Escribir con imágenes: la humanidad regresa a su infancia

Por Jorge Carrión | The Conversation
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dibujos, imágenes

Es curioso: aprendemos a dibujar antes que a escribir, pero en el momento en que interiorizamos el alfabeto o la sintaxis y va creciendo nuestro vocabulario, por lo general, el lenguaje escrito eclipsa nuestra expresión gráfica. De ser una de las ocupaciones principales de nuestra primera infancia, tanto en casa como en el colegio, el dibujo va cediendo su espacio, a medida que avanza la escolarización, a la lectura, la escritura, las matemáticas o la informática. Y, aunque para todo es imprescindible cultivar la mejor conexión posible entre las manos y los ojos y el cerebro, la educación plástica acaba siendo una asignatura más o menos periférica no solo en el aula, también en nuestras vidas.

La historia de la humanidad puede observarse desde la misma perspectiva. Nuestra relación con la impresión –es decir, con el diseño gráfico en una superficie a través de algún tipo de pigmento– comenzó en las cuevas prehistóricas mediante la pintura, hace unos cincuenta mil años, cuarenta y cinco mil antes de que empezáramos a idear sistemas de escritura sistemática. Y esos primeros sistemas, de hecho, fueron pictogramas o ideogramas.

Todas las letras y palabras son dibujos, pero en el origen de la representación del lenguaje encontramos figuras e ideas de carácter mimético o simbólico y naturaleza fuertemente gráfica; más tarde llegarían los códigos capaces de representar la fonética o de comunicar la abstracción, como los alfabetos o las matemáticas. Su origen se encuentra en la contabilidad, mientras que los del arte rupestre remiten a la superstición o la divinidad o la invocación. De modo que en el tránsito entre las primeras pinturas murales o las esculturas de diosas lunares y los lenguajes escritos se cifra no solo el paso del nomadismo al sedentarismo, sino también del arte a la burocracia.

Una vuelta a lo visual

Solo un diez por ciento de la historia humana es alfanumérico. Pero esa mínima parte tiende a hacernos olvidar el resto del iceberg. Al igual que los adultos del siglo XXI estamos normalizando la lectura de novela gráfica o el placer del sketching –afición de dibujar, como un bosquejo, esbozo o boceto, todo lo que nos rodea–, el planeta entero parece estar regresando, con la expansión imparable de formas gráficas de comunicación, arte y entretenimiento, a una relación eminentemente visual con el mundo.

Desde los videojuegos o el intercambio cotidiano de emoticonos y stickers, pasando por la gran circulación de los memes, la búsqueda de imágenes en Google, el uso conversacional de la fotografía en WhatsApp o la abundancia de autorretratos y paisajes en Instagram, todo apunta hacia la constatación de que la iconofilia ha llegado para quedarse.

“Los videojuegos representan actualmente el espacio más amplio de consumo cultural”, afirma Luca Carrubba en el catálogo de la exposición Homo Ludens. Tal vez se trate del lenguaje visual que lidera ese progresivo predominio de tatuajes en la piel del mundo.

La industria se ha vuelto tan poderosa que gran parte de las tecnologías que impulsan la innovación en el cine o en la publicidad han sido desarrolladas por estudios de diseño de videojuegos. Su penetración no se realiza solo en el ámbito de las experiencias gamers y de su representación, es decir, en las partidas de videojuegos o de e-sports y en los canales de YouTube o de Twitch donde se comentan, analizan y difunden; ha alcanzado la vida cotidiana de personas de todas las edades y condiciones.

Tanto en productos como Angry Birds, como en la propia práctica de las redes sociales, que tanto participa de la dinámica de los juegos digitales: reaccionar y recibir reacciones, entretenerse, acumular puntos (ya sean corazones o likes). La síntesis máxima de lenguaje escrito y del lenguaje visual, en clave lúdica, la encontramos en Wordle, un juego textual que, tras sumar millones de adictos en todo el mundo, ha sido adquirido por el diario por excelencia, The New York Times.

