Sería poco probable que hace tres centenas de tiempo un futbolista acaparara las miradas de París, pero lo cultural no tiene lógica a simple vista por la desviación del concepto de otra vaga apariencia que representa la fascinación por las piernas de un futbolista elevado a la altura de un dios: llena estadios y provoca arcadas al intelectualismo francés. Sartre o Víctor Hugo se revolcarían en sus tumbas al escuchar a Messi. El existencialismo del primero una elección que depende de algo simple: una situación. Y la desgarradora comprobación de los instintos de la condición humana en Los Miserables legaron el horizonte parisino de sus propios ideales en la denostación de la palabra cultura, no el de las apariencias banales.
Víctor Hugo incorpora estoicamente la personalidad de una sociedad que ocultó la herencia de procesos desgarradores, desdichas, furias, remordimientos, compuesta a veces por la descomposición persecutoria y el poder. No es el caso del futbolista de los 180 millones de dólares. Desde que Messi pisó París la tormentosa existencia de Víctor Hugo carcomida por la ausencia de estoicismo, claudicó.
Messi es un símbolo de la superficialidad instantánea. El futbolista responde a los medios que se inclinan para escucharlo arrastrando la composición de lo habitual futbolísticamente hablando: “lucharé hasta que el PSG gané su primera corona en la Champions”. “He venido a ganar”; y el estadio repleto hierve a los gritos su nombre. A eso se reduce el lenguaje propiamente de un futbolista.
Flaubert componía la incredulidad de la narración al límite de hacerla creíble. Vargas Llosa que vivió largas temporadas en París, se esforzaría y lo sigue haciendo por escribir mentiras que parezcan verdad y Cortázar se emanciparía de su nacionalidad argentina debajo del sentido incomprensible de una pelota de fútbol a la que atacaría resuelto con la punta de un cuchillo o con la lanza mordaz de su ingeniosa ironía.
Que sepa Messi de la tradición y el espacio que ocupa Víctor Hugo, Moliere, el mismo Sartre, no es una condición de la que dependa patear para meter goles. El lazo empático de un estadio es el tiempo que mide y separa la cultura, con los claro oscuros de la fragancia que ya no huele a Simone de Beauvoire. París se ha vuelto de pronto Messi y sus símbolos han caído como últimamente cae la historia de quienes construyeron libertad, negándose a veces, ellos mismos.