El Trump brasileño vs. Lula: La lucha presidencial en Brasil

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La contienda para remplazar al presidente Michel Temer en octubre está tomando la forma de un asunto turbulento y amargo, con los votantes brasileños enfrentando opciones marcadamente diferentes.

Los dos candidatos que encabezan las preferencias están en los lados opuestos del espectro político y ambos aportan kilos de equipaje político a la contienda.

Luiz Inácio Lula da Silva, quien va a la cabeza, es una figura transformadora de la izquierda latinoamericana. Gobernó de 2003 a 2011 y está compitiendo para regresar en un tercer periodo, lo que representaría el dramático retorno de su Partido de los Trabajadores después de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff en 2016.

El gran predicamento de Da Silva es que, en los próximos días, una corte de apelaciones podría hacerlo inelegible como candidato al cargo si confirma una condena y una sentencia de casi diez años en prisión por corrupción y lavado de dinero emitida en julio.

Detrás de él, en segundo lugar, está el diputado Jair Bolsonaro, un legislador de extrema derecha con una larga trayectoria de comentarios groseros e incendiarios de menosprecio hacia mujeres, negros y homosexuales.

El ascenso de Bolsonaro ha asombrado a los brasileños, algunos de los cuales lo consideran un síntoma de cuán conflictiva se ha vuelto la cuarta democracia más grande del mundo. En contraste, una base de fervientes simpatizantes ven al exmilitar como la solución radical necesaria para dar la vuelta a la suerte de una nación aquejada por una violencia agobiante, una epidemia de corrupción y una recuperación dispareja de una prolongada recesión económica.

Para los votantes que buscan algo intermedio, las opciones son limitadas.

Quienes están en el centro han batallado durante meses para apuntalar a un candidato moderado viable, pues los escándalos de corrupción han ensuciado a varias figuras de la clase dirigente.

Mientras tanto, a los independientes con una oportunidad plausible de ganar la presidencia les preocupa tomar las riendas de un sistema político que muchos brasileños consideran podrido hasta la médula.

Da Silva y Bolsonaro no han ofrecido aún soluciones detalladas para los problemas más difíciles que el próximo presidente habrá de enfrentar, incluyendo un sistema de pensiones desmesurado y una violencia endémica en varias partes del país, que con mayor frecuencia sofoca el ejército.

Ambos han hecho campaña con arrebatos de enojo e indignación, estableciendo un tono para la contienda que en gran medida está en concordancia con el ánimo nacional.

“El sentimiento de la gente en el país es de querer arrojar cosas”, dijo Monica de Bolle, una experta brasileña del Instituto Peterson para la Economía Internacional.

Comparó el alto riesgo de la campaña de este año con las elecciones de 1989, la primera votación directa para presidente en Brasil después de más de dos décadas de dictadura militar. Sin embargo, en 1989 había una sensación de renovación, añadió De Bolle. “Ahora, la gente quiere destruir”.

Los brasileños tienen muchas razones para sentirse desencantados de su sistema político de los últimos años.

En 2014, una investigación de lavado de dinero, conocida como Lava Jato, expuso un amplio esquema de sobornos que se extendía a casi todos los partidos políticos grandes y dañó a importantes pilares de la economía, incluyendo a la petrolera estatal Petrobras, al gigante de la construcción Odebrecht y a JBS, la mayor empacadora de carne del mundo.

Conforme los magnates comenzaban a ir a la cárcel, un destino que varios políticos veteranos implicados en el escándalo temían, una coalición de legisladores echaron a andar en diciembre de 2015 un plan para destituir a Rousseff por acceder a fondos del banco central con el fin de esconder déficits presupuestarios. Rousseff denunció su expulsión del cargo en agosto de 2016 como un “golpe de Estado”, cuyos autores intelectuales habían sido políticos de centro-derecha incapaces de obtener el poder a través de las urnas.

Mientras un pánel de tres jueces en la ciudad sureña de Porto Alegre sopesa la apelación de Da Silva, el expresidente ha argumentado que descalificarlo como candidato sería un golpe más a la democracia.

