Despenalizar las drogas: el debate está abierto

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Por primera vez en la historia oficial del hemisferio, la VI Cumbre de las Américas, reunida en la ciudad de Cartagena los días 14 y 15 de abril pasados, ha puesto en el tapete, al más alto nivel político, la despenalización de las drogas.

El Presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, abrió el debate sobre este tema tan sensible hace un par de meses, secundado por algunos de sus colegas en Centro América, reconociendo que la lucha contra los carteles de narcotraficantes es, en los hechos, un fracaso, así como la idea que se pueda eliminar el mercado de drogas. Por tanto, se propuso examinar su despenalización, como en su momento se hizo con el alcohol, debatir sobre la regulación de la producción, el transporte, el comercio y el consumo. Desde esa perspectiva, el problema global de las drogas debiera enfocarse más bien desde la óptica de salud pública, en lugar de ser asunto casi exclusivamente del ámbito de la justicia penal, como actualmente.

La Cumbre de las Américas reconoció que la guerra contra el tráfico de estupefacientes debe reexaminarse y corregirse y que la estrategia estadounidense, basada en combatir a las organizaciones de narcotraficantes y la erradicación de los cultivos de coca es obsoleta. Ante constataciones tan rotundas, la administración del Presidente Barack Obama anunció con antelación a la reunión de Cartagena que se opone a toda despenalización. Sin embargo, no sólo participó del debate hemisférico, donde aclaró que los Estados Unidos habían otorgado más de 31.000 millones de dólares a su estrategia, sino que a su retorno a Washington, Obama dio un giro sorprendente a su política antinarcóticos al presentar un Plan Nacional que da prioridad al tratamiento y la prevención antes que a la detención y la condena de los consumidores. Este plan se corresponde, sin duda, en los nuevos vientos que empiezan a soplar en el continente.

De esta manera parece que se inicia una discusión necesaria, que aborda los diferentes escenarios posibles para aumentar la eficacia de la guerra contra el tráfico de drogas, que, por un lado, inyecta ingentes cantidades de dinero ilegal en las economías, ha puesto en pie una delincuencia organizada y corrompe fácilmente gran parte de las instituciones, y, por otra, genera una espiral de violencia y problemas sociales, que se traducen en más de 50000 asesinatos en México en cinco años, 20000 muertos en Centroamérica, sin hablar del incremento de los niveles de consumo en las ciudades de todos los países, del norte, centro y sud américa.

Para Centroamérica la despenalización aparenta ser una forma de despertar alertas y reconocer que los gobiernos han sido superados por las fuerzas del narcotráfico, tanto en el plano policial, militar y judicial, mientras que para Colombia el asunto parece ser el de cambiar el énfasis en la responsabilidad de los actores e influir para que Estados Unidos reconozca más clara y críticamente el peso que juega la demanda y su papel de sociedad consumidora.

En muchas ocasiones se ha escuchado decir que «mientras los «gringos» consumen, los latinomericanos cuentan los muertos». Por eso, los Estados Unidos tampoco pueden aceptar que su estrategia, que ha privilegiado los métodos represivos, haya fracasado, pero asume que es evidente la necesidad de reformular sus métodos que están quedando claramente obsoletos y superados por una realidad compleja.

Y Bolivia : ¿qué piensa?

Lo sorprendente es que Bolivia, uno de los principales países productores de pasta básica de cocaína, está «fuera de juego» y carece de respuestas novedosas y oportunas.

En un debate complejo, al cual no hay excusas para no aportar o hacerse a un lado. Bolivia, que tiene enorme responsabilidad por su papel de país productor de drogas, prefiere seguir más bien la política del avestruz: ocultar la cabeza frente al problema. Lo peor es que esta posición parece ser deliberada, pues en los años de gobierno de Evo Morales, quien mantiene su cargo de máximo dirigente de los sindicatos cocaleros en Chaparé, la zona productora excedenteria de materia prima de la cocaina, el combate al narcotráfico se ha reducido a mostrar ciertos resultados en decomisos de droga, sin presos narcotraficantes, pues es claro que no conviene atacar a la «economía paralela e ilegal» que alimenta esta actividad ílicita y la bonanza que vive el país.

Por otro lado, ha ayudado mucho a que el Gobierno desarrolle la imagen de soberanía y de una política «antiimperialista», expulsando al Embajador de Estados Unidos y a la DEA, acusados de entrometerse en asuntos internos. Si bien esto es cierto, pues a través de su estrategia los Estados Unidos tuvieron influencia y penetración en los gobiernos anteriores y, asimismo, porque era necesario reducir el énfasis en la erradicación forzosa de los cocales excedentarios, en los hechos en los últimos años las plantaciones de coca han crecido de manera alarmante, juntamente con el consumo en todas las capas sociales, principalmente entre los jóvenes.

Por lo demás, mientras el norte hacia el papel de «chico malo», Europa alentaba las políticas de «sustitución». Sin embargo, tampoco los europeos quieren quitarse ese ropaje de «buenos de la política» y, desde el inicio de la administración de Evo Morales evitan ser claros y definitivos en precisar la cantitad de cultivos de coca necesarios para el «consumo tradicional», pues demoran el desarrollo y la publicación de un estudio con bases serias, para el que cuentan con el suficiente financiamiento y han suscrito acuerdos.

En ese contexto, el gobierno actual de Bolivia prefiere el statu quo, pues realmente no quiere atacar este problema que atrae réditos económicos y políticos. Tampoco hay tampoco políticas que muestren que se esté atendiendo los problemas ligados al incremento alarmante del consumo, más drogadictos, más violencia y más postergación, submundos no registrados en las estadísticas ni en las prácticas sociales y de la justicia bolivianas. En resumen, no hay políticas que muestren una lucha clara, explícita y eficaz, así como tampoco hay recursos frescos para la salud, la educación e institucionales para atacar las prácticas nocivas del consumo y del proclamado «buen vivir».

El debate de la despenalización está abierto y tiene plena y legítima razón para ser abordado sin hipocresías por todos: gobiernos y sociedades del hemisferio y el mundo.

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