… pero hablemos de Elon Musk

Escrito por Emilio de Gorgot | Jot Down
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Elon musk
Foto: Christian Marquardt | Getty

A mediados de marzo de 2020, cuando estalló la epidemia mundial de la covid-19, Elon Musk hizo una predicción propia del dios de las predicciones que ve cuando se mira al espejo. Dijo que tranquilos todos, que en el siguiente mes de abril habría «cerca de cero casos» en los Estados Unidos. No hizo falta esperar mucho para comprobar que no estaba en lo cierto: tan pronto como el 6 de abril, los casos confirmados en el país eran ya trescientos mil, con diez mil fallecimientos registrados.

Cualquiera puede equivocarse, yo el primero, así que no culpo a Musk por no haber atinado (aunque bien podría haberse callado en un asunto sanitario del que no tiene idea). Rectificó a mediados de abril abandonando la tesis de que el coronavirus estaba en remisión. De hecho, anunció la donación de mil respiradores artificiales a hospitales californianos, «basándonos en las peticiones directas de sus departamentos de cuidados intensivos, con especificaciones de cada unidad proporcionadas antes del envío». Frase que sonaba muy bien, como suelen sonar sus anuncios. El gesto magnánimo fue aplaudido por el gobernador de California, Gavin Newsom, y por una prensa largamente acostumbrada a glosar con acrítico entusiasmo las hazañas de Musk.

Finalizando la segunda semana de abril, mientras Musk añadía que SpaceX estaba trabajando en diseñar sus propios respiradores, un representante del gobernador dijo en la CNN que los respiradores donados no habían llegado a su destino. Elon Musk, indignado, recordó que había publicado una lista de los hospitales concretos a los que se destinaban los aparatos, y apeló directamente al gobernador Newsom pidiéndole que «por favor, resuelva este malentendido». Newsom respondió que no había sido informado de la existencia de esa lista de hospitales, pero que agradecía el apoyo de Musk en la lucha contra la pandemia. El gobernador añadió, en tono no sé si confuso o directamente sarcástico, que se sentía «deseoso de averiguar dónde han ido a parar esos respiradores».

El misterio fue resuelto días después. Musk, en efecto, había enviado mil aparatos a distintos hospitales. Pero no eran respiradores, sino máquinas para tratar la apnea del sueño. La prensa consultó a un fabricante de respiradores que describió la donación como «un bonito gesto, pero esas máquinas deben ser usadas para tratar a gente con apnea del sueño. En las unidades de cuidados intensivos van a recibirlas extrañados, sin saber qué hacer con ellas». ¿Qué había pasado? No lo sabemos, pero, como nota suplementaria, cabe aclarar que, en precios del 2020, cada respirador costaba entre veinte mil y cincuenta mil dólares, mientras que cada máquina para la apnea costaba solamente quinientos. Eso sí, presumo que la incidencia de apnea se habrá desplomado en California.

La beneficencia de Musk es así de peculiar. En el año 2019, si recuerda usted, los miembros de un equipo infantil de fútbol se quedaron atrapados en una cueva tailandesa de la que no podían salir porque se precisaba nadar bajo el agua por estrechos y complicados túneles. Se inició un complejo plan liderado por buceadores europeos para lo que parecía un muy complicado rescate.

Como con los respiradores, Musk no tardó nada en dar la campanada publicitaria. Dispuesto a convertirse en el héroe del momento, como lo describieron los titulares, se presentó en Tailandia para presentar un minisubmarino individual diseñado a toda prisa por los ingenieros de Tesla. Las autoridades tailandesas recibieron a Musk con la acostumbrada sumisión y reverencia que inspiran los multimillonarios mediáticos, pero los verdaderos encargados del rescate no se mostraron tan entusiasmados con su presencia. Desdeñaron su ayuda y afirmaron lo evidente: un submarino rígido era completamente inútil en unos recovecos que apenas conseguían atravesar nadando los buceadores expertos.

El magnate continuó insistiendo hasta agotar la paciencia de los especialistas encargados del rescate. El buceador británico Vernon Unsworth terminó diciendo que Musk podía meterse el submarino donde le cupiese. Esto no le sentó bien a Elon, quien, con su habitual elegancia, respondió llamando pedófilo a Unsworth en Twitter («OK, pedo guy»). El buceador lo demandó por injurias ante un tribunal estadounidense, pero Musk fue absuelto; parte de su defensa consistió en afirmar que llamar a alguien pedófilo es una costumbre extendida en su Sudáfrica natal, un insulto amistoso sin más connotaciones, como «cabroncete» en España. En fin, seguimos esperando que algún sudafricano lo confirme.

