Bardo, la séptima película de Alejandro González Iñárritu (G. Iñárritu desde 2012), está llena de huevos de Pascua. El término suele utilizarse en algunas películas de género y se refiere a pequeñas pistas escondidas por un creador dentro de una obra. En las tres horas que dura la película pueden verse las huellas de Amores Perros, Birdman, El Renacido e incluso Detrás del dinero, una cinta de televisión que dirigió en 1995 junto a Pelayo Gutiérrez con Miguel Bosé de protagonista. La obra de autoficción del mexicano cinco veces ganador del Oscar (Ciudad de México, 59 años) es un destilado de la personalidad de su creador. Iñárritu explica en una conversación a distancia los entresijos de su nueva película, la más personal, sin duda, como una obra de madurez que le permite reflexionar sobre la identidad y la migración de alguien que como él ha abandonado su país por Estados Unidos. Y también de alguien que no puede dejar de ver el éxito a través del lente de la incertidumbre. Este jueves y viernes presentará en el festival de San Sebastián un nuevo corte con algunos ajustes. “Estas películas necesitan tiempo”, asegura. Bardo se estrenará en algunas salas de cine en octubre y llegará a Netflix el 16 de diciembre.
Pregunta. El escritor chileno Benjamín Labatut ha llamado a Bardo no una autobiografía sino una sucesión de estados mentales.
Respuesta. Es una buena lectura. Siempre he dicho que México no es un país, es un estado mental. Cuando sales de un país, la memoria involuntaria se convierte en la fuente más rica de la imaginación. Esa incertidumbre de sensaciones, sentimientos, recuerdos, miedos, ilusiones es el fundamento de Bardo. Yo intenté poner en orden todos estos impulsos. Al menos darles un sentido con la única cosa que sé hacer, que es a través de la imagen y el cine. No la podemos llamar una película construida con una estructura común. Siento que son trazos de la memoria.
Después de Biutiful comenzó a decir que sentía cierto cansancio con la convención narrativa. Creo que Bardo ha sido juzgada con cierto esquema del modelo clásico de contar una historia.
R. Uno hace ciertas películas para el público y en otras te puedes dar el lujo de hacerlas para ti mismo por una necesidad vital o existencial. Es el caso de Bardo. Hay películas que haces no para reafirmar las convenciones, sino para romperlas. En lo que hacemos va implícito un riesgo, no hay recetas. Estas películas necesitan tiempo, a diferencia de lo que ahora llaman contenido, que son productos de consumo, estructura, géneros, tonos ya entendidos dentro de una industria. Esta película obedece a otro tipo de reglas.
Usted ha dicho que hacer una película sin miedo es una banalidad. Que el miedo es un aliado. ¿Cuáles fueron esos miedos al hacer Bardo?
Abrir la bodega del pasado es siempre aterrador. Es también inútil. Hacer una película es inútil. Y soñar. Todo esto es inútil menos para quien lo hace. Hacerlo se convierte entonces en un acto vital. Lo que descubrí a lo largo de estos años es que las narrativas que unen a países enteros, las historias que nos infunden desde nuestra niñez, siempre están interpretadas por nuestro sistema nervioso. Estás construido dentro de eso. Nos da identidad, sentido de pertenencia y poder colectivo. Cuando sales, estas narrativas se empiezan a ver con perspectiva, y se disuelven con el tiempo y la distancia. Tus propias experiencias, relaciones, el afecto con tus padres, con tus amigos, con tu país. Las historias hilvanadas por nuestra mente empiezan a ser cuestionadas y todo empieza a ser incierto. Por eso dice el personaje que la memoria no tiene verdad, solo tiene convicción emocional. Esa es la parte más delicada. Yo no recuerdo mi niñez, no tengo imágenes de esos años. Envidio a quienes pueden construir la narrativa de sus vidas desde allí, el inicio de todo y la razón de su existencia. Yo al revés. Son quizá estos últimos 25 años de mi vida los que pueden darme pistas de cómo pudieron ser esos primeros años. Y es lo que hago. Son las preguntas que me hago a mí mismo y que no tienen respuesta.
