Colombia anuncia un giro en su política contra las drogas: como pedían los campesinos, se pondrá fin a las fumigaciones. El país marca el camino al cerrar la página de las políticas prohibicionistas
Colombia ha anunciado un giro en su política contra las drogas: como pedían los campesinos, se pondrá fin a las fumigaciones con glifosato y se implementarán políticas para apoyar a los pequeños productores que abandonen los cultivos ilícitos. El país marca el camino para otros estados al cerrar la página de las políticas prohibicionistas acordadas con EEUU que, en última instancia, han terminado consolidando el poder de los grupos armados ligados al narcotráfico.
“Una Colombia sin coca y sin conflicto era imposible hace apenas unos años.Hoy es una posibilidad real. ¿Se la imaginan?”. Con estas palabras, el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, expuso hace unos meses ante la Asamblea General de Naciones Unidas su voluntad de vincular la resolución del conflicto armado al fin del narcotráfico. Ahora que las negociaciones de paz con las FARC (las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) llegan a su momento más esperanzador, las palabras de Santos vuelven a resonar en un clima de esperanza: “Colombia no tiene por qué seguir siendo el primer exportador de coca del planeta, y vamos a probarlo”. ¿Se imaginan una Colombia sin coca y sin narcotráfico?
El mismo día que anticipaba el acuerdo sobre justicia que da el espaldarazo final al proceso de paz, el Gobierno colombiano anunciaba un giro en la política contra las drogas; un giro en la dirección que, desde hace años, vienen reclamando las comunidades campesinas. El nuevo Plan Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos acabará, a partir del 1 de octubre, con las polémicas fumigaciones desde el aire con glifosato. La decisión se había anticipado el pasado mayo y era cuestión de tiempo, después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicara un informe que asocia el glifosato al cáncer en humanos.
Durante casi 20 años, el célebre herbicida de la multinacional estadounidenseMonsanto ha sido una herramienta fundamental en la lucha contra los cultivos ilícitos, pese a las denuncias de los agricultores locales, que culpaban al glifosato del aumento de enfermedades respiratorias, abortos y otros problemas de salud, por no hablar de las devastadoras consecuencias para el ganado y para el resto de cultivos. Las fumigaciones eran un elemento clave del Plan Colombia, con el cual, desde 2000, el país recibe la financiación directa de Estados Unidos para la erradicación de la coca. En los últimos años, al glifosato se sumó la erradicación manual forzosa.
Gracias a la presión de las organizaciones sociales, las fumigaciones ya fueron declaradas ilegales en parques naturales y en la frontera con Ecuador; pero en el resto del país, las comunidades seguían sufriendo, muchas veces sin avisar, fumigaciones sobre sus tierras hasta 10 veces por año. Lo más paradójico es que, según cuentan los campesinos afectados, “el glifosato acaba con todo, menos con la coca”.
Alternativas a los cultivos ilícitos
Los campesinos llevaban años demandando políticas que, en lugar apelar a la prohibición y la erradicación forzosa, ofrezcan alternativas reales para los productores microfundistas que quieran sustituir los cultivos de coca por otros de “pan coger”, como llaman en Colombia a los cultivos para el consumo local. Es lo que, aparentemente, está ahora sobre la mesa: “Se está hablando de ayudar a los campesinos cocaleros en lugar de reprimirlos”, ha asegurado el politólogo y activista León Valencia, exguerrillero en el Ejército de Liberación Nacional (ELN), para quien Colombia entraría así “en una nueva era para superar el problema de las drogas, ofreciéndole una salida al campo colombiano”.
La erradicación forzosa ha encubierto la política de “represión ycriminalización” de los pequeños productores, según ha denunciado el Cabildo Indígena del Macizo Colombiano (CIMA), que reúne a organizaciones indígenas y campesinas de una de las regiones con mayor presencia de cultivos de hoja de coca. Las comunidades locales denuncian que la erradicación manual ha sido la disculpa para “un enfrentamiento directo entre las autoridades militarizadas y la sociedad civil”, y relatan episodios de violencia, inclusive asaltos sexuales. En un informe publicado en 2013, Witness for Peace sostiene que la política antinarcótica estadounidense en Colombia “ha causado despojamiento y violaciones de derechos humanos, ha incrementado el tráfico de armas y ha aumentado la violencia“. En definitiva, lo que exponen las comunidades rurales es la falta de voluntad política real de acabar con un negocio tan lucrativo y estratégico como es la cocaína. Falta por ver si, en el contexto de las negociaciones de paz, esa voluntad ha cambiado.