Entre tanto, se supo que Musk había contratado a un detective para buscar trapos sucios de Unsworth. El detective no había encontrado nada, pero, deseoso de cobrar el bonus de Musk, se había inventado ciertas informaciones escabrosas, y falsas, que Musk usó alegremente en la heroica defensa de su ego herido.

El historial benéfico de Elon Musk constituye una perfecta muestra de cuál es su modus operandi habitual. Primero, el anuncio, a bombo y platillo, de algo extraordinario. Después del anuncio… ya veremos.

No hay nada que guste más a los periodistas que un bombo y un platillo. Durante más de una década, la prensa ha vivido en una constante luna de miel con un magnate que básicamente es una máquina de fabricar titulares. Musk dijo en 2018 que en diez años «probablemente» habría conseguido establecer una base permanente en la superficie del planeta Marte. Sería la antesala de una ciudad de un millón de habitantes prevista para 2050. ¡Un millón de habitantes en Marte! ¿Quién puede resistirse a semejante titular? Y, claro, Musk es el genio que cambiará el curso de la especie humana. Nos llevará a la energía limpia, a la colonización del espacio, a un futuro mejor. Quedan menos de siete años. En 2022, mientras escribo esto, SpaceX aún no ha conseguido llevar nada a la Luna (aunque Musk, con su habitual simpatía, sí puso en órbita el coche Tesla original que quería conservar uno de los dos verdaderos fundadores de la empresa). En fin, la clave de todo es que Musk dijo «probablemente». Con él, todo es probable. Hasta que hay que probarlo de verdad.

En 2021, Tesla tenía un valor bursátil que superaba al de todos los demás fabricantes de automóviles estadounidenses juntos. Esta altísima valoración no se justificaba ni por el volumen de ventas ni por los beneficios finales (además, por decisión de Musk, los accionistas de Tesla no cobran dividendos). La única explicación: las expectativas. Musk había conseguido convencer al mundo de que el futuro pasa por él, tras una década larga de anuncios grandilocuentes que casi nunca se han cumplido.

Su estrategia de relaciones públicas, cuando no consiste en insultar a la gente, combina dos tácticas concretas. La primera, el anuncio a muy corto plazo de novedades tecnológicas que, cuando se retrasan, vuelve a anunciar pero adelantando la fecha unos meses más. Por ejemplo, el nivel 5 de conducción automática en los coches Tesla. El nivel 5 implica que el ordenador de un automóvil puede conducir por sí solo, sorteando todo peligro sin intervención alguna del conductor, e incluso sin que haya un conductor humano presente. Esa total autonomía aún no se ha alcanzado; según algunos expertos (de los que no trabajan para Musk) es dudoso que sea posible a pocos años vista.

Aun así, Musk ha cultivado las expectativas con su maestría habitual. En 2016 dijo que los Tesla salían de fábrica con «el hardware necesario para la autonomía de nivel 5». Lo cual equivalía a no decir nada, puesto que el problema del nivel 5 no es el hardware, cuya tecnología ya está a la altura, sino el software. Sin embargo, cuando Musk decía esto, la prensa y el público lo interpretaban como si —insisto, «como si»— Musk hubiese realmente anunciado que había resuelto el nivel 5. Después, ante la realidad de que los Tesla continúan en un nivel 3 (esto es, conducción automática sí, pero necesitando constante supervisión humana), Musk ha ido dando patadas a seguir, lanzando la pelota unos metros más adelante cada vez, como en el rugby. Lleva cinco años afirmando que el nivel 5 «está muy cerca», siempre a unos meses vista. En enero de 2021 dijo que se alcanzaría a finales de ese mismo año. Hoy, en verano de 2022, seguimos en las mismas. El efecto es que, de tanto decirlo, hay gente que cree que la conducción autónoma total ya existe, y que los Tesla conducen mejor que los humanos. Con estos y otros muchos anuncios, Tesla se convirtió en la nueva Apple, y el precio de sus acciones convirtió a Musk en el hombre más rico del mundo. Ese precio depende de la percepción pública ya no de Tesla, sino del propio Musk como un Iron Man del mundo real.

