Preverdad y postficción: por qué es necesario pensar en un periodismo de futuros
Diciembre de 2023. El centro histórico de Ciudad de Guatemala está en tensión extrema. Desde que se inició la persecución penal contra Bernardo Arévalo y el partido Semilla, legítimos vencedores de las elecciones de julio, se han sucedido las protestas. Miles de policías, la mayoría de ellos muy jóvenes, controlan el paso. Representantes de varias comunidades indígenas acampan en la calle para reclamar sus derechos. Las paredes están llenas de fotos de desaparecidos durante los años de la violencia sistemática, bajo el titular «Justicia por genocidio».
A los diez años del histórico juicio contra el dictador Efraín Ríos Montt, en el que fue declarado genocida, y aunque haya pruebas documentales irrefutables que demuestran las cerca de seiscientas masacres, con doscientas mil víctimas mortales de la población maya, el negacionismo impera entre buena parte de los ciudadanos del país. Las redes sociales han popularizado una narrativa negacionista que relativiza el plan del Estado y rebaja el exterminio a un conflicto ideológico y violento entre la guerrilla, los militares y los paramilitares. Si hace una década había consenso sobre la responsabilidad de Ríos Montt y sus colaboradores, ahora, la sociedad se divide y se polariza y se contradice y duda o niega, sin consensos.
«La crisis de los medios de comunicación, censurados por el Gobierno, es tal que nos informamos a través de grupos de WhatsApp», me explica el librero Philippe Hunziker tras descubrirme La Teca, la biblioteca popular que ha impulsado la librería Sophos (la más importante de América Central, fundada por su madre, Marilyn Pennington), llena de niñas leyendo, y, muy cerca, en un pasaje de otra época, la librería Catafixia, que inyecta cultura contemporánea en la vieja Zona 1 de la capital. Ambos proyectos se inauguraron el año pasado. Y ambos ponen a disposición de los lectores las obras de quienes han narrado y analizado el país. Su memoria. Una memoria libresca, en retroceso.
Guatemala ha seguido el mismo guion que otros países de América Latina y del mundo —como Colombia, Argentina, Chile, Ruanda o Birmania— para la elaboración de un discurso científico y jurídico que esclarezca los hechos de la segunda mitad del siglo XX. Se trata de un modelo de elaboración y gestión de la memoria histórica que se volvió global después de que el mundo asumiera la muerte institucionalizada de seis millones de seres humanos durante el exterminio perpetrado por los nazis. Comisiones de la verdad, informes oficiales y conclusivos, juicios, memoriales, museos. Los protocolos y las retóricas coinciden, con matices, en diversas regiones y geopolíticas.
Millones de guatemaltecos, sin embargo, niegan el genocidio de su país. Javier Milei ganó las elecciones democráticas en Argentina pese a afirmar en un debate presidencial que «no hubo treinta mil desaparecidos en la dictadura» dos meses después de que el Museo Sitio de Memoria ESMA, de Buenos Aires, fuera incluido en la lista del Patrimonio Mundial de la Unesco. A finales de ese mismo año, 2023, el embajador de Israel ante la ONU, Gilad Erdan, se puso en la solapa una estrella de David, como «símbolo de orgullo», después de los atentados de Hamás y en plena represalia israelí, fuera de toda proporción.
Estamos ante un fallo masivo del sistema. Las políticas de la memoria y de la reparación, que han marcado los últimos cincuenta años de los programas políticos y culturales de muchos países de todo el mundo, se están desactivando en la era de las fake news y la postverdad, que convierte los hechos en opiniones a través del relativismo intrínseco de las pantallas.
El sistema entero de las redes sociales, con sus algoritmos que premian sobre todo lo que no requiere elaboración intelectual, parece estar diseñado para favorecer el negacionismo y la desvirtuación. Se trata de un circuito vertiginoso en el que el fact-checking carece de sentido. Como el scroll, el like y el gesto de compartir se sitúan en el nivel de la intuición, no en el de la reflexión. El afán de lucro de Meta o X nunca han favorecido la regulación interna ni el desarrollo ético. Y no hay duda de que, en manos de individuos como Mark Zuckerberg o Elon Musk, las inteligencias artificiales de nueva generación solo van a incrementar una tendencia que dura ya quince años.
Por todo esto urge replantear las bases del periodismo, cuya materia prima son los hechos y los datos, en un contexto general de crisis de la capacidad de los medios de comunicación para penetrar en la conciencia de sus lectores o espectadores. La convergencia que teorizaron Ithiel de Sola Pool y Henry Jenkins en el cambio de siglo como un arma política de la ciudadanía para contrarrestar el poder de los grandes medios se ha desactivado por el hecho de que, después de un periodo de descentralización, internet ha acabado teniendo una estructura centralizada, en la que los nuevos medios —buscadores, plataformas y redes sociales— juegan el mismo rol de monopolio informativo que tenían los diarios y las cadenas de radio y televisión el siglo pasado.
En ese nuevo panorama, el periodismo sobre todo se ha enrocado en sus prácticas más nobles. Desde el triunfo de Donald Trump en las elecciones de 2017, la tendencia general ha sido la de potenciar la verificación y denunciar las tergiversaciones y las mentiras de los políticos y mandatarios. En el ámbito latinoamericano se han trenzado, en paralelo, una interesante serie de alianzas entre medios independientes e instituciones académicas, que también se puede leer como una respuesta colectiva a los desafíos del nuevo escenario periodístico y ontológico: Anfibia y la UNSAM, en Argentina; Puroperiodismo y la UAH, en Chile; Cerosetenta y la Universidad de los Andes, en Colombia; Plaza Pública y la Universidad Rafael Landívar, en Guatemala, donde escribo este artículo.
