Una catástrofe alimentaria en camino

Por David Wallace-Wells | The New York Times
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Alimentos, trigo ,maíz

La llamaban crisis incluso antes de que comenzara la guerra: más de 800 millones de personas vivían en estado de hambre crónica. Pero, como ya habrán escuchado, la invasión rusa de Ucrania —dos países que, según se calcula, producen suficiente alimento para 400 millones de personas y representan hasta el 12 por ciento de todas las calorías comercializadas a nivel mundial— dificultó aún más las cosas y agravó el hambre.

The New York Times cubrió por primera vez el efecto de la guerra en el hambre mundial a principios de marzo, apenas una semana después de que comenzara el conflicto; en mayo, el secretario general de la ONU advertía sobre “el fantasma de una escasez mundial de alimentos” y The Economist dedicó su portada a “la catástrofe alimentaria que se avecina”.

Buena parte de esa cobertura es tan fría que resulta reconfortante: gráficas de los precios de varios productos básicos, todos en aumento y a la derecha, como en este panorama general de Reuters o este, del Times, realizado por el presidente de la Fundación Rockefeller Rajiv Shah, y Sara Menker, fundadora de Gro Intelligence. Una mirada superficial a estos gráficos sugiere que la crisis no es más que una forma de inflación, aunque resulta esclarecedor, dado el debate estadounidense sobre el aumento de los precios internos, que estos picos sean tan globales.

Una mirada más atenta a la escala —el precio de los cereales aumentó un 69,5 por ciento, según Reuters, y el de los aceites, hasta un 137,5 por ciento, mientras que el índice general de precios de los alimentos ha subido un 58,5 por ciento— sugiere que el efecto podría ser más significativo, sobre todo si se conoce la violencia que acompaña los recientes incrementos más moderados de los precios de los alimentos (como cuando hubo disturbios, desestabilización política y guerras declaradas en más de 40 países en 2008).

Sin embargo, una de las cosas que las gráficas de este tipo no evidencian es la hambruna masiva. Y, a pesar de ello, según David Beasley, quien fue gobernador republicano de Carolina del Sur y ahora encabeza el Programa Mundial de Alimentos de la ONU, eso es lo que implican: la posibilidad de que, como resultado de la actual crisis alimentaria agravada por la guerra en Ucrania, el cambio climático y los efectos continuos de la pandemia de coronavirus, 323 millones de personas estén “en camino hacia la inanición” en este preciso momento, y 49 millones estén “literalmente al borde de la hambruna”.

El Programa Mundial de Alimentos, como casi todo en la ONU, es en parte un grupo de defensa que se dedica casi continuamente a la recaudación de fondos y, en este caso, a toda prisa, para evitar el hambre más aguda. Como organización, está construida en esencia para errar en lo que respecta a los cálculos que ponen los pelos de punta y hacen sonar las alarmas: en octubre del año pasado, advirtió que más de la mitad de Afganistán podría enfrentar una situación de hambre mortal durante el invierno.

No obstante, el trabajo de una organización como esta no es predecir qué ocurrirá, sino advertir qué puede suceder y trata de evitarlo (al igual que los medios de comunicación, los grupos de defensa pueden mostrar lo que a algunos les parece un sesgo de malas noticias). Este es el dilema de reputación inherente: haz lo posible para aliviar la crisis y la alarma inicial parece una tontería. La mitad de la población de Afganistán no murió este invierno, pero casi uno de cada 10 bebés sí, y sigue habiendo problemas de alimentación en la región. El hambre es un factor, no un binario, y en todo el mundo, calcula Beasley, la agencia ya alimenta a 125 millones de personas al día.

Beasley espera que esa cifra aumente a 150 millones este año. La diferencia entre esas dos cifras es de 25 millones de personas hambrientas.

Y vale la pena tener en cuenta que 49 millones no es el número que se enfrenta a la “inseguridad alimentaria aguda”, para usar la distinción de la categoría técnica del programa. Esa cifra es mucho más alta: al menos 323 millones, lo que supone un aumento, según Beasley, respecto a los 276 millones de antes de la guerra, los 135 millones de antes de la pandemia y los 80 millones de cuando él se incorporó al programa en 2017, lo que indica que la cifra se cuadruplicó durante ese periodo. Cuarenta y nueve millones solo es la cantidad de personas que corren un riesgo de muerte más inmediato.

