Indígenas y ribereños conviven con una rutina de amenazas, invasiones e incendios en el Estado de Rondonia, que se ha convertido en la avanzadilla del bolsonarismo en el norte de Brasil
“Primero se llevan los troncos valiosos y después prenden fuego a la selva una o dos veces, para convertirla en pasto”. Quien narra con resignación la rutina de la destrucción gradual de la Amazonia brasileña es Daniel Kaxinawá, de 27 años, desde la tierra indígena de los karipunas. Se encuentra frente a un descampado donde unos meses antes había árboles centenarios, pero ahora solo hay pequeños troncos chamuscados. El lugar donde viven los indígenas de esta etnia, que abarca 153.000 hectáreas en los municipios de Porto Velho y Nova Mamoré, en el Estado de Rondonia, debería estar protegido desde que se ratificó su demarcación en 1998, pero ha sido objeto del acoso de madereros y grileiros (ladrones de tierras públicas). De las cenizas de la tierra calcinada ya surgen brotes de una hierba que plantaron los invasores y que serviría para alimentar el ganado.
En una zona marcada por el avance indiscriminado de los madereros, saber distinguir el ruido de una motosierra del de una moto puede ser decisivo para sobrevivir. Atento a los sonidos, Kaxinawá de repente se muestra preocupado. “Viene una moto por el camino que está detrás de nosotros. ¡Vámonos inmediatamente!”, les dice a sus parientes indígenas. Sin discutir, todos desaparecen rápidamente por el estrecho camino de tierra que lleva a la única aldea de la tierra indígena.
El temor que tienen Kaxinawá y los demás indígenas de encontrarse con matones o usurpadores de tierras armados dentro de su territorio no es infundado. Dos días antes de que EL PAÍS visitara el lugar, a finales de agosto, el único puente que permitía el acceso por tierra al territorio karipuna había sido destruido con motosierras. “Los troncos todavía estaban bien”, dice Eric Karipuna, de 24 años, señalando los cortes hechos en uno de los gruesos troncos que servían para pasar sobre un arroyo. “Fue una represalia de los madereros”, explica, poco después de que la inspección de la Fundación Nacional del Indígena (Funai) expulsara a seis no indígenas que estaban prendiendo fuego en la misma zona de donde los karipunas habían huido momentos antes. Sin el puente, se quedaron aislados. “Ahora los equipos sanitarios no tienen forma de llegar hasta aquí”, se lamenta Karipuna, ya en la aldea donde viven 60 indígenas.
La mayor parte del territorio de los karipunas se encuentra en Porto Velho, la capital brasileña de los incendios forestales. Entre enero y mediados de agosto de este año fue el municipio con más incendios forestales del bioma amazónico. Durante este período, el Instituto Nacional de Estudios Espaciales (INPE por sus siglas en portugués) identificó 521 puntos que teñían el horizonte con una niebla espesa. Ahí se dibuja una nueva frontera agrícola brasileña. El Estado prácticamente triplicó su rebaño bovino entre 1999 y 2019: de 5,4 millones de cabezas a 14,3 millones. El estado de Rondonia tiene el sexto mayor rebaño bovino del país.
Los incendios descontrolados y el aumento de la devastación en la Amazonia son las principales marcas del Gobierno de Jair Bolsonaro en el área medioambiental. En 2020, la deforestación fue la más alta de los últimos 12 años. En 2019, el impacto de la devastación se sintió en la otra punta del país: el humo de los incendios forestales en la región norte llegó hasta São Paulo, donde el día se convirtió en noche. Este año, el Ejecutivo ha anunciado un recorte de 240 millones de reales (45,7 millones de dólares) en el presupuesto del Ministerio de Medio Ambiente. Solo en las cuentas del Instituto Brasileño del Medio Ambiente (Ibama), la reducción será de 3,6 millones de dólares, lo que debilitará aún más su capacidad de inspección.
El Estado de Rondonia es uno de los más relevantes para el proyecto del presidente Jair Bolsonaro en el área medioambiental, que pretende desproteger tierras protegidas por ley e incentivar su explotación a través de la minería, la agroindustria o el comercio de troncos. En 2019, el entonces Ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, visitó a los madereros de Rondonia que quemaron un camión del Ibama en protesta por las medidas de inspección. Se apiadó de la situación y dijo, dirigiéndose claramente a los infractores medioambientales que habían destruido propiedad pública: “Todos vosotros representáis a la buena gente trabajadora de este país”.
Consciente del papel estratégico de Rondonia, la familia Bolsonaro lo frecuenta. El presidente inauguró allí en mayo un puente que conecta los Estados de Rondonia y Acre. Durante el acto, criticó la invasión de tierras. Pero no las que llevan a cabo los grileiros y que tanto preocupan a los karipunas, sino las que realizan los movimientos sociales: “Aquí no hay lugar para grupos terroristas. Tenemos los medios para ponerlos en su sitio y hacerlos respetar la ley”.
