Elizabeth Arden, la historia de la emperatriz de los emporios de belleza

Por Redacción dat0s
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Elizabeth Arden, Belleza cosméticos

Por qué las marcas famosas de cosméticos ganaron una gran reputación y perduran siglos al legado de sus creadoras. Si de contar historias emblemáticas que han perdurado por siglos a pesar de las tentaciones se trata, no se puede pasar por alto sin hacer mención a la emperatriz de los cosméticos: Elizabeth Arden.

Elizabeth Arden

Su nombre profesional, que ella misma inventó, apareció en los marbetes de 300 cosméticos y afeites utilizados en todo el mundo. Las puertas rojas de sus elegantes salones de belleza pueden verse desde Australia hasta Perú y sus caballos de pura raza corren en famosas pistas de EE.UU. Ella se llamaba Florence Nightingale y sumó los apellidos de Graham, el paterno y Lewis y Evlanoff al casarse, pero luego adoptó el nombre de Elizabeth Arden (1881-1966) Era la emperatriz de los emporios de belleza, y al morir el Nueva York, a los 81 años, de un síncope cardíaco, dejó una tradición de más de medio siglo de embellecer a la mujer.

Florence G. Graham, nació en una granja cerca de Toronto, Canadá, fue a Nueva York y en 1910 abrió allí su primer salón de artículos de belleza, en sociedad con Elizabeth Hubbard. Pronto se separaron y ella tomó el nombre de Elizabeth y le agregó Arden –por Enoch Arden, un poema de Tennyson. Creía en la belleza juvenil y era un buen ejemplo de su credo. Las canas no eran ni para pensarlas, mucho menos tenerlas y mantuvo invariablemente su propio cabello en tono rubio claro.

Era una mujer de talento y empeñosa, que insistía en poner a prueba en su propia persona –y en muchos de sus caballos- los cosméticos que vendía. De sus negocios, con un giro de millones de dólares, no descuidaba un detalle. En Maine y Arizona, había montado suntuosos establecimientos donde multitudes de mujeres famosas se reunían para beber jugo de zanahoria y someterse a masajes y golpes que debían llevarlas a la belleza, en un ambiente de suave elegancia. Siempre se movía en elegantes círculos sociales.

El color rosa apasionaba a la Arden. Rosa era un lujoso apartamento en Nueva York de sus chalés en los hipódromos de Belmont y Saratoga; rosa sus salones, sus oficinas y sus productos, su vestuario y su castillo cerca de Dublín. Se casó dos veces y se divorció otras tantas. Daba la impresión de frágil delicadeza, pero era formidable mujer de negocios. Durante 50 años mantuvo una pugna enconada con otra legendaria reina de la industria de los afeites, Helena Rubinstein (1872-1965). Cierta vez al saber de uno los caballos de Arden le había mordido un dedo a su dueña la Rubinstein preguntó: “¿Qué le pasó al caballo?”.