Chernobyl mentiras que matan

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Aquello que escapa a la comprensión fue esta catástrofe nuclear, acontecida en 1986. El estallido de un reactor nuclear, en la Central Vladimir Ilich Lennin, se asocia a un gran peligro: la ciencia en manos de la incompetencia burócrata. El conocimiento restringido por la ideología de un partido. Siendo así que, el peor enemigo del hombre es el hombre, cuando el fanatismo se interpone. Lecciones suficientes dejó a la humanidad el estallido del Reactor 4; en cuanto un 26 de abril, alrededor de la una de la madrugada, esparció sus partículas letales de grafito, plutonio, uranio y boro alrededor de la atmosfera, llegando a dañar hasta el más inofensivo organismo que reptara sobre la superficie.

Lo que tendría que haber sido tan solo un ensayo de simulacro para probar el funcionamiento de la máquina, resultó ser un desastre nuclear que superaría con creses al de Hiroshima y Nagasaki, en 1945. El núcleo era una masa que se expandía arrasando en su composición con todo lo que estuviera a su paso, emitiendo miles de roentgen. Cifra que mide el efecto nocivo de la radiación en la naturaleza y seres vivos.

En cuestión de minutos, el cielo se llenó de luces azules, rojas y rosáceas brillantes, como si de un espectáculo estelar se tratara. Era una danza de partículas atómicas ofreciendo a sus espectadores el banquete visual de un viaje interestelar. Atónitos, los habitantes de Chernobyl contemplaban la función desde un puente y los alrededores, sin pensar que ya habían firmado hasta entonces su sentencia de muerte. Lo que veían en el manto celestial no eran constelaciones, sino las letras de un destino escritas con la radiación. Ese fantasma invisible que penetra a velocidad sorprendente cada célula, órgano o tejido en el organismo, sin dejar vestigio viviente. Ese enemigo que liquidaría a todas las generaciones por venir, y las que vinieron a la llamada “Ciudad del futuro”.

Originalmente, Chernobyl era una ciudad situada en Ucrania, cerca de la frontera con Bielorrusia. Más cerca aún estaba Pripyat, edificación destinada a alojar a los trabajadores de la Planta Nuclear y a sus familias. Esta ciudad representaba el combustible de la industria, así como el orgullo de la Unión Soviética. Ambas, padecieron las consecuencias de la explosión.

El problema no acabó con el intento de científicos y trabajadores por contrarrestar el avance del núcleo. Los efectos secundarios de este estallido, que en inicios se atribuyó a un posible atentado contra la Unión Soviética, vendrían después. Gran parte de la población se vio afectada a corto plazo por enfermedades irreversibles y terminales como el cáncer, tumores, además de la venida al mundo de hijos con deformidades congénitas y discapacidad, confinados de por vida a camillas de hospital.

¿Qué tanto de Chernobyl se sabía? La prensa mundial habló de un saldo insignificante de muertes, en aquel entonces. Se mencionaron pequeños porcentajes de heridos, así como anodinas emisiones de roentgen en el medio ambiente. Pero en Chernobyl pesa más lo que se ocultó que lo que salió a la luz. Si bien por esos días se esparció una neblina espesa alrededor de Europa, pronto la amenaza se calmó y todo volvió a la normalidad hasta finalizar la década del 80. De ahí, nada más se supo.

Mientras Chernobyl era una incómoda bestia del sótano de la URSS, que con los años fue creciendo y dando al mundo graduales rugidos. Recuerdo que tenía ocho años, cuando ya se empezó a hablar de niños enfermos y de más decesos. A medida que transcurrieron las décadas, las estadísticas de pérdidas humanas, así como ecológicas fueron creciendo estrepitosamente. De pronto documentales arrojaban escabrosas imágenes, cifras de mortandad y datos reveladores de una zona prohibida donde las arañas incluso tejen sus hilos al revés, y todo está contaminado. Más adelante, se llegó a la conclusión de que los efectos de este desastre desaparecerán recién en milenios.

Chernobyl, la serie (2019)

HBO revive el desastre 33 años después, con una actualidad sorprendente. La miniserie de 5 episodios va más allá de una mera reproducción del desastre. Se concentra en mostrar la catástrofe como más que un simple accidente. Al contrario, demuestra que en Chernobyl la política jugó un rol decisivo.

La dirección de Johan Reck y la creación y guion de Craig Mazin llevan al televidente, de forma cronológica, al momento de la explosión, de la toma de decisiones, al juicio de responsabilidad, así como a un estremecedor epilogo. Esa culpabilidad que no proviene de la ciencia, si no antes bien, de la miseria humana.

Se revela esa verdad que, en plena Guerra Fría, la KGB escondió, destruyó o clasificó en archivos, al borrar toda evidencia que pusiera en duda el prestigio de la URSS frente a Occidente. Esa verdad que los gobiernos de turno y políticos inescrupulosos protegieron con celo, al punto de poner en riesgo la vida de civiles.