Antes de la guerra, Beasley me dijo la semana pasada desde Roma que: “Yo ya advertía al mundo que 2022 y 2023 serían los dos peores años en términos de crisis humanitarias desde la Segunda Guerra Mundial”. Y agregó: “Estoy tratando de decirles a todos cuán mala es la situación, cuán mala será. Y luego, la próxima semana, debo decirles que se olviden de ese cálculo, que las cosas son mucho peores”.

Ese empeoramiento es resultado de la guerra, pero la crisis subyacente es más grande y estructural: según cálculos del Programa Mundial de Alimentos, al menos, la mayor parte del crecimiento en esa categoría de “inseguridad alimentaria aguda” es el resultado del empeoramiento de las condiciones antes de la invasión. Eso se debe principalmente a la COVID-19, el cambio climático y el conflicto —las “tres ‘C’”, como las denomina el economista de la Universidad de Cornell Chris Barrett, quien se especializa en la agricultura y el desarrollo y es coeditor en jefe de la revista especializada Food Policy. El economista afirma que: “Antes, el retraso en el crecimiento de los niños —el impacto acumulado de la mala nutrición y la salud— se daba en esencia en todos los lugares que eran pobres. Ahora, solo es en los lugares que son pobres y donde hay conflicto”.

Los impactos climáticos también son ahora una afectación continua. The Economist resumió el estado de la agricultura mundial, poco antes de la guerra, de esta manera:

China, el mayor productor de trigo, ha declarado que, después de que las lluvias retrasaron la siembra el año pasado, esta cosecha puede ser la peor de su historia. Ahora, además de las temperaturas extremas en India, el segundo productor de mayor escala a nivel mundial, la falta de lluvia amenaza con mermar la producción de otros países productores de alimentos, desde el cinturón del trigo en Estados Unidos hasta la región de Beauce en Francia. La peor sequía desde hace cuarenta años está devastando la región del Cuerno de África.

La guerra trajo consigo sus propios efectos agravantes: embargos a las exportaciones rusas y un bloqueo que obstaculizó las de Ucrania, donde los agricultores también se esforzaban por cosechar y plantar en medio de la amenaza de bombardeos; el aumento en los costos de los combustibles incrementó de manera considerable el precio de los alimentos al encarecer su transporte y provocar aumentos drásticos en el costo de los fertilizantes, la mayoría de los cuales se producen con gas; y las prohibiciones a la importación impuestas por más de una docena de países, preocupados por su propia seguridad alimentaria, que tensaron el mercado todavía más.

Como ha sucedido con la crisis energética relacionada, el Kremlin parece estar dispuesto a usar la emergencia como un arma (en su boletín, Slow Boring, Matt Yglesias la llamó recientemente “la guerra de Rusia en contra del abasto de alimentos mundial”). Y mientras líderes de todo el mundo en Davos y en otras partes han presionado para aliviar el problema en parte al circunnavegar el bloqueo ruso, el Departamento de Estado de Estados Unidos les advirtió a “los países azolados por la sequía en África, algunos de los cuales enfrentan una posible hambruna” que no compraran “trigo robado”, según mis colegas Declan Walsh y Valerie Hopkins, por temor a que el Kremlin “se beneficie de ese saqueo”. Barrett afirma que, en suma, se trata de la “tormenta perfecta”.

Por su parte, Beasley cree que 2023 podría dar un giro aún más funesto. La crisis de precios de este año podría estar sucedida por una verdadera crisis de suministro, en la cual los alimentos lleguen a estar fuera del alcance de muchos millones de personas, no solo por los precios, sino por las condiciones estructurales actuales (como no poder plantar la cosecha del año próximo en Ucrania y el aumento drástico en el precio de los fertilizantes, que puede representar una tercera parte o más del costo anual total de los agricultores), y el mundo podría experimentar lo impensable: una verdadera escasez de alimentos.

Por fortuna, en este punto, la mayoría de los economistas agrícolas son un poco más optimistas. Señalan que la mayoría de los alimentos son para consumo nacional, no se comercializan en los mercados internacionales, lo cual significa que cifras como el “12 por ciento de las calorías comercializadas en el mundo” pueden ser engañosas. Los economistas procuran no hacer distinciones entre “inseguridad alimentaria”, “hambre” e “inanición”, que describen una extensa gama de experiencias humanas. Según los economistas, en muchos lugares, puede haber sustitución, incluso en los 36 países que de manera habitual importan el 50 por ciento o más de su trigo de Rusia y Ucrania. En esos lugares donde no es posible el remplazo, existe el último recurso de la ayuda alimentaria, y el Congreso acaba de reservar 5000 millones de dólares para ese fin.

