Alemania acepta liderazgo político sin complejos
El discurso que debía inaugurar una nueva etapa en las relaciones de Alemania con el resto del mundo ha topado con su prueba de fuego antes de lo previsto. “Durante seis décadas hemos vivido en paz con nuestros vecinos. Ya podemos confiar en nosotros. Es hora de que demos pasos más decididos para preservar el orden y nuestros valores; de que en lugar de huir de los desafíos, nos enfrentemos a ellos”, dijo el jefe del Estado, Joachim Gauck, el pasado mes de enero en Múnich.
Su intervención -que recibió críticas y halagos igual de encendidos- sirvió como acto de presentación de un país que había aprendido de los errores del pasado. Alemania, por fin, podía desprenderse de complejos para reivindicarse como lo que es: el líder indiscutido de Europa. Y eso implica asumir un papel protagonista, también, en política exterior. Han pasado cuatro meses desde entonces y la actuación de Berlín para evitar la guerra civil en Ucrania determinará si Gauck realmente anunció un cambio de era o se limitó a pronunciar unas bonitas palabras.
Nadie duda de que Alemania es -y ejerce como tal- la superpotencia económica del continente. El Gobierno de la canciller Angela Merkel lleva años recetando a los enfermos de Europa amargas medicinas que estos deben tragar quieran o no. Berlín se sentía cómodo en su papel de gigante económico y enano político, pero la fuerza de los acontecimientos le ha hecho asumir un creciente papel en política exterior. La tibia respuesta de la UE a Rusia en la crisis ucrania muestra que Berlín lleva el volante.
“La crisis financiera, primero, y ahora la de Ucrania obligan a Alemania a convertirse en una verdadera potencia”, sintetiza el sociólogo Ulrich Beck, autor del ensayo Una Europa alemana. La duda radica en saber hasta qué punto Berlín está dispuesto a asumir su mayoría de edad como poder regional.
La nueva política exterior anunciada por el ministro Frank-Walter Steinmeier nació por oposición a los cuatro años anteriores en los que su antecesor, el liberal Guido Westerwelle, había adoptado la contención como leit-motiv. El punto álgido de esta época cristalizó en 2011, con la resolución sobre Libia del Consejo de Seguridad de la ONU, en la que Alemania se abstuvo, alineándose con países como Rusia o China. “Esa actitud ya no nos sirve. Hemos aprendido que no podemos aislarnos. Si a nuestros vecinos les va mal, no podremos mantener nuestra prosperidad”, asegura Niels Annen, responsable de Asuntos Exteriores del grupo parlamentario socialdemócrata.
Berlín se ha quitado ataduras históricas para ejercer el poder que le corresponde, sí, pero quiere hacerlo a su manera. “Nuestra receta para Ucrania es combinar sanciones con diálogo. Nos implicamos más, pero no como lo haría EE UU. Nadie piensa en una escalada militarista. No se trata de una excusa para no participar, es que realmente creemos que es la mejor solución”, continúa el diputado del SPD.
Algunos analistas, sin embargo, consideran poco convincente este discurso. Entre otros motivos, porque no va acompañado de un aumento sustancial de fondos para actividades militares, de inteligencia o de ayuda al desarrollo, sectores en los que Francia y Reino Unido siguen destinando una mayor proporción de recursos.
“El quid de la cuestión es si están dispuestos a garantizar la seguridad a un continente en el que EE UU cada vez está menos interesado. Y ahí la respuesta es no”, asegura Simon Tilford, subdirector del Center for European Reform, un think-tank británico y aún así europeísta. “La nueva política exterior es un discurso destinado a las élites que la mayoría de la población ni entiende ni le interesa. Son palabras vacías”, dispara Ulrich Deupmann, periodista que en la primera Gran Coalición escribía los discursos del ministro Steinmeier.
Una actitud más decidida del Gobierno chocará con una población muy reacia a ver a su país inmiscuyéndose en asuntos externos. Es lo que le pasó al canciller socialdemócrata Gerhard Schröder cuando, acompañado por el primer ministro ecopacifista en la historia alemana, Joschka Fischer, se embarcó en las operaciones militares de la OTAN en Kosovo y Afganistán, donde murieron 54 soldados alemanes. Si Merkel ahora opta por mostrar mano dura a Putin se enfrentará no solo al influyente lobby industrial, sino a gran parte de su opinión pública.
El reto al que se enfrenta Berlín no está solo en la política exterior. Su gestión de la crisis financiera ha evitado la ruptura del euro, pero ha dejado por el camino un reguero de víctimas en forma de parados. “Alemania tiene que aprender a renunciar a algún objetivo a corto plazo porque a largo le interesa acabar con esta crisis. Si quieren ser líderes, deberán ejercer un liderazgo benéfico, no solo útil para sus propios intereses”, advierte Simon Tilford.
El liderazgo alemán en Europa es obligado, entre otros motivos, porque no hay alternativas. Una Francia inmersa en la incertidumbre económica; un Reino Unido del que se desconoce no solo su futura relación con la UE sino incluso que será de una parte de su territorio como Escocia; una Italia de crecimiento anémico y habituales bandazos políticos; y una España cuya máxima preocupación hasta hace poco era evitar el desastre, no son competencia.
Es a Berlín a quien le corresponde decidir qué tipo de jefatura ejerce. Han pasado dos años y medio desde que el ministro de Exteriores polaco, Radek Sikorski pronunciara esas palabras -“Temo menos el poder alemán de lo que estoy empezando a temer su inactividad”- tantas veces repetidas. “Ese mensaje tuvo efecto. No vamos a caer en la pasividad”, asegura el diputado Annen. ¿Ha abandonado entonces Alemania sus reticencias a ejercer el papel que le corresponde? “Vamos poco a poco, pero una actitud de años no se cambia con un discurso”.