Pero reforzar los mecanismos de fact-checking en tiempo real o el periodismo de investigación, o producir alianzas con otros proyectos para incrementar recursos y abrirse a la colaboración transversal se están revelando insuficientes. El periodismo solo tiene sentido si influye decisivamente en la opinión pública. Pese a los titánicos esfuerzos de El Faro, cuya mera existencia está en peligro en El Salvador, Bukele fue reelegido el mes de febrero, a pesar de que los seis artículos de la Constitución que lo prohíben. Su autoritarismo populista tiene una aprobación popular del 90 %. Me temo que a demasiados millones de personas les han dejado de importar los hechos y los datos, lo que se ha entendido tradicionalmente por verdad. Y que, en paralelo, está mutando nuestra percepción colectiva de la importancia del pasado.
La verificación, que forma parte del ADN del periodismo moderno, proviene del positivismo científico del siglo XIX y se relaciona con la objetividad, ese mito. El periodismo debe ser honesto, no objetivo. En los últimos cien años, la física cuántica ha insistido, precisamente, en la importancia tanto del observador como del experimento a la hora de constatar la realidad. Como dice Juan Arnau en Materia que respira luz. Ensayo de filosofía cuántica (Galaxia Gutenberg): «El universo, lejos de ser un conjunto de objetos, es una red de percepciones». No hemos asimilado, un siglo después, la epistemología cuántica ni, como nos recordó Bruno Latour, que «la ciencia no descubre, crea»; por eso, no se trata «de resucitar la subjetividad (el observador condiciona lo observado), sino de establecer una nueva objetividad en la que el instrumento de observación forme parte del conocimiento resultante de la investigación».
Eso es lo que ha logrado la agencia de investigación Forensic Architecture, con sede en la Universidad Goldsmith: crear una metodología y una estética en las que se integran las nuevas tecnologías del análisis en la propia representación. Así, en los vídeos de sus casos sobre Gaza, por ejemplo, las fuentes —imágenes extraídas de las redes sociales— se insertan en la textura de la reconstrucción en 3D de los ataques y bombardeos. El instrumento de observación se convierte en parte del instrumento de representación. Mediante nuevas formas de narrar los hechos que combinan diferentes estrategias de visualización, como el testimonio situado, que incorpora cartografía, fotografía, entrevista o simulación, se puede conseguir que el lector, espectador, ciudadano tome conciencia simultáneamente del hecho y de su complejidad ontológica, de la verdad y de lo difícil que es llegar a ella.
Los medios de comunicación nacieron en un mundo newtoniano y han sobrevivido un siglo sin cuestionarse radicalmente sus métodos para retratar los acontecimientos. La deontología periodística se configuró hace más de un siglo y no ha variado sustancialmente. Los profesionales han insistido en defenderla, durante la transición digital, sin entender que no se trataba solo de una metamorfosis de las herramientas, sino que también estaban mutando la esencia del mundo y las narrativas capaces de representarlo. El nuevo paradigma tecnológico ha impuesto una relación con la verdad, los datos, los hechos que cada vez se aleja más de la del periodismo tradicional. Se impone una reacción. Una propuesta alternativa y de conjunto. Intuyo que en ella hay que trasladar el peso que ahora tiene el pasado a la construcción de proyectos de futuro.
El eje de intervención podría tener dos polos: la preverdad y la postficción. Con preverdad me refiero a la búsqueda de nociones previas a la configuración positivista de lo verdadero. Como todos los conceptos, el de verdad ha experimentado sucesivas codificaciones históricas. No es hasta finales del siglo XV cuando se representa por primera vez a la justicia con los ojos vendados: durante la mayor parte de la historia, sus ojos estuvieron desnudos. En Breve historia de la verdad (Ático de los Libros), Julian Baggini afirma que las verdades se descubren, pero también se crean; que la verdad es siempre parte de un sistema, holística, y que hay que aspirar a generar mejores verdades. No se trata de fenómenos cerrados, estancos, a la espera de la verificación indiscutible; sino de construcciones dinámicas y mutantes, que aceptan diseños narrativos. La verdad del periodismo clásico se resiste a esa variedad compleja. Por eso a la postverdad hay que oponerle preverdades: formas de entender la narración de los hechos, de las pruebas, de las realidades que beben de la transmisión oral y los conocimientos tradicionales, de la épica o la poesía, pero se nutren de los últimos avances de la ciencia.
Los últimos descubrimientos sobre las lenguas de las ballenas o la comunicación de las plantas y los hongos conectan esas verdades que son al mismo tiempo ancestrales y científicas con las postficciones del periodismo. Ha llegado el momento de naturalizar la ficción en el ámbito de las narraciones de lo real. En el nacimiento de los medios de comunicación escritos, en los siglos XVIII y XIX, los cuentos y los poemas convivían en las páginas con la información o la opinión. Pero, durante el siglo XX, que es el de la fotografía, solamente el humor y la opinión gráficos pasaron a tener el derecho de recurrir a la ficción para comentar la realidad. Tal vez eso podría cambiar en la nueva era de la inteligencia artificial generativa. Hace cinco años ya hizo posible que John Fitzgerald Kennedy pronunciara el discurso de Dallas que no pudo llegar a decir en la vida real, gracias a un sofisticado ejercicio de ingeniería sonora impulsado por The Times. Los avances en imagen, sonido y vídeo pueden permitir trabajos mucho más ambiciosos de docuficción. No se trata solo de dar voz a los muertos, de regresar una vez más al pasado, sino de imaginar formas también de entrevistar a no humanos o de proyectar mañanas seductores.
Nos va el futuro en ello.