El Salvador: El periodismo cambia las cosas a un ritmo inmoral

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Foto: El País

Hace tres meses Oscar Martínez (El Salvador, 1983) recibió dos premios: el reconocimiento más antiguo del periodismo, el Moors Cabot que le entregó la Universidad de Columbia el miércoles en Nueva York, y el Premio Internacional de Libertad de Prensa. Los dos reconocían el riesgo emprendido para contar la verdad y sus consecuencias en uno de los países con la violencia más salvaje del mundo, El Salvador, donde Oscar y otros colegas tienen viva la llama de su oficio: la sección Sala Negra de El Faro, un diario digital referencia en América. Es autor de crónicas como Un hombre confiesa que mató o Los coyotes domados. Ha publicado libros: Los migrantes importan (Icaria, 2010) y Una historia de violencia: vivir y morir en Centroamérica (Debate, 2016)

¿Cómo empieza?

Surgió en México con los migrantes. Hay una crónica titulada El infierno no cabe en este texto que firmé con mi hermano Carlos Martínez y fue un punto de inflexión: yo no quiero volver. Volver a trabajar en un periódico, ser esclavo del día a día más brutal en diarios mediocres como los de Centroamérica, a ser esclavo de la cuenta bancaria como lo son los freelance. No quería cubrir un Mundial de tiro con arco y al día siguiente subirme al tren a ver qué pasaba con los migrantes. Mi dilema fue: o hago esto, o lo mando a la mierda.

¿Usted es activista?

No creo que el periodismo sea activista de nada. También digo: el día en que deje de creer que el periodismo cambia las cosas, dejo este oficio. El problema es que no sabes cuándo carajo lo hace, ni con qué pieza lo vas a lograr. La retribución de ese cambio es bien precaria.

¿Tiene ejemplos?

Los más cercanos: las masacres policiales en El Salvador, las pandillas en ese país, la cobertura que dedicamos a la corrupción. Ahora: el periodismo cambia las cosas a un ritmo completamente inmoral, completamente indecente. Pero no he descubierto otro mecanismo para incidir en la sociedad de la que soy parte que escribiendo. Hago periodismo porque sé que sirve para mejorar la vida de algunas personas y para joder la vida de otras: poderosos, corruptos.

Y la suya, para joder la suya.

Ha habido costos personales. Mi familia y yo hemos tenido que salir del país, y no sólo yo. Con otros colegas del periódico llegamos a tener escolta. Ya sé que he decidido hacer periodismo en el país con más homicidios del mundo [a finales de 2015 registraba 104 muertos para 100.000 habitantes] que no es una guerra declarada. Es ingenuo pensar que no sabía dónde me metía. Lo hice amparado por un periódico que sabía que no me iba a dejar en la calle, como les ocurre a colegas de México cuyos periódicos les pagan tres dólares por nota. Y todo costo se tiene que ver en relación con un contexto: nosotros hemos tenido amenazas, pero cuando dejamos a nuestras fuentes, las que nos han contado las cosas arriesgando sus vidas, tú no puedes hacerte la víctima de lo que haces. Cuando nosotros tenemos que salir del país después de publicar La Policía masacró en la finca de San Blas, se quedó la mujer que escuchó cómo la policía mató a su hijo de 20 años de un tiro en la cabeza mientras él estaba de rodillas suplicando. Sola en una casa de lodo y piedra que cualquiera podía tumbar de una patada. El periodista que dice que es víctima del trabajo que hace es un imbécil.

Un día el reportero Alberto Arce se despidió en un aeropuerto y a las tres horas envió por whatsapp la foto de una calavera con un agujero diciendo: Ya he llegado a casa”.

A mí ser salvadoreño me preparó a la brava a eso. De niño empezaron a traer cadáveres procedentes de un combate. Los metían dentro de una iglesia para que el pueblo entrase a buscar a los suyos. Recuerdo perderme entre esos cuerpos preguntándome qué le pasaba a la gente. Por suerte mis padres fueron siempre muy directos para explicarme lo que ocurría. Por ejemplo la guerra.

¿Le sigue impactando un cadáver?

Me impactan los muertos, pero lidio bien con ellos. Lo que me sigue costando mucho es conversar con las víctimas. Como yo soy bastante pesimista, y no soy el ser más emotivo del mundo, me congelo aún más en esa situación. Y en algunos momentos me he visto con más facilidad para conversar con un asesino que con una víctima.