Durante el rodaje trabajó con Limbo como título. ¿En qué momento se convirtió en Bardo?
Son conceptos parecidos. Uno en el mundo católico, donde el limbo está creado para las almas de los niños pequeños que fallecen y no fueron bautizados y no tienen entrada al cielo. Eso es más reductivo. El bardo como concepto es similar en la tradición budista, ese estado en donde las cosas están en transformación constante. Todo el tiempo morimos y renacemos. Para mí, emigrar es morir un poco. Implica aceptar de alguna forma el final de algo, y de renacer de nuevo y reinventarte. Esa integración a una nueva cultura también implica la desintegración de lo anterior. Es el bardo del que estoy hablando. Y finalmente, la última migración, que es la inevitable y que nos toca a todos, que es la muerte. A mi edad empiezas a pensar en ella. Te hace reír, recapacitar y te obliga a intentar poner las cosas en orden.
Mencionaba su infancia. En una escena, el personaje, convertido en niño, se encuentra con su padre en el baño de una sala de baile. Él le dice que al éxito hay que darle una probadita y luego escupirlo, porque si no envenena.
Es una frase literal de mi padre, quien siempre tuvo una relación bastante vigilante con el éxito, el cual no lo tuvo él. La integré porque me quedó muy grabada. Con mi padre realmente nunca hubo elogios. No lo hacía con mala intención, sino creía que reiterar el éxito o la virtud de alguien podía hacer que esa persona se lo creyera y dejara de hacer lo que hacía naturalmente. Este personaje, en una parte de la película, está lidiando con su cabeza. Los primeros 25 minutos son acerca de él, su premio, su entrevista. Después se diluye y se convierte en una película acerca del corazón. Para mí, Bardo está llena de humor, moviéndose entre lo sublime y lo estúpido, lo ridículo y lo doloroso, tal cual sucede en nuestras vidas. No es un buceo por las obscuridades, sino un deslizar sobre la superficie.
Usted siempre apuesta por la catarsis en cada proyecto. ¿La tuvo aquí?
Para mí fue un ejercicio obligatorio por mi edad y mis necesidades de liberarme y así poder compartir sin maquillajes un muy frágil estado mental y emocional que es difícil articular con palabras. Si hubiese sido pintor, habría preferido hacer un autorretrato, que siempre es muy aplaudido. O un mural maximalista de [José Clemente] Orozco. Pero no sé pintar. Y con palabras solo gente como Octavio Paz o Jorge Luis Borges o Rulfo, Cortázar, César Vallejo. Solo ellos fueron capaces de darle sentido al sinsentido. Muy lejos de esos talentos yo solo me atuve a lo que pude ofrecer con 32 secuencias cinematográficas, que es de lo que está construida esta película.
Creo que quienes hemos experimentado eso compartimos algo que es difícil de hablar. Los que nos hemos ido, aún volviendo a tu país, ya no puedes volver. Ya no hay vuelta atrás. Eso es un fenómeno de una cultura híbrida, que es muy de estos tiempos. Quienes no han salido, en este caso los estadounidenses, que son autosuficientes culturalmente y con un idioma que lo hablan en todo el mundo, es difícil entender esto.
Usted conoció a Guillermo del Toro porque le hizo la sugerencia de cortar Amores Perros. Le dijo que le sobraban 20 minutos. En Venecia le hicieron muchas críticas por las tres horas de metraje de Bardo. ¿Le parece injusto?
