en aparatos de uso doméstico. Los PC entrarían en nuestra vida antes de finalizar el siglo pasado. Hoy en día, la nanotecnología ha conseguido dispositivos que caben en el bolsillo, cacharritos a los que nos pasamos conectados la mayor parte de nuestro tiempo. Al igual que no podemos vivir sin luz eléctrica, se hace imposible pensar que podamos vivir sin estar conectados al cacharrito, ya sea para leer noticias, para ver vídeos, o para comunicarnos en las redes sociales. Son lo más parecido a una prótesis necesaria que está en continua evolución y que, según el filósofo Jeremy Naydler, nos borra el espíritu, convirtiéndonos en el modelo mecanicista que un día pensó Descartes cuando le dio por comparar el cuerpo del ser humano con una máquina.

En el último libro de Jeremy Naydler, publicado por Atalanta y que se titula La lucha por el futuro humano, el filósofo inglés se adentra en el estudio de la consciencia y en cómo esta nos está siendo arrebatada por la tecnología, o mejor aún, por el mal uso que venimos dando a la tecnología. Nuestros hábitos se están viendo transformados por los cacharritos, de la misma manera que la luz eléctrica transformó en su día los hábitos de la población, alargando el día de manera artificial y, con ello, el tiempo de trabajo.

La fragmentación psíquica que supone dejarse invadir por cualquier persona que quiera ponerse en contacto con nosotros cuando, por ejemplo, estamos conversando con otra persona, supone que ningún lugar es seguro para practicar la comunicación cara a cara. Aunque siempre tenemos la opción de apagar nuestros dispositivos, lo de estar en cobertura, es decir, estar accesible, es una nueva norma social. Si estás en el mundo has de estar conectado. De lo contrario, te quedas fuera.

La tarea de escuchar la naturaleza al estilo puro de Goethe, atendiendo al secreto de sus procesos, queda relegada por la inteligencia artificial, olvidando nuestra verdadera relación con un entorno que, día a día, se va resintiendo debido al maltrato que le estamos dando. La naturaleza cada vez se vuelve más vulnerable debido al dominio de la tecnología que rediseña el mundo para convertirlo en un mundo distópico.

Las abejas robot, por control remoto, o los organoides tridimensionales del minicerebro, derivados de células madre humanas que pueden madurar de una forma parecida a la del cerebro humano, son avances de la ciencia que sirven para mantener el equilibrio ecológico, para completar el proceso de polinización en el caso de las abejas robot, o para estudiar nuevas formas de curación a partir de las células madre. Tales asuntos nos llenan de esperanza y nos servirían de consuelo si no fuera por el alto riesgo de destrozo colectivo que conllevan.

Espanta pensar que, de seguir así, algún día, el ser humano sea igual al sujeto pensado por Descartes, y las emociones tan solo serán una forma de computación de nuestras prótesis tecnológicas. Por eso, el libro de Jeremy Naydler es vital para entender que, si dejamos de relacionarnos con nuestro entorno de manera directa y lo hacemos a través de la tecnología, vamos camino de la muerte. De la nuestra y de la de nuestro planeta. Es para pensárselo.