Las acciones y los discursos del presidente sirven de combustible para la audacia de los invasores. “Todo este proceso de invadir nuestras tierras, quemarlas y robar madera ha crecido mucho con el Gobierno de Bolsonaro, con su discurso. Ha fortalecido a estas personas [grileiros y madereros]. Sienten que pueden destruir más”, dice el jefe André Karipuna, de 28 años, líder de su pueblo. “Y han debilitado los organismos, como la Funai y el Ibama, que tanto necesitamos, sobre todo en la parte de la inspección”. Como si esta presión del fuego y de los invasores alentados por el presidente no fuera suficiente, la tierra indígena de los karipunas limita con la reserva extractivista Jaci-Paraná, la que más incendios ha sufrido en el Estado este año, y cuya situación es probable que empeore aún más en los próximos meses.
La situación medioambiental de Porto Velho comenzó a deteriorarse drásticamente a principios de la década de 2000. El momento más crítico fue la construcción de dos centrales hidroeléctricas. “Hubo un fuerte proceso especulativo sobre las tierras de la región, y muchas personas y empresas lo vieron como una oportunidad”, explica Marcelo Lucian Ferronato, de la ONG Ecoporé. Otros dos factores contribuyeron al avance de los incendios y la tala de la selva: “Tuvimos la expansión de los puertos de grano en el río Madeira y la pavimentación de la carretera hacia el Pacífico, que transformaron Porto Velho en un centro de distribución logística. Estos factores crearon una tormenta perfecta para la agroindustria. Empujaron la soja hacia las áreas de pastoreo, y los pastos invadieron las unidades de conservación, como la reserva Jaci-Paraná”, dice Ferronato.
Esta reserva extractiva se delimitó como zona protegida en 1996 para que pudieran subsistir las familias ribereñas que vivían de prácticas centenarias y sostenibles, como la explotación de árboles de caucho, la pesca de bajo impacto y la extracción de nueces. Pero los grileiros y los madereros invadieron rápidamente la tierra para explotar los árboles nobles y luego convertirlo todo en pasto. Se calcula que actualmente hay unas 120.000 cabezas de ganado en la reserva, según el propio Gobierno de Rondonia.
En abril, la ya debilitada reserva sufrió un nuevo golpe: la Asamblea Legislativa de Rondonia aprobó un proyecto de ley que redujo su área en un 80%, premiando en la práctica a cientos de delincuentes ambientales responsables de convertirla en la segunda unidad de conservación más deforestada de la Amazonia. El gobernador, el coronel bolsonarista Marcos Rocha, ratificó la medida en mayo. “Con la reducción de la reserva, que ya estaba siendo invadida y destruida, nuestra situación empeora. Porque era como una especie de barrera entre la devastación y nuestra tierra”, afirma André Karipuna. Y añade que las autoridades no escucharon a los indígenas durante las discusiones sobre la reducción de la zona protegida.
El diputado estatal Jean Oliveira, ponente del proyecto que diezmó la reserva, no respondió a las llamadas ni mensajes enviados .
La reserva en llamas
Dentro de la ahora diminuta reserva Jaci-Paraná la situación es dramática. Rosa Maria Lopes, de 66 años, nació y creció allí, a orillas del río Branco. “Yo era extractora de caucho, recogía nueces, pescaba, hacía todo lo que hacía mi padre”, explica. Recuerda aquellos tiempos con nostalgia: “Antes solo había familias que cuidaban la selva de forma sostenible”. Luego, a principios de la década de 2000, llegaron los madereros y los hacendados y todo cambió: “Se expulsó a mucha gente y muchos se fueron con miedo a morir”. Calcula que actualmente solo quedan siete familias. “La reserva ha terminado. Dan ganas de llorar”, dice.
Mientras habla, observa el humo de un incendio que consume la selva a un kilómetro de la casa de su vecino y amigo João Gomes de Sousa, de 47 años, que también vive en la reserva. “Joãozinho, tienes que tener cuidado o el viento traerá este fuego aquí, a tu choza”, dice, refiriéndose a una sencilla construcción de madera sin electricidad ni saneamiento básico. “Sí, se está acercando. Hace más de una semana que arde”, responde el agricultor, que gana unos 600 reales (115 dólares) al mes vendiendo los productos de su pequeña parcela en la ciudad. “Son los que hacen esto [prender fuego a la selva] para crear pastos para el ganado”, dice. “Estos incendios amenazan todo lo que tengo, mi pequeño campo y mi choza”. ¿Quién es el responsable de iniciar el fuego? João no quiere seguir hablando: “Estos asuntos dan muchos problemas. Tienes que saber que aquí, en la reserva, están los grandes y los pequeños”.