Yo creo que hay películas de una hora que son insoportables y larguísimas. Hay otras de tres horas y media que son mis favoritas. Me parece una superficialidad. Hay una obsesión por el tiempo de duración o la taquilla, como si eso fuera importante. Editar una película es un proceso interminable. Es como editar un libro. Rulfo tardó casi 17 años editando Pedro Páramo, un proceso de extracción audaz. Siempre es muy difícil saber dónde se mueven las aguas finales de una película. Mis procesos son largos. De hecho, he retocado hasta el final todas mis películas. 21 Gramos la estuve moviendo hasta el día del estreno. Una película la dejas ir por el deadline, como un festival o un estreno. En este caso terminé la película dos días antes de irme a Venecia. Estoy muy contento de poder decir que estoy integrando ahora unas escenas que no habían sido terminadas. También apreté el ritmo interno de otras. La esencia de la película está intacta, pero tuve la oportunidad de encontrar ese último detalle, de acupuntura. Soy muy riguroso. Soy un carnicero. Con Guillermo del Toro comparto eso, somos muy duros con nosotros mismos.
En la película aparece todo el tiempo, en un segundo plano, una trama en la que una gran corporación está por comprar una parte de México. Es un comentario sobre el colonialismo que creo que ha pasado de largo en el mundo anglosajón.
Esta reducción o acusaciones personales de lo que ellos suponen que son mis intenciones de haber hecho esta película no dejaron ver todo lo que está ahí. Esta película habla de todo esto y muchas otras cosas. Habla del olor de la Ciudad de México, del silbido perdido de mi padre fallecido al que no pude llegar a su lado. Habla de la adolescencia de los hijos, que llega sin avisar. De la memoria difusa de nuestro hijo Luciano, que perdimos, que es un centro importante. El pelo blanco de nuestros amigos, que no nos hemos dado cuenta de que lo tienen. Las bodas y funerales que hemos omitido, la ciudad que ya no es. También habla de la vitalidad, la cumbia y el calor mexicano coexistiendo con la muerte, con la desaparición y la impunidad. Creo que es una película muy chilanga.
Convierte a Silverio Gama, el protagonista, en un periodista del país más mortal para la prensa. No encontré ningún comentario a la violencia que sufre el gremio.
La relación de dos personajes, Silverio y Luis, su némesis, de alguna forma habla de la situación de los periodistas que se quedan, que son realmente valientes, de la impunidad que existe, pero también de una serie de deformaciones que hay ahora de la verdad. Todos tenemos esta sensación, de que la verdad se nos está yendo de las manos.
Después de trabajar con fotógrafos como Rodrigo Prieto y Emmanuel El Chivo Lubezki, ¿cómo llegó Darius Khondji a convertirse en el fotógrafo de Bardo?
Darius es un hermano que conocí hasta los 59 años. Él es francés iraní y tiene un alma universal. Finalmente, tiene también una versión de esta dislocación cultural en otro país, que es Francia, pero con una raíz iraní. Compartimos esa semilla y también la excitación por la exploración visual. Nunca había preparado tanto en mi vida una película para que aparente esta fluidez de tiempo y espacio, onírica y surreal. Hubo mucho trabajo de storyboard y de diseño y de movimiento para poder entrar en el flujo de la conciencia. Es una película líquida que requirió de una gran cantidad de meses. Se puede decir dos años de preproducción y que se tuvo que interrumpir dos veces por la pandemia.
La película traza un puente muy claro con Birdman. Nicolás Giacobone repite como guionista. ¿Por qué volver a la exploración del ego después de una película tan perfecta en tono y forma?
A diferencia de Riggan Thompson, Michael Keaton, un actor de películas de superhéroes que está tratando de buscar furiosamente el ser visto y reconocido de nuevo, esta película no habla sobre el ego sino sobre la incertidumbre. El perosnaje se cuestiona el aprecio que busca en quienes lo desprecian. Es acerca del desasosiego y el éxito, que es este humo que se le escapa y no le satisface. Es una reflexión que yo hago, de las cosas que uno intercambia. No es acerca del ego sino del cuestionamiento del ego. Es solo una parte, lo demás se va diluyendo en cosas mucho más profundas.