Pero, sobre todo, los economistas agrícolas señalan que, en principio, no hay una verdadera escasez de alimentos a nivel mundial, sino solo esa “crisis de precios” que no parece ser tan grave. El conflicto ucraniano ha provocado una catástrofe humanitaria genuina y generalizada, dicen, pero no ha supuesto un retorno a las teorías de Malthus.

“Los problemas de hambruna ya no son en realidad problemas de los sistemas alimentarios, en mi opinión”, dijo Barret. “A un nivel evidente, la gente no tiene suficientes alimentos para comer, pero eso no se debe a que el sistema alimentario no funcione. Hay que ir a las aldeas más remotas del mundo y allí los alimentos se suministran comercialmente. Unilever y Coca-Cola pueden llegar a cualquier pueblo en cualquier lugar, de manera bastante rentable. El problema es que la gente no tiene para pagar esos productos”.

“Hay problemas que se pueden resolver, pero puede que haya grandes obstáculos en el camino”, dijo Catherine Bertini, exdirectora del Programa de Alimentos y ganadora del Premio Mundial de la Alimentación en 2003. “Así que sí, hay que preocuparse. Todos debiéramos estar preocupados”, agrega.

Si el programa recibe el dinero que necesita, “podemos evitar el hambre y podemos evitar la desestabilización de las naciones y la inmigración masiva”, explica Beasley. “Ahora, si no conseguimos los fondos que necesitamos, habrá hambruna. Las naciones se desestabilizarán y tendremos migración masiva, por necesidad”.

Beasley cita las historias de éxito de los últimos años, “cuando las naciones donantes pudieron estar a la altura y lograr los objetivos”, pero ahora existe la preocupación de que en algunos lugares ya se haya rebasado el punto de inflexión. Y agrega: “Basta ver los altercados y protestas que ya se están dando: Sri Lanka, Indonesia, Perú, Pakistán. Ya hay inestabilidad en Chad, Mali. Esa solo es una señal de que algo va a sucedernos a una velocidad sin precedentes”.

Aún no sabemos cuál será la magnitud final de la catástrofe ni las vidas que cobre. “Ninguno de nosotros puede afirmar si cobrará la vida de 20 millones de personas”, dijo Barrett. “Sin duda ese es un rango plausible, aunque quizá sea el rango máximo de lo posible. Pero aplaudo el hecho de ser un poco alarmista sobre los problemas a corto plazo”.

 “Esto no es cíclico, es sísmico”, explicó Menker, la fundadora etíope de Gro Intelligence, quien hace poco informó al Consejo de Seguridad de la ONU sobre el empeoramiento de la crisis. “No es un momento en el tiempo que vaya a pasar”, recalcó.

Ella menciona una larga lista de causas, que incluyen no solo los impactos en la demanda ocasionados por la pandemia y los problemas relacionados con la cadena de suministro, sino además “un número histórico de impactos en el suministro” que están “todos relacionados con el clima”, como el rebote de la población de cerdos de China por la fiebre porcina y el aumento derivado de la demanda de pienso, el problema de la deuda pública en los países pobres, el efecto dominó de que el precio de un producto básico haga subir a otro y este a un tercero, etcétera.

“Cualquiera de estas cuestiones por sí sola se consideraría un gran acontecimiento del mercado. Pero cuando cinco de esas cuestiones suceden al mismo tiempo, eso es lo que lo vuelve sísmico”, explicó. La transformación de Rusia y Ucrania en “los graneros del mundo” fue “el milagro agrícola de los últimos 30 años, más o menos”, continúa, e invalida las predicciones cataclísmicas hechas por personas como Paul Ehrlich y el Club de Roma. Retirar esa oferta del mercado “no es intrascendente, sino que echa más leña al fuego”, advierte. ¿En cuanto a la escala final del impacto? “Creo que será tan grande como nosotros la hagamos”.