No hay luna de miel que dure por siempre. Musk todavía cuenta con una legión de idólatras cibernéticos, como no podía ser menos siendo visto como el gurú tecnológico de esta generación. Sin embargo, su historia de amor con la prensa está empezando a mostrar grietas.

Primero, está el creciente desencanto de la prensa especializada en tecnología. Las hazañas tecnológicas de Tesla y SpaceX son innegables, pero el impacto inicial ya ha pasado. Son compañías que corren el riesgo de empezar a quedar atrás. Poco a poco, Tesla está dejando de ser la vanguardia. Desde el momento en que los demás fabricantes de automóviles han decidido imitar su ejemplo y seguir la senda del coche eléctrico, parece que toda la experiencia acumulada por la industria convencional está dando frutos en cuanto a calidad y fiabilidad. Y los compradores empiezan a darse cuenta. Tesla reinaba con facilidad cuando era la única abeja del panal, pero no es la única compañía que posee ingenieros brillantes: BMW, Volkswagen, Ford y otros fabricantes tradicionales han demostrado no tener ningún problema a la hora de plantar cara al desafío tecnológico.

Elon Musk lo sabe. Como parece desprenderse de sus maniobras para vender acciones de Tesla cuando han estado en el pico de valoración (hasta él dijo públicamente que estaban demasiado valoradas). Que el CEO de Tesla venda parte de su empresa podría ser un signo de alarma para los siempre temerosos accionistas, pero Musk, con su innata habilidad para manipular a los medios, se ha salido con la suya. En 2021 vendió casi un diez por ciento de sus acciones tras efectuar una encuesta entre sus seguidores de Twitter. No es broma. Lo acusaban de no pagar impuestos, como sucede cuando las fortunas descansan sobre todo en acciones que no pagan sus debidos impuestos hasta ser vendidas y convertidas en dinero líquido. Uno de los acusadores fue el político Bernie Sanders. Musk no lo llamó pedófilo en Twitter, pero, siempre entrañable, sí le dijo: «A veces se me olvida que sigues vivo» (elegancia en la discrepancia: Sanders tenía setenta y nueve años). Después Musk dijo que, si sus seguidores querían que pagase impuestos, vendería parte de sus acciones y los pagaría. Vendió acciones por varios miles de millones de dólares.

Hablando de Twitter, su plataforma favorita, ya saben ustedes que Musk anunció su compra. Como era de esperar, no ha cumplido el compromiso. En cualquier caso, la oferta de compra sirvió para que Musk volviese a vender acciones de Tesla a buen precio sin que saltasen las alarmas, con la justificación de financiar una compra que no ha llegado a efectuar.

En mitad de estas extrañas maniobras financieras, su prestigio como paladín del progreso tecnológico está empezando a resquebrajarse. Tras el impacto inicial de Tesla y SpaceX, Musk pareció creer, como sus seguidores, que era el nuevo Da Vinci. Pero sus aventuras tecnológicas van de mal en peor. Neuralink, la compañía con la que ha hecho sus pinitos en la integración de cerebro biológico y cerebro cibernético, se ha saldado con experimentos donde los sujetos, unos pobres macacos, terminaban muriendo o sufriendo hasta el punto de mutilarse a sí mismos. Todo para conseguir unos pequeños «avances» que Musk vende como revolucionarios, pero otros ya habían conseguido, y de manera menos cruenta, quince años antes.

Y qué decir de la presentación del Tesla Bot, un androide que será el obrero del futuro. No había androide. La presentación quedó reducida a un número humorístico —algunos medios lo calificaron de «autoparódico»— donde el propio Musk tuvo el cuajo de presentar a un bailarín disfrazado de robot. Eso sí, Musk hizo anuncios, que es lo que mejor se le da, sobre su revolucionaria visión de fábricas donde trabajan robots (como si no trabajasen ya robots en fábricas desde hace décadas). Todo, al final, sin tener nada parecido a un verdadero robot como los que sí construye, y de manera bastante impresionante, Boston Dynamics.

Más revoluciones. The Boring Company es la empresa con la que Musk pretendía darle la vuelta al concepto de transporte, gracias al Hyperloop, una red de túneles ultramodernos atravesados por vehículos supersónicos que viajarían en el vacío y que resolverían para siempre el problema de los atascos. Por el momento, la única muestra palpable es el Vegas Loop, un túnel normal, pero angustiosamente estrecho y adornado con luces RGB como si fuese la habitación de un youtuber, por el que transitan vehículos Tesla manejados por conductores humanos en cuyo contrato figura la obligación de alabar la visión tecnológica de Musk. El Vegas Loop consiste en, básicamente, dos estaciones de taxi subterráneas unidas por un túnel claustrofóbico del que sabe Dios cómo se saldrá en caso de incendio o accidente. Ah, y hubo atascos ya la primera semana, pese a que solamente circulan los pocos taxis Tesla puestos por la compañía.

