Policías desbloquearon y se vengaron de indígenas de Yatirenda

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Foto: El Deber

Cuando no alcanzó con dejar libre una carretera, el martes 18 después de las 17:30, una vez que los motorizados volvieron a circular la Policía giró su mirada a Yatirenda y vio una presa fácil. Hombres, mujeres y niños soportaron el paso de un huracán verde

Un grito comenzó todo: “¡Fueron advertidos!”, del comandante del operativo y comenzaron a volar las granadas de gas. El hombre de verde les había dicho al centenar de indígenas que había cerrado la carretera internacional que comunica Santa Cruz de la Sierra con Yacuiba durante ocho horas, que dejen pasar los vehículos, pero la paciencia gubernamental se había acabado. Había pasado una hora del mediodía del martes 18. 

Apegados unos a los otros, como muertos de frío, unos 60 policías se fueron acercando a los bloqueadores lanzando gases lacrimógenos. El día estaba nublado y no hacía calor.

Tocaron las campanas del pueblo y los guaraníes respondieron con hondas y piedras. El enfrentamiento se congeló en un espacio reducido y duró 50 minutos, luego de ese tiempo lentamente, pero sin parar, los policías fueron obligados a retroceder ya sin gases, ya sin fuerza y sorprendidos por la puntería de los bloqueadores. El rostro de varios uniformados comenzó a llenarse de sangre por las ‘flechas’ indígenas. 
Impulsados por la ventaja, los guaraníes avanzaron más de dos kilómetros para luego volver al punto del bloqueo con los rostros colorados y una sonrisa de satisfacción. 

En el otro bando, el dolor era visible. “¡Malditos ayoreos!”, gritaban los policías, que no sabían ni la etnia de los que intentaban reprimir, sin éxito. De forma inmediata, unos cuatro uniformados fueron evacuados a Santa Cruz.

Cambio de vientos
La orden de despejar la ruta era como un hierro colorado que nadie quería tener, así que alrededor de las 17:00 llegaron refuerzos junto a un camión antimotines. Luego de una improvisada lección de cómo avanzar y rodear a los bloqueadores, los policías caminaron al encuentro de los indígenas nuevamente.

Esta vez no repicaron las campanas y apenas si hubo resistencia: a las 17:30, la vía de la discordia ya queda libre y los motorizados empiezan a circular. Parecía que la faena había terminado; sin embargo, faltaba. Ahí comienza lo peor: los uniformados y el camión antimotines empiezan a tirar gases lacrimógenos en dirección de las casas del pueblo e ingresan en busca de los bloqueadores, de los que hacía pocas horas los había hecho retroceder dos kilómetros.

Los gritos de niños y mujeres se escuchan detrás de un “¡carajo, no filmen!”, dirigido a los periodistas. Los efectivos más osados ya pateaban las puertas para abrirlas de par en par, para sacar a los hombres para golpearles el abdomen y dejarlos sin respiración, arrodillados. “Ya no más, ya no más”, pedían inútilmente.

De otra casa, un efectivo sale con un niño que apenas le pasaba la cintura. Igual se lo cargaron. Más allá, consiguen a un adolescente que, con la cabeza gacha, no mira atrás cuando su madre chilla de terror y grita: “Él no hizo nada, es mi hijo que solo estudia”.

En la vorágine, el huracán verde se topa con varios vehículos y los parabrisas se vuelven astillas, los retrovisores dejan de reflejar el pasado y las llantas pierden el aire.

De la furia no se salva ni el camión cisterna que cura la sed del pueblo en época seca. Le abrieron el grifo para que el líquido se fundiera con la tierra, formando un charco que sirvió de trampa para atrapar bloqueadores que patinaron en su fuga. Oscurecía y la cacería continuaba. Escondido entre unos arbustos, un anciano escuálido se movió y tres efectivos corrieron tras él. Apenas pudo avanzar unos metros antes de que lo atrapen. Su edad le evitó la golpiza.

Durante casi una hora el ‘trabajo’ continuó y se hizo más minucioso. Los policías destrozaron mochilas, un equipo de música, ollas y víveres que los guaraníes olvidaron en su fuga. 

Asustado, un hombre mayor con la Biblia en la mano salió, miro al cielo, miro a los policías y a sus paisanos atrapados, movió la cabeza y lloró. “¡Dios lo ve todo! no podemos pelear entre bolivianos. Es mi pueblo”, musitó para luego meterse a su casa.

La toma del pueblo se consolidó cuando el camión antimotines, plateado, flamante y amenazante recorrió muy lento las calles, sentando soberanía. 
Los uniformados recién se sintieron vengados. “¡A la Policía se respeta, matacos de mierda!”, gritaba el huracán verde al final de su travesía por Yatirenda