Según los datos de su empresa, ya es históricamente grande. En diciembre, según los cálculos de Gro Intelligence, había 39 millones de personas al “borde de la hambruna”, dijo Menker. Eso equivale a una “emergencia extrema”, en la que “literalmente, estás a punto de morir de inanición”; 780 millones se encontraban en “extrema pobreza”, y 1200 millones de personas experimentaban “inseguridad alimentaria”.

Hoy, casi seis meses después, las cifras son 49 millones, 1100 millones y más de 1600 millones de personas. Diez millones más han pasado al borde de la inanición, según Menker, y “400 millones de personas se encuentran en una situación de inseguridad alimentaria en todo el mundo debido a los aumentos de precio tan solo en los últimos cinco meses”. La experta afirma también que: “En un sentido literal, esa es una mayor cantidad de gente que el número de personas que China ha sacado de la inseguridad alimentaria en las últimas dos décadas”.

Es un cálculo sorprendente: las dos décadas de mejoras en la inseguridad alimentaria en China que solían describirse como uno de los acontecimientos más milagrosos de la historia de la humanidad, se han revertido en todo el mundo tan solo desde Navidad.

“La naturaleza humana nos hace percatarnos de los vientos en contra y olvidarnos de los vientos a favor”, me dijo Barrett, tratando de ofrecerme una perspectiva equilibrada incluso cuando pone en primer plano la catástrofe actual. “Necesitamos reconocer que la cantidad de personas que enfrentan una desnutrición aguda y grave ha aumentado considerablemente en los últimos dos años debido a las tres ‘C’. Pero todavía está por debajo de los niveles que he visto en mi propia carrera profesional. Es decir, en un año normal, hace 10 o 15 años, estas cifras eran bastante normales”, añade.

“Eso no quiere decir que se ignore el problema”, continúa. “Pero no perdamos de vista el panorama más amplio. A lo largo del último cuarto de siglo, hemos reducido la cantidad de personas desnutridas en unos seis millones de personas al año. Esto cambió en 2014, cuando empezamos a ver un aumento constante. Pero se nos olvida que al mismo tiempo la población crece. Así que el número de personas que reciben una ingesta calórica adecuada todos los días —un umbral de verdad bajo, no es una dieta saludable, pero al menos es un suministro de energía alimentaria suficiente para mantener con vida a la gente— ha ido aumentando alrededor de 90 millones de personas al año, año tras año, durante 40 años”.

Aunque Barret reitera la historia más esperanzadora a largo plazo, no se muestra muy optimista sobre lo fácil que será prolongar esas tendencias. Le preocupan los efectos del clima, como a todos los economistas agrícolas, y menciona a Willard Cochrane y su principio de la “rueda de molino tecnológica”, según el cual los sistemas alimentarios deben evolucionar constantemente para defenderse de las amenazas en constante evolución, desde las plagas y los hongos hasta el calor.

“Hay que esforzarse por avanzar para no retroceder”, lo que en este caso, dice Barrett, significa un gasto en investigación y desarrollo agrícolas mucho más fuerte de parte de los gobiernos, como era habitual hace medio siglo; desvincular la producción de alimentos del uso de la tierra mediante el uso de innovaciones como la fermentación de precisión, la agricultura vertical y otras similares; cambios estructurales legales y de incentivos para reorientar esa innovación hacia el mundo en desarrollo, que es el que más la necesita; y posiblemente la erradicación, o al menos la reducción, del uso de la agricultura para producir biocombustibles, que según Menker consume suficiente comida para alimentar a 1900 millones de personas al año.

“Eso es lo que nos permitirá resolver los problemas del mañana. No va a hacer nada por los problemas de hoy”, dijo Barrett. “Los problemas de hoy solo pueden atenderse interviniendo con chequera en mano y dándole comida a la gente que la necesita con tanta desesperación”. Barrett dice que hacer eso “es cuestión de voluntad política. Y, por desgracia, muchas veces no se tiene”.

Barrett no se limita a repetir la cantaleta liberal. Señala a la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, que da seguimiento a la cantidad de ayuda necesaria que en realidad llega a los países vulnerables. En África central, todos los países, excepto dos, han recibido menos del 20 por ciento de la ayuda calculada como necesaria. En Chad, el 16 por ciento; en Burundi, el tres por ciento. “El llamado humanitario para Ucrania fue sobredimensionado por los donantes de todo el mundo, mientras que lugares como Yemen y Sudán del Sur y Madagascar lucharon por llegar al 15 o el 20 por ciento de su índice de necesidad”, dijo. “Cuando se trata de política, somos indiferentes al sufrimiento humano en muchas partes del mundo”.

