El miércoles, el senado brasileño destituyó a Dilma Rousseff, la primera presidenta de Brasil, por lo que debe abandonar su cargo por el resto de su mandato. Este proceso ha sido la piedra angular de una lucha por el poder que durante meses ha consumido a la nación y que también terminó por provocar la caída de uno de los partidos políticos más poderosos del país.
El senado, de 81 miembros, votó contra Rousseff, quien es acusada de manipular el presupuesto federal en un intento de ocultar los crecientes problemas económicos de la nación. La votación final quedó 61 votos a favor y 20 en contra, sin abstenciones.
Sin embargo, la remoción definitiva de Rousseff, quien fue suspendida en mayo para enfrentar el juicio político, fue mucho más que una condena. Fue un veredicto sobre su liderazgo y su manejo de la crisis de Brasil.
El juicio político pone fin a los 13 años de gobierno socialista del Partido de los Trabajadores, una era en la que el auge de la economía de Brasil elevó a millones de personas a la clase media y cambió el perfil del país en el escenario global.
Pero los escándalos de corrupción, la peor crisis económica en décadas y las escasas respuestas gubernamentales a los problemas nacionales provocaron un frustración y desprecio contra Rousseff, quien tuvo poco apoyo para defenderse de sus rivales políticos.
“Ella carecía de todo”, dijo Mentor Muniz Neto, un escritor de São Paulo que describe la expulsión definitiva de Rousseff como una “muerte anunciada”, y añadió que la presidenta carecía de carisma, competencia y humildad. “Nos merecíamos a alguien mejor”.
Para sus críticos, la destitución es la salida apropiada para una líder arrogante que dirigía un movimiento político que perdió el rumbo. Pero Rousseff y sus partidarios califican la destitución como un golpe de Estado que socava la joven democracia de Brasil.
Por otra parte, su salida no restaura la confianza pública en los líderes de Brasil ni disminuye la corrupción que permea la política del país. Por el contrario, muchos brasileños creen que se está transfiriendo el poder de un partido lleno de escándalos a otro.
Se espera que Michel Temer, de 75 años, quien es el actual presidente en funciones y que también se desempeñó como vicepresidente de Rousseff antes de separarse del gobierno este año, se mantenga en el cargo hasta 2018, cuando se acaba el periodo actual.
Pero el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), la agrupación política presidida por Temer que durante más de una década formó parte de la coalición gobernante del Partido de los Trabajadores, también está profundamente enredada en los colosales esquemas de corrupción que ensombrecen el sistema político de Brasil. Podría decirse que, al igual que el PT, la organización de Temer también se benefició de sobornos y del financiamiento ilícito de las campañas.
Desde que asumió la presidencia provisional en mayo, los índices de aprobación de Temer se han mantenido casi tan bajos como los de Rousseff. El gobierno viró a la derecha y nombró un gabinete sin mujeres ni afrobrasileños, lo que muchos vieron como un ultraje en un país donde casi el 51 por ciento de las personas se definen como de raza negro o mestiza, según el censo de 2010.
Varios de los hombres nombrados por Temer ya han renunciado a sus cargos por algunos escándalos. Esto incluye a su ministro Anticorrupción y al de Planificación, quienes tuvieron que separarse de sus cargos por acusaciones de que estaban tratando de obstaculizar las investigaciones sobre corrupción en Petrobras.
Hace poco, Temer fue declarado culpable de violar los límites de campaña, una condena que podría inhabilitarlo para postularse a cargos públicos durante ocho años. Además un ejecutivo de la construcción declaró que el presidente en funciones recibió un soborno de 300.000 dólares, una acusación que Temer ha desmentido.
El proceso de destitución ha dividido a la nación, agitando las pasiones en ambos bandos. De los cuatro presidentes brasileños electos desde que la democracia fue restablecida en la década de los ochenta, Rousseff es la segunda que ha sido forzada a separarse del cargo tras un juicio político. En 1992, Fernando Collor de Mello renunció antes de que el senado lo condenara por cargos de corrupción.
“No hay duda de que Temer es una cachetada a la democracia brasileña”, dice Creuza Maria Oliveira, presidenta de la Federación Nacional de Trabajadoras Domésticas, que representa a millones de empleadas que se beneficiaron del fortalecimiento de la legislación laboral impulsada por Rousseff.
“Dilma es una defensora de los pobres”, dijo Oliveira, que fue una de las partidarias de Rousseff que la acompañaron hasta el senado esta semana.