El New York Times, de hecho, se ha transformado en una plataforma de contenidos que incluye varios juegos digitales, además del clásico crucigrama, en el que ya estaba cifrado ese futuro de convivencia de letras y formas en un mismo diseño, que ahora se ha integrado al aire que respiramos.

Imágenes que lo dicen todo

En las redes sociales predomina esa hibridación entre imagen y texto, que a menudo se desequilibra hacia el predominio iconográfico. El caso del meme es muy elocuente: las palabras completan un significado que expresa sobre todo el dibujo o la fotografía.

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También se observa el énfasis gráfico en esos momentos del intercambio de información en que una imagen vale su peso en oro y más que mil palabras. Está en el supermercado. Para consultar con su pareja qué tipo de dentífrico o de queso debe comprar, le envía varias fotos. O está en un lugar paradisíaco o ante un monumento de fama mundial. Para transmitir su emoción o su privilegio, publica un selfi con el contexto en segundo plano.

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“No asistimos al nacimiento de una técnica, sino a la transmutación de unos valores fundamentales”, dice Joan Fontcuberta en La furia de las imágenes acerca de lo que ha llamado la postfotografía. Las imágenes digitales y su producción a través del teléfono móvil han convertido el lenguaje fotográfico en una gramática y una sintaxis que ya no tienen que ver con la mecánica de la luz, ni con la voluntad de documentar el presente de cara al futuro, sino con el frenesí del hoy, la conversación instantánea, el tipo de transacciones que durante milenios han sido sobre todo orales.

La mutación no solo significa que lo escrito es menos importante que lo imaginado en nuestras vidas cotidianas, también implica los soportes, las ventanas, los formatos en que accedemos a la información. Según Enrique del Rey Cabero, en (Des)montando el libro, “el triunfo del códice en la cultura occidental frente a formatos como el rollo (además de otros presentes en otras culturas, especialmente orientales) ha sido casi total”.

La naturalización del formato hace que el libro electrónico o los programas de procesamiento de texto también recurran al marco de la página. El zapping y el scrolling, sin embargo, se han impuesto como nuevos gestos de la lectura, después de tantos siglos de dominio del códice. Cada vez pasamos menos páginas y cerramos y abrimos más ventanas, o deslizamos con el dedo o con el cursor más metros de píxeles.

Contenidos que resbalan

Para la fluidez de esa acción es fundamental que los contenidos que resbalan ante nuestros ojos no solo sean más visuales que textuales, sino que también estén diseñados y se inscriban en un diseño mayor. Es decir, que la tipografía, los colores, las imágenes secundarias, las opciones de usuario, incluso los anuncios o los banners también inviten a la navegación o el surfeo. De ese modo, aunque un contenido sea más alfabético que gráfico, estará insertado en una retórica en que sí predomine lo visual.

Detrás de esa dimensión icónica y gráfica que lo recubre todo se esconde, no obstante, muchísimo lenguaje. Si imprimiéramos el código que hay detrás de cada búsqueda en Google Imágenes, comprobaríamos que detrás de esos colores pixelados se activan cientos de líneas escritas. Al parecer, el nuevo mundo digital, en su búsqueda de la simplificación, en su celebración del diseño de usuario, en su voluntad de captar y retener nuestra atención a cualquier precio, ha encontrado en los dibujos y las fotografías y la iconografía estática o animada una estrategia perfecta.

Pero es una máscara. El llamativo, hipnótico envoltorio de un mundo que es eminentemente alfanumérico. Por eso son tan fascinantes los errores del sistema. Esos momentos de pausa en que una plataforma o una web o un sistema operativo queda interrumpido o a medio cargar, y aparecen ante nuestros ojos líneas de código, porque la realidad digital, con su pirotecnia de parque temático, revela en esos momentos su auténtica condición, la de un sinfín de caracteres introducidos a mano por programadores o generados automáticamente por inteligencia artificial. Pero escritura, al fin y al cabo.

Detrás de las pinturas rupestres que recubrían las paredes de las cuevas también había un código, invisible, metafísico, oral, que aquellas primeras imágenes traducían o conjuraban. Seguimos imaginando versiones de aquellas profundidades, nuevos mitos de las cavernas.

Este artículo fue publicado originalmente por The Conversation