
Situación del frente de Donetsk a mediados de agosto del año 2025. Fuente: Descifrando la Guerra
Se presenta como un aliado inquebrantable de Kiev, pero incluso si esa voluntad fuera unánime, carece de los medios políticos, industriales y militares necesarios para alterar el rumbo del conflicto.
Europa no tiene plan en Ucrania. Tres años después de la invasión rusa, el principal balance geopolítico de Europa es la constatación de que sigue sin disponer de un enfoque serio y realista. La Unión Europea ha rechazado en repetidas ocasiones la estrategia propuesta por Donald Trump, criticándola de manera abierta y presentándola como inaceptable en términos políticos y estratégicos.
Sin embargo, más allá de esa oposición retórica, no ha logrado articular una alternativa propia que combine ambición con viabilidad. Esa ausencia de horizonte estratégico explica en buena medida por qué Europa permanece en los márgenes de la toma de decisiones clave sobre el futuro de la guerra y de Ucrania.
Europa frente a sus propios límites en Ucrania
Más allá del frente ucraniano, la guerra ha revelado la vulnerabilidad estructural de Europa. Las sanciones contra Rusia han generado efectos limitados en Moscú, pero han golpeado con dureza a las economías europeas, alimentando la inflación energética y el malestar social.
La dependencia en materia de defensa respecto a Estados Unidos se ha hecho aún más visible: sin el paraguas militar y financiero de Washington, el esfuerzo europeo sería insostenible. Al mismo tiempo, la incapacidad para diseñar una política exterior autónoma ha reforzado la percepción de que la Unión Europea es un actor subordinado, sin capacidad real para influir en el desenlace del conflicto.
En el plano interno, la prolongación de la guerra erosiona consensos políticos, desgasta presupuestos y pone en cuestión la voluntad de los gobiernos de sostener a largo plazo una política que no ofrece resultados tangibles. Mientras tanto, el poder blando europeo se debilita: en lugar de presentarse como un mediador creíble, la Unión Europea aparece atrapada entre la retórica maximalista y la impotencia práctica.
Esa falta de resultados se explica también por la realidad del campo de batalla. En el mejor de los escenarios, Ucrania apenas logra resistir en posiciones defensivas, tanto en el frente terrestre como frente a las ofensivas aéreas rusas. Lo hace a un coste humano y material extremadamente alto, sin haber podido impedir en las últimas semanas una nueva penetración rusa en el Donbás.
Kiev es capaz de infligir golpes espectaculares dentro del propio territorio ruso, pero esos ataques tienen un efecto limitado y no alteran el equilibrio estratégico de la guerra. Lo esencial sigue siendo que Ucrania carece de la capacidad militar para reconquistar el 20% de su territorio perdido desde 2014 y 2022, y nada indica que pueda siquiera plantearse esa opción en un futuro cercano.
En este contexto, la administración de Donald Trump en Estados Unidos busca una salida negociada con Moscú que permita cerrar el conflicto lo antes posible y reducir el grado de implicación estadounidense para concentrarse en otras prioridades estratégicas. Washington parte de la premisa de que la ventaja militar está claramente del lado de Rusia, lo cual es cierto. Y, bajo esa lógica, quien debe ceder más en la negociación no es Rusia, sino Ucrania, cuya resistencia prolongada se percibe como un esfuerzo inútil.
Europa no tiene un plan para Ucrania y, por su parte, aparece como un actor debilitado e irrelevante. Se presenta como un aliado inquebrantable de Kiev, pero incluso si esa voluntad fuera unánime, carece de los medios políticos, industriales y militares necesarios para alterar el rumbo del conflicto.
Durante estos años se ha negado a negociar en serio y ha optado por un discurso grandilocuente: primero exigir la retirada total de Rusia –en la práctica, una rendición incondicional–, después prometer apoyo a Ucrania “el tiempo que sea necesario” y finalmente reclamar un alto el fuego unilateral que Moscú, dueña de la iniciativa militar, no tiene interés alguno en aceptar.
La lógica de cualquier conflicto es sencilla: un ejército o un bloque solo se niega a negociar si dispone de un plan para ganar la guerra. El problema es que Europa no tiene tal plan.
Ucrania sobrevive aferrándose a la esperanza de que exista uno, pero lo único que recibe son discursos vacíos que chocan con la realidad del campo de batalla. Para tener voz en una mesa de negociación se necesita relevancia, una posición clara y objetivos definidos. Europa carece de los tres, y por ello queda excluida de las conversaciones entre Washington y Moscú.
El debate sobre la eventual presencia de tropas de paz ilustra a la perfección esta ausencia de estrategia. Primero se plantea como una necesidad y se proclama públicamente como una imposición a Rusia. Después de meses, la propuesta se desvanece ante la constatación de que se trata de una decisión de enorme riesgo, que exige una planificación y unos objetivos que ni siquiera están definidos. A ello se suma la reticencia fundamental de los Estados europeos a entrar en una guerra directa con Rusia por Ucrania, lo que convierte toda iniciativa en un ejercicio retórico sin recorrido real.
En última instancia, en tanto no exista tal cosa como un plan de Europa para Ucrania, los europeos han dejado escapar incluso la responsabilidad de facilitar un encuentro entre Trump y Putin que pudiera encauzar el final de la guerra. No han logrado ni sostener a Ucrania con la firmeza necesaria ni articular una postura negociadora realista, confirmando así su papel marginal en un conflicto que afecta de manera directa a su seguridad.