Algunos empresarios y políticos prominentes de Brasil aseguran que Temer tiene las habilidades políticas necesarias para lograr el apoyo del rebelde y desacreditado poder legislativo con el fin de lograr reformas ambiciosas que fomenten la inversión en la economía y alivien la difícil situación pensional.
El gobierno de Temer tiene “todas las condiciones necesarias para tomar una nueva ruta”, aseguró recientemente Philipp Scheimer, el jefe de operaciones de Mercedes-Benz en Brasil. “Tenemos que decidir si queremos un Brasil como Venezuela o un Brasil insertado en el nuevo mundo”.
Otros, incluyendo a Rousseff, sostienen que la facilidad con la que la élite política separa al mandatario de su cargo podría traer más división y turbulencia política en el país.
“Esto es grave porque otros presidentes de la república también tendrán que enfrentarlo”, dijo Rousseff en su testimonio ante el senado esta semana, comparando su expulsión a los golpes de Estado que derrocaron a los líderes brasileños durante gran parte del siglo XX. “Si eso no es inestabilidad política, entonces no sé qué es”.
A diferencia de muchos de los políticos que impulsaron su proceso de expulsión, Rousseff, de 68 años, sigue siendo una rareza en el ambiente político de Brasil: es una líder política que no ha sido acusada de enriquecerse ilegalmente.
Todo el proceso jurídico en su contra gira en torno a una cuestión jurídica discutible, se trata de probar si cometió un delito al usar trucos presupuestarios para ocultar los déficits económicos de su gobierno.
Rousseff ha insistido en que ella no hizo nada ilegal y argumenta que sus predecesores también manipularon el presupuesto federal. Pero sus oponentes afirman que la escala de las transferencias de fondos de su administración entre bancos públicos, por una suma de unos 11 mil millones de dólares, socavó seriamente la credibilidad económica de Brasil y la ayudó a ganar la reelección en 2014.
La presidenta no irá a la cárcel y se ha defendido en un tono desafiante durante el juicio político e insistió en que la crisis económica de Brasil fue, en gran medida, el resultado de los cambios en la economía mundial que provocaron el declive de los precios de las materias primas.
Rousseff era una burócrata especializada en la supervisión de las gigantescas empresas públicas de la industria energética de Brasil y no había ocupado ningún cargo público hasta que su predecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, la ungió como su heredera después de que otros líderes del Partido de los Trabajadores fueron vinculados a un escándalo por compra de votos. Al ser una abuela divorciada, muy conocida por su afición por la literatura, era una excepción en la escena política dominada por hombres.
Además de ser jefa de gabinete durante el gobierno de Da Silva, también era conocida por haber participado durante su juventud en la Vanguardia Armada Revolucionaria Palmares, un grupo de guerrilla urbana. En la década de 1970, los agentes de la dictadura militar capturaron a Rousseff en varias ocasiones y la torturaron.
Su personalidad autocrática y malhumor se convirtieron en una leyenda en Brasilia, la capital de gobierno donde son habituales los acuerdos a puerta cerrada, así como el establecimiento de alianzas.
Muchos votantes también se sintieron traicionados después de su campaña de reelección, cuando ganó por un estrecho margen al prometer que mantendría un amplio control estatal sobre la economía para preservar el generoso gasto público. Pero una vez reelegida, tomó otra dirección al designar a un ministro de finanzas que trató de implementar nuevas políticas de mercado.
“Ella mintió para ser reelegida, lo que causó una ola de indignación nacional”, dijo Antonio Risério, historiador y comentarista cultural. “Al percibir que votaron por una persona y terminaron eligiendo a otra, la mayoría de la población comenzó a pedir su cabeza”.
Luego de la salida de Rousseff del poder, el PT, que se había convertido en una fuerza dominante en la política brasileña durante gran parte de la última década y media, ahora lucha por encontrar su camino en un panorama político en el que las voces conservadoras se han vuelto más potentes.
Para complicar el panorama, los investigadores federales están formulando cargos de corrupción contra Da Silva, quien fue presidente de 2003 a 2010. La medida se suma a los crecientes problemas legales que enfrenta el expresidente, quien todavía afirma que tiene planes de postularse para la presidencia en el 2018.
En los últimos meses, Rousseff estuvo cada vez más aislada mientras perdía más y más apoyos. Pero algunos la defendieron hasta el mismo final cuando esta semana la mandataria acudió al senado.
“Usted se salió del molde cuando fue elegida presidenta de la república, desde la izquierda, una antigua militante contra la dictadura, sin marido para posar a su lado en las fotografías”, dijo Regina Sousa, una senadora del Partido de los Trabajadores.
“Nunca encajó en el lindo vestidito diseñado por la élite conservadora de este país”, añadió Sousa.