Doña Rosa recuerda cuando vio por primera vez el grado de violencia que implicaba el proceso de robo de tierras y devastación de la selva. Fue en la década de 2000, cuando encontró el cadáver de un extractor de caucho que se había peleado con los madereros flotando en las orillas del río Branco. Ella misma ha sufrido amenazas veladas: “Unas personas se escondían en la maleza junto a mi casa para asustarme. Pensé en denunciarlos a la policía, pero tuve miedo. Es mejor no meterse con esta gente”. Cerca de su propiedad, más destrucción: “Ya han cortado 50 fanegas de selva cerca de aquí. No me dejaron ni un árbol para poder arreglar mi choza”.
La ex extractora de caucho está preocupada con las políticas ambientales del Gobierno de Bolsonaro, famoso por desproteger las áreas de conservación. “Mira, el presidente dice que será tolerante con todo. No estoy de acuerdo. No se habla de plantar maíz, calabaza. Es solo agroindustria, solo hablan de ganado de engorde, leche y haciendas. Dentro de unos años no conseguiremos sacar nada de esta tierra”, dice Rosa.
Las historias de fuego y violencia son una constante en las conversaciones con los residentes que quedan en la reserva. “El año pasado casi muero intentando apagar un incendio que llegó a la choza de un vecino”, cuenta Casemiro José Lopes, de 53 años, que lleva 20 años en la región. Después de intentar combatir las llamas que habían alcanzado el molino de harina de un amigo utilizando solo cubos de agua, se sintió mal por haber inhalado humo y tuvo que ser hospitalizado con una infección respiratoria. “No sabemos quién manda quemar las tierras. Lo que sí sabemos es que todos los años es la misma historia”, afirma.
Hace tres años, unos grileiros intentaron intimidar a Casemiro quemando una choza situada en la parte trasera de su pequeña propiedad. “Sucedió justo después de que sorprendiéramos a un tractor arrastrando troncos dentro de la reserva y nos enfrentáramos a él”. El sentimiento de impotencia es grande: “La realidad es que solo podemos cuidar lo que está aquí en la orilla del río [Branco]. La parte interior [de la reserva] no tiene solución. Soy optimista porque sé que las cosas no pueden ser peores de como están ahora. Ya casi no queda selva que cortar”, dice Casemiro.
Además del incendio que amenazaba la casa de João, EL PAÍS presenció un fuego de grandes proporciones dentro de la reserva. Consumía una superficie de varios kilómetros cuadrados en medio de una región de selva cerrada. Una columna de humo se elevaba en el horizonte. La selva afectada estaba justo detrás de una zona de pastos abandonada, que hasta hacía poco los grileiros utilizaban.
Mientras la agroindustria, los grileiros y los madereros avanzan sobre las zonas protegidas, el jefe Karipuna recuerda la importancia de esta tierra. “Tenemos que entender la selva como algo que tiene valor no solo para nosotros, que somos sus protectores, sino también para el clima, para el agua y para la humanidad”, afirma Karipuna, uno de los miembros de la nueva generación de la etnia que fue casi aniquilada por las enfermedades traídas de fuera en los setenta tras el primer contacto con el hombre blanco.
Solo quedaron siete individuos, que resistieron y consiguieron recuperarse en las décadas siguientes, solo para enfrentarse a más adversidades: en 2019, un puesto avanzado de la fundación para proteger a los indígenas, construido dentro de la tierra indígena para garantizar la seguridad en la zona y evitar la entrada de invasores, fue quemado también en represalia contra las inspecciones. Todavía está igual, unas ruinas abandonadas que simbolizan la ambición de la agroindustria y las madereras de poseer el territorio indígena. “Dicen que hay demasiada tierra para pocos indígenas. Pero en realidad somos muy pocos indígenas para proteger toda esa gran naturaleza. Y es curioso que nunca digan ‘es demasiada tierra para un solo agricultor’, ¿no?”, pregunta.
El organismo medioambiental Ibama informó que tiene a 17 inspectores trabajando en Rondonia y que, en 2021, “las inspecciones en el Estado ya han supuesto 100 incautaciones, 75 embargos, cuatro órdenes de destrucción y 383 autos de infracción que ascienden a 63.256.449,36 reales (12 millones de dólares) en multas”. También afirmó haber realizado acciones en colaboración con la fundación para la protección de los indígenas (Funai), que no ha querido hacer comentarios. El Gobierno informó que “la Secretaría de Estado de Desarrollo Ambiental, junto con sus coordinadores, viene trabajando en acciones de prevención y combate a los incendios en todo el Estado de Rondonia”. El comunicado añade que en el primer semestre de 2021 “se realizaron 146 operaciones (…) con el fin de luchar contra los incendios y la deforestación”, y se aplicaron 1.744 multas. Ante el resultado, se trata de inspecciones inocuas de un Gobierno que incentiva a los devastadores.