Al cumplir cuatro décadas de democracia, el país elige como presidente a un hombre que defiende acabar con los políticos, aunque él sea el principal de ellos.
El domingo, con más del 55% de los votos, el presidente electo de la Argentina resultó Javier Milei, un hombre que recibe mensajes de su perro muerto. La primera dama es —por ahora— su novia Fátima Florez, una actriz cómica cuyo plato fuerte es la imitación de la némesis oscura de su novio, Cristina Fernández de Kirchner. La vicepresidenta es Victoria Villarruel, que defiende de manera perseverante a los genocidas de la dictadura que estuvo en el poder entre 1976 y 1983. Millones de argentinos acompañan a esos seres en la idea de que todo puede ser destruido. Que no hay ciudadanos sino compradores y vendedores de cosas, incluso de sus propios cuerpos. Que los débiles y los desposeídos son vagos y no quieren trabajar. Que la justicia social es aberrante. Que el Estado debe desaparecer. Que cada quien tiene que asegurarse su bienestar y no preocuparse por el de los demás. Que no debe haber ni salud ni educación públicas. Un ex panelista de televisión formó un partido en dos años y se transformó en presidente de un país que en 2023 —paradójicamente— cumple cuatro décadas de democracia conseguida a base de sangre, y lo consigue con una idea fundante: hay que acabar con los políticos (aunque él sea uno: el principal). Es el mismo país donde, en 2022, la película Argentina, 1985, sobre el juicio a las juntas militares que se hizo durante el Gobierno de Raúl Alfonsín, llevó a los cines a más de un millón de espectadores, sobre todo jóvenes, que aplaudían de pie. ¿Es el mismo país, son los mismos jóvenes? Cuando su amigo Max Brod le preguntó si creía en la esperanza, Franz Kafka le respondió: “Sí, por supuesto, creo en la esperanza. Pero no para nosotros. Para nosotros no hay esperanzas”. Nos espera un largo viaje hacia el fin de la noche. Pero el domingo, después de conocerse los resultados, Milei dijo, en su discurso: “En 35 años volveremos a ser una potencia mundial”. Treinta y cinco años. ¿Habrá fin?
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