La realidad del campo de batalla en Ucrania
La guerra en Ucrania se ha desarrollado sobre un terreno mucho menos favorable de lo que su retórica oficial o el entusiasmo inicial podían hacer creer. Desde el inicio, el ejército ucraniano ha mostrado limitaciones estructurales que condicionan su capacidad operativa.
La falta de un sistema eficaz de mando y control en los primeros meses permitió cierta flexibilidad a nivel táctico, pero los éxitos iniciales respondieron más a la incompetencia rusa y a sus problemas de personal que a una superioridad militar ucraniana. Una vez que Moscú estabilizó sus líneas, puso en marcha la movilización, su economía de guerra y corrigió sus déficits de efectivos, las ofensivas de Kiev dejaron de traducirse en victorias significativas.
El caso de Járkov en septiembre de 2022 ilustró bien esa dinámica: la ofensiva fue exitosa en gran medida porque Rusia había dejado la zona mal defendida. En cambio, la primera operación sobre Jersón fracasó y solo se convirtió en una victoria cuando los rusos, incapaces de sostener sus posiciones, optaron por retirarse. Desde entonces, Ucrania no ha conseguido una gran victoria en el campo de batalla.
La batalla de Bajmut marcó un punto de inflexión. La decisión de defender la ciudad durante nueve meses, aun cuando resultaba evidente que no podría mantenerse indefinidamente, convirtió la contienda en un sangriento desgaste de las mejores brigadas ucranianas. Cuando finalmente Kiev se retiró en mayo de 2023, Bajmut se había transformado en la batalla más mortífera de la guerra y en un golpe devastador para la moral y las capacidades del ejército.
La gran contraofensiva de primavera-verano de 2023, concebida como la operación decisiva para romper las líneas rusas, terminó en fracaso. Sin superioridad aérea ni una ventaja significativa en potencia de fuego, el ejército ucraniano no logró atravesar las densas defensas construidas por Moscú. Los avances fueron mínimos y el coste humano y material, altísimo.
La operación sobre Kursk, llevada a cabo en el verano siguiente, repitió el mismo patrón. Aunque en un inicio sorprendió a las fuerzas rusas y permitió la conquista de más de 1.000 kilómetros cuadrados, la situación pronto derivó en otra batalla de desgaste.
Kiev esperaba que esa ofensiva mejorara su posición negociadora y alterara la percepción internacional del conflicto, pero Moscú reaccionó desplegando refuerzos, incluidas sus mejores unidades de drones y varios miles de soldados norcoreanos. El resultado fue una retirada caótica y costosa para Ucrania: vehículos abandonados, unidades diezmadas por el fuego ruso, etcétera.
A ello se suma la ofensiva rusa en torno a Sumy y los avances en Donetsk, facilitados por la creciente escasez de hombres en un frente que Ucrania no logra cubrir en toda su extensión. Las mejores tropas ucranianas han quedado exhaustas tras años de combate, y el relevo de fuerzas resulta cada vez más difícil en un país con serios problemas demográficos y de reclutamiento.
En conjunto, la realidad del campo de batalla muestra un estancamiento progresivo de la capacidad ofensiva ucraniana y un desgaste estructural que limita cualquier posibilidad de revertir la pérdida territorial. La narrativa de resistencia ilimitada se enfrenta, así, a la evidencia de que el ejército carece de los medios para cambiar el curso de la guerra, situación que se ve agravada, nuevamente, por el hecho de que Europa no tiene un plan serio en Ucrania.
El error estratégico de Occidente
La posición europea ha consistido esencialmente en resistir “todo lo necesario” junto a Ucrania, combinando sanciones contra Moscú con el suministro constante de armamento. Esta estrategia ha sido, en la práctica, una réplica de la política estadounidense especialmente con Joe Biden, con la diferencia de que Europa soporta costes directos mucho más altos en términos de seguridad y estabilidad.
El resultado dista de las previsiones optimistas que auguraban un colapso económico y militar de Rusia. Por el contrario, la economía rusa se ha mostrado más resiliente de lo esperado, hasta el punto de registrar un desempeño superior al de economías europeas como la británica. En el plano militar, Moscú avanza de manera lenta pero constante, mientras lanza advertencias sobre un posible uso nuclear y refuerza su vínculo estratégico con China.
En términos prácticos, lo que Europa está ofreciendo es prolongar durante años una guerra destructiva y peligrosa en su propio territorio, sin ninguna garantía de que el desenlace final sea más favorable para Ucrania que el que podría haberse alcanzado mediante una negociación en el pasado.
Porque lo cierto es que hubo ventanas de oportunidad para pactar en condiciones mucho mejores. La primera, en la primavera de 2022, cuando la resistencia ucraniana sorprendió a Moscú y la guerra aún no se había convertido en una contienda de desgaste prolongado.
La segunda, tras las contraofensivas de Járkov en el otoño del mismo año, momento en el que Kiev todavía conservaba la iniciativa militar. Sin embargo, en lugar de explorar con seriedad la vía negociadora, se optó por continuar la guerra bajo la convicción de que Rusia se encontraba debilitada y que una victoria decisiva de Ucrania era alcanzable.
Esa apuesta ha resultado ser un error estratégico de primer orden tanto para Kiev como para Occidente. Ucrania afronta hoy un escenario mucho más adverso, con un ejército desgastado y crecientes pérdidas territoriales, mientras que Europa, sin un plan serio, ha quedado atrapada en una estrategia que no ofrece salidas viables. La falta de realismo político ha condenado a ambos a una guerra prolongada sin horizonte claro y con crecientes riesgos para la seguridad europea.