La mentira soviética sepultó por décadas a obreros, bomberos, mineros y soldados, tras ataúdes de plomo y hormigón. Héroes anónimos, liquidadores del desastre, que expusieron su vida y salud a altísimas emisiones de roentgen por promesas de recompensas salariales, bonos familiares y medallas que nunca llegaron.

La mejor forma de esconder el crimen fue eliminando documentos, así como actas de nacimiento o defunción e informes médicos de su invalidez, o bien, de su transformación en despojos por la radiación. Todo en pro de la buena imagen del partido.

El físico nuclear, Valery Legasov dirigió la labor de estos hombres. Científico que puso su conocimiento al servicio de la población, para evitar que la radiación se expanda más y elimine a países vecinos. La historia comienza con este hombre revelando detalles a través de grabaciones.

Se sabe que se suicidó poco antes de entregar un informe al Polit Buró, máximo órgano de Gobierno y Dirección central del Partido comunista de la URSS. Erudito además censurado por develar las causas en el juicio por responsabilidad, con el respaldo del ministro Boris Scherbina.

Acto que procesó al mediocre ingeniero, Anatoli Diatlov (directo responsable), a un desentendido Viktor Briujannov (director de la Planta Nuclear), y al intrigante Nicolai Fomin (Ingeniero Principal). Los tres condenados con penas ridículas. Incluso Diatlov fue premiado con una amnistía.

La historia de HBO es desgarradora, pero también trae humanidad, donde es fácil sentirse responsable por la catástrofe y avergonzarse de pertenecer al género humano. Entre la impotencia y la compasión, se sufre por las víctimas humanas y animales. Asimismo, se odia a Gordachov y a su camarilla de corruptos, por su indiferencia e ineptitud ante la desgracia.

Las actuaciones de Jared Harris (Valery Legasov), Stellan Skarsgard (Boris Scherbina), y Emily Watson como el ficticio personaje de la científica, Ulana Khomiuk, dan más veracidad y movimiento a la historia.

La miniserie se emitió el 6 de mayo de 2019 en Estados Unidos y el 7 de mayo en el resto del mundo. Su raiting supero a series multi galardonadas como Juego de Tronos y Breaking Bad.

El muerto que respira y las Voces de Chernóbyl

Tras la emisión radioactiva del reactor 4, se construyó una cubierta denominada el Sarcófago. Poderosa estructura de acero para contener la radiación. En 2016, se volvió a realizar la misma acción, con un costo mayor de 1500 millones de dólares, al resguardar el féretro con mayor protección.

Este hecho motivó a Craig Mazin a escribir la serie, pues, además, no desaparece de todo el riesgo de que el muerto se despierte, en cualquier momento. Otra de las acciones que dirigió Legasov fue la de eliminar vida animal o silvestre circundante, además de sepultar tierra, plantas y seres vivos subterráneamente, al cubrirlos con tierra nueva, a fin de evitar la proliferación de material radioactivo.

La serie se basó en el libro, “Voces de Chernóbil” (1997) de la escritora, ensayista y periodista bioelorrusa, Zvetlana Alexievich. Autora que reunió en su compilación testimonios de liquidadores, enfermeras, soldados, vecinos, profesores y familiares. Víctimas directas o indirectas del desastre nuclear para quienes la vida continúa, así como la nostalgia de retornar al lugar al que pertenecen, aun a riesgo de envenenar su salud o colapsar.

Aferrados a sus pertenencias, así como a la religión, o en otros casos, decepcionados por el sistema, estas voces tienen algo en común: temen más al hombre que a la radiación.

Meditan con la profundidad de filósofos o profetas del Apocalipsis. A momentos, el drama de Chernóbyl es visto por la colectividad de la zona prohibida como una guerra. En otros, como iluminación mesiánica, donde es necesario orar para acercarse a Dios.

Lo que si deja en claro el libro es la pervertida visión de patriotismo durante los años de la Unión Soviética. Esa defensa de la patria por encima de la vida humana, al punto de mantener en ignorancia a la población, ajena al peligro de la radiación. Mientras, los civiles contratados para frenar el peligro, fueron obligados a firmar documentos, bajo juramento y amenaza, a fin de esconder la realidad de la situación.

Como en un relato de ciencia ficción, se habla además de Toptunov, el novato ingeniero de 25 años, que fue obligado a realizar el simulacro del reactor 4. Se cuenta como la comunidad lo ve como a un asesino. La frase más perturbadora del libro quizá es, “era un simple ingeniero, pero fue enterrado como un extraterrestre”.

Al final, el costo de Chernóbyl es el de las mentiras. La construcción de los reactores nucleares; el primero en 1977 el segundo en 1978, el tercero en 1981 y el cuarto, en 1983, demostró que muchas veces la política sacrifica la seguridad ciudadana por intereses personales.

Reactores fallidos y con bajo presupuesto fueron instalados como bombas de tiempo. Hecho que además confirma la tragedia a la cual el partido expuso a su pueblo. Por lo que, Chernóbyl también adquiere la proporción de un genocidio.