El Vegas Loop fue una tomadura de pelo que muchos compararon con el famoso monorraíl de Los Simpson, pero con Musk importa el anuncio que excita a la prensa, no el resultado, por el que la prensa ya no se preocupa tanto. Musk ya había evangelizado diciendo que este concepto de «Teslas en un túnel» era «más profundo de lo que parece» (el adjetivo profundo es uno de sus favoritos a la hora de vender sus ideas). Al final, el futurismo lumínico del Vegas Loop no ha engañado a (casi) nadie. Es un túnel cutre. Más cutre que los construidos por los políticos, que ya es decir. En ninguna otra ciudad estadounidense han querido darle licencia para que excave nuevos túneles. Ah, y no olvidemos otra gran ocurrencia para el transporte: una red de cohetes que permite viajar de una punta a otra del mundo —por ejemplo, de Londres a Nueva York— en minutos. La idea era tan absurda que hasta el Vegas Loop parece útil en comparación.

Es difícil, con todo, escapar de la fascinación por los gurús tecnológicos de la era cibernética. Todo nació en 2007, cuando Steve Jobs presentó al mundo un teléfono con pantalla táctil. Desde entonces, el mundo ansía ver algo igual, y por eso han podido ascender estafadores como Elizabeth Holmes, la mujer que iba a revolucionar la medicina. Pero Apple ofreció un producto terminado y funcional, el iPhone, listo para que lo usara la gente común, o al menos la gente que podía permitirse gastar quinientos dólares de entonces. Fue una revolución tangible, no un anuncio para un futuro inconcreto. Puede decirse, y con justicia, que Musk hizo algo parecido con los Tesla, o con las mejoras que SpaceX introdujo en los cohetes reutilizables (porque, en realidad, lo del cohete orbital capaz de despegar y aterrizar de nuevo se había hecho décadas atrás: en 1991, la compañía McDonnell Douglas ya estaba probando el cohete reutilizable DC-X).

Tesla está siendo alcanzada, lenta pero inexorablemente, por la competencia. SpaceX ha puesto a prueba la paciencia de su principal cliente, la NASA, que está buscando proveedores nuevos. Lo cual nos lleva al asunto de la importancia que las subvenciones y los contratos con las autoridades han tenido en las compañías de Musk, quien ha sido el ojito derecho no solo de la acomodaticia prensa tecnológica, sino también de muchos políticos que se subían al carro de su habilidad para manejar la percepción pública. A Tesla y SpaceX se les han dado miles de millones en subvenciones y se les han cedido terrenos para factorías o zonas de lanzamientos. Musk tenía la habilidad de meterse a los políticos en el bolsillo con sus proyectos de energía verde, transporte limpio, etc. En 2016 compró la compañía de energía SolarCity y, al poco tiempo, el estado de Nueva York le daba cuatrocientos millones para la construcción de una megafactoría, añadiendo otros trescientos cincuenta para el equipamiento. Esa habilidad se está debilitando conforme la imagen pública de Musk se resiente por culpa de sus salidas de tono, de sus maniobras imprevisibles y de su tendencia general a comunicarse de forma más bien inmadura en el lenguaje de los memes cibernéticos. Musk está bastante ocupado pasando las horas en Twitter —aunque dice trabajar ochenta horas semanales— y acudiendo a podcasts, donde sigue vendiendo humo sobre proyectos que nunca va a llevar a cabo, en vez de centrarse en las cosas que sí funcionan.