“La verdad es que a quien se está sentenciando es al pueblo brasileño”, le dijo Da Silva a un pequeño grupo de periodistas en São Paulo el jueves. “Los brasileños han visto que su país pierde el respeto del extranjero, ven que el desempleo crece, ven cómo la gente pierde todos los derechos laborales ganados en los últimos sesenta años”.

Los funcionarios del Partido de los Trabajadores dicen que Da Silva apelará por el derecho a aparecer en la boleta, incluso si la corte confirma su condena, que por ley lo haría técnicamente inelegible para postularse al cargo. Si eso falla, no está claro quién lo sustituiría. El Partido de los Trabajadores no cuenta con ninguna otra figura tan atractiva y reconocida como Da Silva.

Da Silva comenzó su campaña con una gira en autobús a través de los estados empobrecidos del noreste del país, donde muchos habitantes recuerdan su tiempo en el cargo, que coincidió con un auge de productos, como el más próspero de su vida.

Maria de Fatima Oliveira, de 53 años, asistente de medio tiempo de una funeraria en Cansanção, una pequeña ciudad en el estado de Bahia, dijo que sin los subsidios que comenzó a recibir cuando Da Silva era presidente, no habría podido pagar los recibos de gas y electricidad.

Más adelante, durante el mandato de Rousseff, el acceso a la atención médica se expandió en el área, con la llegada de doctores cubanos contratados por el gobierno.

“Aquí en el noreste apoyamos a Lula y a Dilma”, dijo Oliveira, quien vive en una casa de adobe en una calle sin pavimentar. “Todos los políticos son ladrones, pero al menos estos cuando robaron nos dieron algo”.

Bolsonaro ha advertido de que un regreso al poder del Partido de los Trabajadores pondría a Brasil en un camino hacia la ruina, señalando la crisis de Venezuela como una advertencia de lo que podría pasar en Brasil. Ha buscado presentarse como un extraño político brasileño con experiencia, pero sin manchas de corrupción, aun cuando un reportaje de investigación reciente de un periódico brasileño sobre sus bienes raíces ha generado cuestionamientos sobre cómo pudieron pagar él y sus hijos apartamentos con un valor de 4,6 millones de dólares con salarios de servidores públicos.

Bolsonaro, un exparacaidista, sacudió por primera vez a la clase política en 1993 cuando, como legislador recién elegido, hizo un llamado a un regreso del gobierno militar: “Estoy a favor de una dictadura”.

Hasta hace poco, a Bolsonaro se le consideraba en gran medida un provocador radical en el congreso, con pocos logros legislativos. En 2003, estuvo en los encabezados por decirle a una legisladora, Maria do Rosário Nunes, que no la violaría porque ella no valía la pena.

En abril, Bolsonaro generó indignación de nuevo cuando dijo que los negros que viven en una comunidad rural que visitó “no hacen nada” y “ya ni siquiera pueden procrear”. Un juez federal lo multó por esos comentarios, con el argumento de que incitan al racismo.

Bolsonaro, a quien no apoya ningún partido político poderoso, ha conseguido seguidores leales entre los hombres jóvenes y los brasileños ricos de las zonas rurales. Roberto Folley Coelho, el dueño de una granja en Mato Grosso do Sul, dijo que aunque Bolsonaro pueda ser grosero, es justo el tipo de dirigente que Brasil necesita en este momento.

“Lo más importante es la honestidad”, dijo. “Ha estado en la política durante veinte años y ha tenido muchas oportunidades de volverse corrupto, pero no lo ha hecho”.

Aunque la denigración de las mujeres y de las personas homosexuales por parte del candidato ha causado consternación, concuerda con la opinión de muchos brasileños, dijo Coelho, y añadió que le atrae el discurso de Bolsonaro sobre una seguridad estricta.

“Nuestra Constitución de 1988 dio demasiados derechos a los delincuentes, a expensas de la seguridad de la gente”, señaló Coelho.