Ya es hora de que los Estados Unidos y otras potencias dejen que el Oriente Medio se gobierne a sí mismo de conformidad con su soberanía nacional y la Carta de las Naciones Unidas. Cuando los EE.UU. están examinando la posibilidad de lanzar otra ronda de acciones militares en el Iraq y una intervención en Siria, deben reconocer dos verdades básicas.
En primer lugar, las intervenciones de los EE.UU., que han costado a este país billones de dólares y miles de vidas en el pasado decenio, siempre han desestabilizado a Oriente Medio, al tiempo que causaban un enorme sufrimiento en los países afectados. En segundo lugar, los gobiernos de esa región -en Siria, Arabía Saudí, Turquía, el Irán, el Iraq, Egipto y otros- tienen el incentivo y los medios para lograr acuerdos mutuos. Lo que los detiene es el convencimiento de que los EE.UU. o alguna otra potencia exterior (como, por ejemplo, Rusia) propicien una victoria decisiva en su nombre.
Cuando el Imperio Otomano se desplomó al final de la primera guerra mundial, las grandes potencias de aquel momento, Gran Bretaña y Francia, crearon Estados sucesores para garantizar su control del petróleo, la geopolítica y las rutas de tránsito de Oriente Medio a Asia. Su cinismo, reflejado, por ejemplo, en el Acuerdo Sykes-Picot, estableció una tónica duradera de destructiva intromisión exterior. Tras surgir posteriormente los Estados Unidos como potencia mundial, trataron a Oriente Medio del mismo modo: instalando, derribando, sobornando o manipulando implacablemente a gobiernos de esa región, sin por ello dejar de emitir retórica democrática de boquilla.
Por ejemplo, menos de dos años después de que el Parlamento y el Primer Ministro, Mohammad Mossadegh, democráticamente elegidos, nacionalizaran la Compañía Petrolera Angloiraní en 1951, los EE.UU. y Gran Bretaña recurrieron a sus servicios secretos para derribar a Mossadegh e instalar al incompetente, violento y autoritario shah Reza Pahlevi. No es de extrañar que la Revolución Islámica que derrocó al sha en 1979 fuera seguida de una oleada de violento antiamericanismo. Sin embargo, en lugar de intentar lograr un acercamiento, los EE.UU. apoyaron a Sadam Husein durante la guerra del Iraq contra el Irán, que duró ocho años, en el decenio de 1980.
Al Iraq no le cupo mejor suerte con los británicos y los americanos. Después de la primera guerra mundial, Gran Bretaña creó, implacable, un Estado iraquí sometido y respaldó a las minorías selectas suníes para que controlaran a la mayoritaria población chií. Después de que se descubriera petróleo en el decenio de 1920, Gran Bretaña se hizo con el control de los nuevos yacimientos petrolíferos, recurriendo, en caso necesario, a la fuerza militar.
Los EE.UU. apoyaron el golpe de 1968 que llevó al partido Baas -y a Sadam- al poder. Sin embargo, con la invasión de Kuwait en 1990, los EE.UU. se volvieron contra él y desde entonces no han dejado de inmiscuirse en la política del Iraq, con dos guerras, regímenes de sanciones, el derrocamiento de Sadam en 2003 y repetidos intentos -el más reciente, este mes-de instalar a un gobierno considerado aceptable.
El resultado ha sido una catástrofe sin paliativos: la destrucción del Iraq como sociedad en funcionamiento, convertida en una guerra civil permanente, impulsada por potencias exteriores, que ha causado la ruina económica y el hundimiento de los niveles de vida. Desde 1990, centenares de miles de iraquíes han muerto a consecuencia de la violencia.
Siria padeció decenios de dominio francés después de la primera guerra mundial y después relaciones cálidas y frías, alternadas, con los EE.UU. y Europa desde el decenio de 1960.
Durante el pasado decenio, los EE.UU. y sus aliados han intentado debilitar y después -a partir de 2011- derribar el régimen del Presidente Bashar El Assad, principalmente con una guerra por procuración, para socavar la influencia iraní en Siria. Los resultados han sido devastadores para el pueblo sirio. Assad sigue en el poder, pero más de 190.000 sirios han muerto y millones de ellos han acabado desplazados a consecuencia de una insurrección apoyada por los EE.UU. y sus aliados (mientras que Assad contaba con el respaldo de Rusia y el Irán). Ahora algunos funcionarios de los EE.UU. están examinando, al parecer, la posibilidad de aliarse con Assad para luchar contra el Estado Islámico, cuyo ascenso ha ido facilitado por la insurrección respaldada por los EE.UU.
Después de decenios de intervenciones cínicas -y con frecuencia secretas- por parte de los EE.UU., Gran Bretaña, Francia, Rusia y otras potencias exteriores, las instituciones políticas de esa región están basadas en gran medida en la corrupción, la política sectaria y la fuerza bruta. Sin embargo, siempre que estalla una nueva crisis en Oriente Medio -la última, la desencadenada por las recientes triunfos del Estado Islámico-, los EE.UU. vuelven a intervenir, tal vez para cambiar a un gobierno (como acaban de organizar en el Iraq) o lanzar un nuevo ataque con bombas. Los tratos en la sombra y la violencia siguen siendo el pan nuestro de cada día.
Los expertos afirman que los árabes no saben gestionar la democracia. En realidad, a los EE.UU. y a sus aliados no les gustan, sencillamente, los resultados de la democracia árabe, que con demasiada frecuencia produce gobiernos nacionalistas, anti-Israel, islamistas y peligrosos para los intereses petroleros de los Estados Unidos. Cuando los votos se orientan en esa dirección, los EE.UU. se limitan a hacer caso omiso de los resultados de las elecciones (como hicieron, por ejemplo, en 2006, cuando Hamás obtuvo una gran mayoría del voto popular en Gaza).
Los EE.UU. no pueden detener la espiral de violencia en Oriente Medio. El daño causado en Libia, Gaza, Siria y el Iraq exige que se busque una solución política en esa región, no impuesta desde fuera de ella. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas debe brindar un marco internacional en el que las mayores potencias se retiren, anulen las sanciones económicas asfixiantes y se atengan a los acuerdos políticos alcanzados por los propios gobiernos y facciones de esa región.
El Irán, Turquía, Egipto, Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos y otros vecinos se conocen mutuamente bastante bien -gracias más de dos mil años de comercio y guerra- para solucionar sus problemas por sí mismos, sin interferencia de los EE.UU., Rusia y las antiguas potencias coloniales de Europa. Los países de Oriente Medio tienen un interés común en privar al hiperviolento Estado Islámico de armas, dinero y atención de los medios de comunicación. También comparten un interés en mantener la corriente de petróleo hacia los mercados mundiales… y recibir la mayor parte de los ingresos.
No quiero decir que, si los EE.UU. y otras potencias se retiran, todo vaya a ser perfecto. Hay bastante odio, corrupción y armas en esa región para mantenerla en crisis durante los próximos años y nadie debe esperar que haya democracias estables muy pronto.
Pero, mientras los EE.UU. y otras potencias extranjeras sigan inmiscuyéndose en esa región, no se encontrarán soluciones duraderas. Cien años después del comienzo de la primera guerra mundial, se debe poner fin a los métodos coloniales. Oriente Medio necesita la oportunidad de gobernarse a sí mismo, protegido y apoyado por la Carta de las NN.UU., no por una determinada gran potencia.
Fuente: Project Syndicate. Jeffrey D. Sachs, profesor de desarrollo sustentable y Director del Instituto de la Tierra en la Columbia University