“Llevamos décadas haciendo esto y —salvo que se trate de personas blancas desplazadas en lugares importantes a nivel geoestratégico como la antigua Yugoslavia o Ucrania, ambos lugares con grandes crisis humanitarias y una respuesta rápida y generosa por parte del resto del mundo— en lugares como la República Democrática del Congo o Sudán, la gente no se aparece ni apoya. Entonces, ¿por qué seguimos esperando que eso vaya a cambiar?”.

¿Y de lo contrario? “Entre este momento y digamos los próximos 12 meses, vamos a ver un gran exceso de mortalidad en los lugares que la Clasificación Integrada de las Fases de la Seguridad Alimentaria marca como en situación de crisis o hambruna”, dijo Barrett, refiriéndose al sistema de clasificación de las crisis de seguridad alimentaria. “Hay un gran exceso de mortalidad en el sur de Madagascar, Sudán del Sur, Yemen, Somalia y Afganistán. Es decir, todos ellos tienen un origen político, tanto en lo que respecta a la respuesta humanitaria como al conflicto y los problemas de infraestructura”. A menos que haya una “respuesta humanitaria sorprendentemente sólida por parte de los ricos del mundo, los gobiernos y los filántropos, habrá mucho sufrimiento humano”, afirma.

Si te ha costado trabajo seguir las distintas voces en esta historia, esta pertenece al personaje que quizá sea el más optimista.

“Un hecho sorprendente en la terrible historia del hambre es que nunca se ha dado hambruna importante en un país con una forma de gobierno democrática y relativa libertad de prensa”, dijo el economista indio Amartya Sen en 1998, una observación que, a lo largo de las décadas, ha devenido en casi un cliché vernáculo: todas las hambrunas son causadas por el humano.

Como aforismo, esto puede sonar reconfortante, casi como una declaración de victoria sobre las volubles fuerzas de la naturaleza, o al menos sobre la recurrencia regular de la hambruna masiva. Y a lo largo de las décadas, a medida que las tasas de hambre en el mundo han ido disminuyendo, esa interpretación se ha hecho cada vez más factible y las hambrunas masivas de las décadas de 1940 y 1870, o incluso de los años sesenta, parecen cada vez más reliquias de una época anterior (eso incluye también las advertencias al estilo de “La bomba poblacional” y “Los límites del crecimiento”).

Sin embargo, la historia de incluso los últimos 15 años no es nada fácil en lo que respecta a la alimentación y el hambre. En un nuevo y provocador libro, Price Wars, el antropólogo y director de cine Rupert Russell traza la historia a través de los mercados de productos básicos, señalando, entre otras cosas, que en ningún momento durante esos años hubo nada parecido a una verdadera escasez de calorías; como dice Barrett, de hecho, la producción global de alimentos aumentó año tras año, todos los años. Y, sin embargo, se produjeron varias crisis severas en los precios de los alimentos —2008, 2011 y ahora en los últimos años— cada una resultado, sugiere, de un incremento drástico en la especulación financiera en los mercados de materias primas.

Y aunque quienes estudian el precio de los alimentos ofrecen explicaciones contrapuestas —una curva de demanda inelástica, que puede convertir pequeñas afectaciones en la oferta en enormes aumentos de precios, o el hecho de que la disminución de la pobreza en el mundo significa un auge de la demanda suficiente para mantener el sistema en la precariedad— la especulación financiera ayuda a explicar cómo las afectaciones naturales en los mercados (los impactos del cambio climático o los conflictos locales, por ejemplo) pueden amplificarse hasta convertirse en problemas más mundiales y de mayor escala, como que los comerciantes se enganchen en una carrera para responder a pequeños cambios en el mercado “real”.

Como era de esperarse, Price Wars tuvo una recepción mixta —Roger Lowenstein lo desdeñó en su reseña de The Wall Street Journal, pero Tim Sahay lo elogió en The American Prospect y en The Intercept Ryan Grim dijo que era “uno de los libros más importantes de nuestra época”. Sin embargo, llega en el momento justo, hablando en términos culturales, cuando muchas personas salen de las profundidades de la pandemia preguntándose si, la flexibilidad, que durante mucho tiempo se había anunciado como el punto fuerte de la globalización, había relevado ser, a través de los impactos en la cadena de suministro y otras afectaciones, una promesa rota o incluso una excusa para la fragilidad del mercado.

