El regreso de los militares

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El caso de Bolivia, en donde las fuerzas armadas sugirieron a Evo Morales renunciar, reveló que los soldados no han abandonado el poder en América Latina. La vuelta de los ejércitos como actores políticos es peligroso para una región que aún tiene cicatrices por las dictaduras militares.

El día que el general Williams Kaliman sugirió a Evo Morales que abandone la presidencia de Bolivia hizo más que desplazar a un movimiento ciudadano con un golpe militar: dejó claro que los soldados no se han ido jamás de la sombra del poder en las dos largas décadas del retorno a la democracia tras las dictaduras militares.

El caso boliviano ha puesto en la mesa que, cuando fracasan en América Latina las capacidades políticas de nuestras democracias imperfectas para gestionar los tensos equilibrios del gobierno, el estamento militar todavía cree tener potestades superiores al dictado constitucional. Es urgente para nuestra región no rendirnos a la idea de que para salir rápido de crisis políticas o de regímenes autocráticos no hay más solución que rebeliones o golpes. Las hay.

Los militares latinoamericanos volvieron a los cuarteles con la disolución de las hipótesis de conflicto de la Guerra Fría y el reenfoque geopolítico de Estados Unidos en Medio Oriente. Algunas fuerzas armadas se plegaron a misiones de paz en el extranjero, otras comenzaron a realizar inteligencia interna y no pocas son favorecidas con el control o los beneficios de negocios estatales, como en Venezuela. Y aunque parecía claro que habían entendido que su rol no era intervenir políticamente, ese pacto ahora está en entredicho.

Si no teníamos presente cuán cercano estaba el aliento militar más ominoso, Bolivia acabó por descorrer el velo: han vuelto. Tras desplazar al movimiento cívico de protesta contra Morales -y a diferencia del pasado, cuando asumían el gobierno sin intermediarios- los militares esta vez prefirieron la comodidad de la segunda fila: decidieron solo acompañar el regreso al poder de la derecha religiosa boliviana.

Después de que el general Kaliman le puso la banda a la presidenta proclamada, Jeanine Áñez Chávez firmó un decreto para liberar al ejército de responsabilidades penales durante la represión de las revueltas. La única misión del gobierno de Áñez -convocar a elecciones inmediatas- está amenazada ahora bajo la perspectiva de una democracia tutelada. Si con Evo, Bolivia caminaba a una autocracia electoralista, en la nueva etapa la democracia solo podría regresar a la sucesión de gobiernos conservadores cívicomilitares que dominaron al país entre los años sesenta y ochenta.

La experiencia boliviana no es un caso aislado. En Venezuela y Nicaragua, quizás los casos más visibles de la región, las fuerzas armadas cogobiernan como parte integral de los regímenes bolivariano y sandinista. En el Brasil de Jair Bolsonaro, hay más de cien militares en cargos estratégicos. Los militares han sido centrales en el proceso de represión en Chile, que aún tiene cicatrices de la larga dictadura de Augusto Pinochet. El ejército de Honduras derrocó al gobierno de Manuel Zelaya y es corresponsable de la reducción del país a un Estado fallido. Las fuerzas armadas jamás soltaron el poder real en Guatemala desde el fin de las guerras de los ochenta y son el aparato de sustento del gobierno de Jimmy Morales. En El Salvador han tenido poder suficiente para empujar una amnistía que los aleje de pagar por sus crímenes en la guerra civil. En México, cuando la crisis del narco fue convertida en un asunto de seguridad nacional, los militares fueron enviados primero a combatir el crimen organizado hace trece años y luego se convirtieron en una fuerza parapolicial con poder de mando propio con la Guardia Nacional de Andrés Manuel López Obrador.

Los gobiernos latinoamericanos no parecen saber cómo superar la difícil prueba de lidiar con el descontento popular una vez concluida la mejor etapa de crecimiento económico del último siglo. Los recientes estallidos sociales mostraron que las fuerzas armadas, que estaban en expiación -adeudando a América Latina varias generaciones de obediencia para probar que abrazaban la fe democrática-, aún conservan reflejos del pasado.

¿Qué hacer? En Bolivia tendrán que encontrar mecanismos legales, políticos y sociales novedosos para resolver una crisis tan política como cultural, social y racial. Otras naciones tienen mejor prospecto. Tal vez suene cándido, pero no hay otra opción que empujar a los políticos a recuperar la capacidad de construir consensos.

En las fracturas ganan los actores antidemocráticos. Las organizaciones políticas deben rediscutir los principios de sus disputas: salir de la concepción del otro como enemigo para recuperarlo como un adversario con el que existen diferencias de grado sobre la idea de nación. El marco de fondo es crítico: una vez que un actor tan históricamente poderoso como las fuerzas armadas ocupa un espacio en la política, no retrocede si no ve riesgo de derrota.

Es el momento de que cada movimiento -populista o neoliberal, progresista o conservador- envíe a la escena a su traidor necesario: alguien capaz de renunciar a posiciones intransigentes para acercar la balanza a un centro razonable. Un ejemplo: el pacto entre distintas fuerzas para abrir la posibilidad de una nueva constitución en Chile que reemplace la promulgada por Pinochet.

La crispación favorece a los cínicos. O construimos democracia o los militares construyen otra cosa por nosotros, ya no con golpes de Estado desembozados sino haciéndonos creer que su concepción del orden -susurrado al oído de los políticos- es el modo en que debe organizarse una sociedad democrática.

 

 

Diego Fonseca es un escritor argentino que vive entre Phoenix y Barcelona. Su libro más reciente, en coedición, es Perdimos. ¿Quién gana la Copa América de la corrupción? Es director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona.