Pena de muerte

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Se clama justicia cada vez que se hace público un episodio que llega hasta lo más profundo de las raíces del ser humano, y que nos conmueve al punto de colocarnos en un plano donde comprobamos que el grado de descomposición social al que peligrosamente está ingresando la sociedad boliviana, parece no tener límite.

Un asesinato a mansalva, el maltrato a menores de edad, el abuso sexual a mujeres adultas y a las que aún no lo son y, como no, el caso que terminó con la muerte del bebé Alexander, son sólo una muestra de lo que realmente está aconteciendo y de cómo reacciona el colectivo social.

Llegamos a extremos de pedir pena de muerte, cambio de leyes, endurecimiento y hasta justicia por mano propia. Vamos más allá, y presos del pavor que importa la notoriedad que un determinado evento alcanza por su crueldad, encontramos culpables de manera inmediata, y los juzgamos y sentenciamos casi  en el acto.

No solo es el escarnio público,  también hallamos operadores de justicia y ministerio público que no tienen la talla de manejar un episodio con la serenidad debida, y que envían a la cárcel a todos los que están al frente con el propósito de aminorar la repulsa ciudadana y quizá dejar que el tiempo termine por consolidar el olvido de deudos o la resignación de víctimas.

Y el proceso se repite una y otra vez.  Por unos cuantos días el dolor, la sed de venganza y las manifestaciones públicas toman notoriedad, por lo menos hasta que el jefe de prensa de canales de televisión y de periódicos decide que la noticia siga al aire. Lo dramático y estremecedor es el hecho de que hasta ahora el problema de fondo continúa siendo problema. La causa o por lo menos una de las causas para que el maltrato familiar y el abuso de género siga el iter criminis de conductas penadas por ley, permanece sin tratamiento. Podemos incrementar años de condena o incluso reformar la Constitución Política del Estado parcialmente para dar curso a la pena de muerte, y el problema seguirá latente, sin remedio. Continuaremos de espectadores ante radiografías que serán reflejo de ese proceso de descomposición que no tiene nada que ver con telenovelas, pero que sí tiene que ver y mucho, con formación y educación. En el derecho penal aymara por ejemplo, se castigaba el robo de mercadería y de ganado lanar, con la pena de muerte a través del despeñamiento; en el derecho penal quechua las penas más duras pasaban por la quema en la hoguera y el entierro en vida. Nada cambió. El robo de ganado lanar persiste hasta nuestros días, así como algunos ladrones, mentirosos y perezosos. Lo repito, el tema ya no pasa por penalizar y endurecer más las sanciones, entendiendo que el delito es la conducta típicamente  antijurídica y culpable. Hay que prevenir atacando el problema de fondo con una verdadera revolución del comportamiento que forme y eduque al ciudadano, para que la violencia, el vejamen y el ultraje, formen parte de un componente de manifestaciones sociales que pasen a ser la excepción, ya no la regla. Que desaparezca el castigo corporal, el abuso sexual y el maltrato a la mujer, no porque únicamente haya temor a ser descubierto, juzgado, sentenciado y encarcelado, sino porque se entienda que esa conducta es impropia de gente educada, formada moralmente y medianamente civilizada. Que el respeto por el ajeno y con mayor razón, por el propio,  por tu sangre, sea incólume y perpetuo.

Termino aquí: el Marqués de Beccaria inmortalizó la frase “nulla delicti nulla poena, sine lege” (no hay delito, no hay pena sin ley previa). Bajo ese principio y con leyes vigentes en la materia, la pena sigue siendo preventiva, lo que nada garantiza que el culpable nuevamente no cometa el delito. La protección es nuestra obligación,  la educación el camino.

 

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