En resumen, Elon Musk tiene un problema: salvo el beneficio de las acciones que ha vendido, la mayor parte de su fortuna consiste en acciones aún sin vender cuyo valor está bajando porque las expectativas que ha despertado durante años no se están cumpliendo. Musk ha sido muy hábil concentrando la atención en su persona y creando la falsa impresión de que Tesla era él, y, por lo tanto, también eran parte de Tesla las demás aventuras asociadas con su persona. Todas las maravillas tecnológicas que Musk anunciaba, fuesen verdaderas o no, estuviesen relacionadas con el automóvil eléctrico o no, repercutían en la creciente valoración de Tesla. Ese encantamiento está empezando a desvanecerse. Puedo equivocarme, pero creo que Musk lo sabe y ese es el motivo por el que, bajo pretextos diversos, ha vendido parte de sus acciones. Al igual que sucede con otros casos de multimillonarios, y esto sí es algo relativamente habitual, Musk no tiene tanto dinero líquido como el público cree (ha empezado a tenerlo a raíz de vender las mencionadas acciones). Se financia a base de préstamos, lo cual no es problema. Su deuda puede crecer, siempre que el resto de su patrimonio mantenga un valor lo bastante elevado como para servir de respaldo. En abril de 2022, Musk ya usaba casi la mitad de sus acciones como aval para sus préstamos.

La compra fallida de Twitter es un perfecto ejemplo de su nueva manera de financiarse. En mi opinión, y es solo una opinión, Musk nunca ha querido comprar Twitter. De nuevo, puedo estar equivocado. Bien, supongamos que sí ha querido. Hizo la oferta cuando las acciones de Tesla estaban en una valoración altísima. Tras el fiasco provocado por el propio Musk, las acciones de Tesla han bajado, como era de prever. Y eso hace más difícil financiar la compra de Twitter. Pero no tiene sentido que Musk se haya boicoteado a sí mismo gratuitamente. Si Tesla pierde su atractivo y su valor cae todavía más, Musk pierde su principal activo: el poder de respaldar sus préstamos. Y sus demás empresas necesitan liquidez para seguir funcionando; si alguna de ellas cae, la repercusión sobre la reputación de Musk (y, por lo tanto, de Tesla) puede ser muy seria.

Especulemos con la posibilidad de que Elon Musk sabe que el futuro de Tesla no es tan brillante como se pensaba hace unos años. Bajo esta hipótesis, sus inexplicables maniobras empiezan a tener sentido. Musk miente con frecuencia, por no decir siempre, pero no miente sin un propósito. Ha vendido acciones de Tesla en su máximo histórico y ha recaudado un dinero que, incluso pagando los impuestos correspondientes, le compensa. Al juguetear en público con la compra de Twitter ha mantenido la imagen de magnate por encima del bien y del mal, lo cual incide en la percepción de que tiene un poder mayor del que realmente tiene. Y la posible multa de mil millones de dólares por no cumplir el acuerdo no sería un problema para él (salvo si un juez lo obliga a formalizar la compra pagando el precio pactado; entonces sí se vería en aprietos, pero está por ver que eso suceda).

Si Tesla se deprecia, a Musk le sería mucho más difícil defender su deuda. Tesla gana dinero, pero no tanto, cabe insistir, como para justificar lo que ahora vale en el mercado bursátil. La única explicación a la que encuentro lógica es que Musk sabe que Tesla se depreciará todavía más, y está salvando lo que puede de las vacas gordas bursátiles.

El caso Musk es interesante porque es imposible saber lo que va a suceder en el futuro. No consigo intuirlo, pero tengo las palomitas a mano. Está abierta la posibilidad de que termine enfrentándose a problemas que, en principio, no parecen propios de alguien que ha sido el hombre más rico del mundo. Sus cimientos no son tan sólidos como fueron en su día los de Bill Gates o Jeff Bezos. Ahora mismo, para Musk, la percepción pública es mucho más importante que el volumen de ventas de Tesla. Hasta hoy, lo ha tenido todo a favor: la prensa, las redes, etc. Incluso las autoridades estadounidenses —políticas, judiciales y reguladoras— han sido muy benignas con él y sus aventuras. Si se volviesen menos permisivas, podríamos asistir a una cascada de inconvenientes que no harían sino empeorar las cosas.

Como empresario, Musk ha sido aventurero, y no se puede menospreciar su contribución en el mundo del automóvil eléctrico y computarizado. Eso está ahí, y ahí quedará para la historia. Pero es incapaz de limitarse a ejercer de empresario. Su personalidad estrambótica, su ego y su adicción a la manipulación de los medios y del público lo llevan a ser su propio enemigo. Es como un bocazas en la mafia. Nadie, sino él mismo, ha abierto esas grietas que solo Pluto, el dios de la riqueza, sabe cómo terminarán. Y recuerden que Pluto, al igual que Temis, la diosa de la justicia, es ciego. Es difícil deslumbrar a un ciego con el brillo de las luces RGB.

 

Este artículo forma parte de Jot Down 40, especial El arte del engaño