Esta no es la única interpretación posible de los últimos años: como han argumentado muchos de quienes simpatizan con la clase dominante, incluso reconociendo gran parte de su brutalidad, la pandemia fue quizás menos perturbadora de lo que podría haber sido, y los problemas de la cadena de suministro, aunque significativos, fueron considerablemente más leves de lo que la mayoría temía al principio. Y aquellos que confían en que el poder de los mercados asigna de manera eficiente los recursos podrían mirar el mismo conjunto extenso de datos que Russell y decir que los aumentos de precios e incluso las crisis ocasionales pueden ser el costo periódico de un sistema dinámico que responde a las afectaciones locales.

Russell no comparte esa confianza y su interpretación es bastante más aguda: que el financierismo trajo consigo una época de volatilidad innecesaria de abundancia “natural” que de manera periódica pone a muchas de las personas más vulnerables del mundo al borde del abismo. “¿Se trata de una crisis alimentaria en el sentido de que no hay suficientes alimentos? ¿O es una crisis del mercado en el sentido de que el mercado no puede fijar los precios de los alimentos de manera adecuada?”, se pregunta.

Y aunque la crisis de precios actual no es una invención pura de los mercados —Russell la describe como “el regreso de lo real”, debido a que refleja el impacto de la guerra, entre otros factores— también nos dice algo sobre el refrán que tan a menudo se atribuye a Sen: que una crisis alimentaria salpicada por la decisión arbitraria de un autócrata de lanzarse a una aventura militar destructiva tras dos años de desorden pandémico mundial, con muchas de las regiones agrícolas más importantes del mundo bastante perturbadas por el cambio climático antropogénico y cientos de millones de personas sufriendo ya el dolor de la volatilidad de los precios de los alimentos, es un recordatorio de que, por muy preferible que sea a la alternativa, la proposición de que el hambre es ahora principalmente una creación humana no es, digamos, un supuesto tan tranquilizador como podría haber parecido alguna vez.

Por supuesto que podemos extraer muchas otras lecciones del aumento alarmante del hambre en el planeta —primero en los últimos cinco años y luego en los últimos cinco meses— incluyendo el papel de los conflictos y cómo los efectos desestabilizadores del clima pueden ser incluso muy inferiores a lo que podría llamarse una verdadera escasez mundial de alimentos. Pero me parece que una de las dos lecciones más sorprendentes es: decir que una catástrofe no es “natural”, sino “humana” no significa que se pueda resolver, o que se pueda evitar, con facilidad. Después de todo, henos aquí, lidiando con la tercera crisis de este tipo en 15 años, y el número de personas con hambre en el mundo se ha cuadruplicado tan solo en los últimos cinco años.

La segunda lección es que con las crisis verdaderamente globales, las afectaciones o daños no tienen por qué alcanzar niveles omnipresentes para producir impactos devastadores. En los rincones privilegiados del norte global, podemos ver aumentos de este tipo en los precios de los productos básicos —del 10, el 20 o el 50 por ciento— y pensar que son desafortunados, que imponen cargas reales a los que menos tienen, pero no verlos como algo tan perturbador en esencia. Podemos decirnos que los precios reflejan que los mercados están haciendo su trabajo, lo cual es cierto. Pero ¿qué trabajo es ese? Para muchos, volver a pagar la mitad del precio por la leche puede no ser muy problemático. Pero en esa misma fluctuación del precio de los alimentos podemos ver cómo el hambre en el mundo aumenta para decenas de millones, quizá cientos de millones.

Eso debería ser suficientemente alarmante, incluso si las peores predicciones de hambruna se evitan este año y el próximo. Y eso es lo que se considerará un éxito: algunos cientos de millones orillados a la inseguridad alimentaria en un periodo de meses, y muchas decenas de millones orillados al hambre aguda, pero relativamente pocas muertes por verdadera inanición. Y lo que resulta aún más alarmante es que está por verse si conseguimos ese “éxito”.

 

David Wallace-Wells (@dwallacewells), es columnista de Opinión y columnista de The New York Times Magazine, así como autor de The Uninhabitable Earth.