Sobre el papel, así es: la nueva política de erradicación manual no sólo contempla que las FARC colaboren con el proceso, sino que incorpora políticas de apoyo para las familias que se pasen a los cultivos lícitos: si lo hacen durante cinco años, tendrán acceso a la titularidad de las tierras, y ese no es un aspecto menor en el campo colombiano, donde la falta de regularidad en las tierras es una de las principales fuentes de inseguridad para los pequeños agricultores.
La economía de la coca
Pero, ¿es realista pensar, a corto o medio plazo, una Colombia sin coca? Guste o no, la coca sigue siendo la fuente principal de ingresos para unas 180 mil familias en Colombia. Las cifras bailan, si bien dan fe del peso de la coca en la economía colombiana. Un estudio de la Universidad de los Andes de 2011 cifraba en un 2,3% del PIB el peso de la coca y el narcotráfico en la economía colombiana; de un total de 7.694 millones de dólares, 5.400 millones correspondían a las ganancias de los narcotraficantes. Además, según la Unidad de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en 2014 aumentó un 44% la superficie dedicada a cultivos ilícitos, hasta llegar a 69.000 hectáreas, una cifra similar a la de 2011. La mayor parte de esos cultivos están concentrados en el Sur del País, en departamentos (provincias) como Putumayo, Nariño y Cauca.
“La coca salvó a Colombia de una revolución social“, afirma el escritor y periodista Alfredo Molano, conocedor como pocos de la Colombia rural. Se refiere al hecho de que, sin el recurso a la hoja de coca, miles de familias campesinas se hubieran visto abocadas al hambre, y con ello, al estallido violento de una revolución, en uno de los países más desiguales y latifundistas del planeta: su índice Gini de propiedad de la tierra es de 0,88 (donde 1 es la desigualdad absoluta).
La situación de los campesinos empeoró con la apertura económica iniciada por César Gaviria en los años 90. Desde entonces, los campesinos han sufrido lasoscilaciones en los precios del café, el cacao, el arroz o el maíz. Un nuevo varapalo fueron los tratados de libre comercio (TLC) firmados con Estados Unidos y Europa, cuyos alimentos subsidiados se venden en Colombia por debajo de los costes de producción; por si fuera poco, los insumos (semillas, herbicidas, maquinaria) no dejan de encarecerse. Los márgenes de ganancia son tan estrechos que muchas familias optan por la coca, la marihuana o la amapola como la única opción para garantizar su subsistencia. La coca tiene además la ventaja de ser un cultivo muy resistente a las plagas: los campesinos denuncian inclusive que las fumigaciones de glifosato terminaban acabando con los cultivos de “pan coger”, pero no con la hoja de coca.
Coca no es cocaína
Mientras los campesinos demandan alternativas sostenibles al cultivo de coca, los pueblos indígenas reclaman la legalización de su planta ancestral. Hace al menos 10.000 años que los pueblos indígenas de la región andina consumen hoja de coca. Es sabido que mascar coca previene el mal de altura y quita el hambre; es también apreciada por sus propiedades nutritivas y curativas y su resistencia a las plagas. Es más: muchos pueblos aborígenes, como los Nasa y los Misak, la consideran una planta sagrada, que representa la conexión con la ‘Pachamama’, y la utilizan en sus rituales religiosos; también se fabrican decenas de productos a partir de la coca, desde bebidas y remedios hasta galletas y panes.
No extraña entonces que para las comunidades indígenas en Colombia, Perú o Bolivia sea tan difícil de entender la política prohibicionista que condena una planta de uso milenario porque el hombre blanco aprendió a sacar de la hoja una sustancia con la que se fabrica la lucrativa cocaína. Criminalizar el cultivo de coca es asumir que la sagrada hoja es lo mismo que la cocaína, cuando se requieren grandes cantidades de la planta, y un complejo proceso químico, para producir cocaína. Criminalizar la coca es, en definitiva, “una afrenta a la naturaleza y a nuestra identidad milenaria”, según la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC). Tal vez, a fin de cuentas, el interrogante de partida esté equivocado: como andinas que son, estas son tierras de coca. Lo que habría que imaginar sería una Colombia sin cocaína.