Egan, el mundo a sus pies

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Foto: DPA

Nunca un ciclista tan joven llegó a París de amarillo. Nunca un colombiano subió al escalón más alto de los Campos Elíseos. El superlativo es obligatorio, el protagonista es Egan Bernal, de Zipaquirá, 22 años, seis meses y 15 días. Es un millennial. Ha ganado el Tour más espectacular y divertido que muchos recuerdan.

Que Egan se vistiera de amarillo el viernes, la voz de los narradores cantándolo, ha emocionado a las gentes de su país como solo antes, y lo dicen algunos colombianos con memoria, apasionados, que se habían emocionado oyendo en la radio que Gabriel García Márquez había ganado el Nobel. Y las imágenes que llenan la imaginación de un país en el que las historias y las bicicletas despiertan la misma admiración: Gabo con liquiliqui blanco y la reina de Suecia, Estocolmo 1982. Egan, con maillot amarillo en la capital del universo, París 2019. Y, de fondo, la torre Eiffel, doble amarillo, como le gustaba a Goethe, azul y roja. Podrían reproducir también alguna nota del Facebook de Egan Bernal, que a los 15 años organiza un crowfunding para competir en el extranjero y dice que ganará fuera porque quiere dar buenas noticias al país; o alguna entrevista a los 18 años en la que, antes incluso de dejar el mountain bike y pasarse a la carretera, afirma: “Sueño con ganar las tres grandes. Es algo difícil, pero no creo que sea imposible”. Empezó por la más grande.

Y también ya entonces, antes de saber lo que era una carrera profesional, decía que no bastaba con ser escarabajo, escalador único y ligero y ya está, que había que saber llanear, bajar, contrarrelojear, y se reía porque en una carrera juvenil en Italia, los rivales decían, bah, este es colombiano, no sabe curvear ni meter codos, ni llanear… Y les ganó a todos. Como les ganó a todos el Tour, como un ciclista completo. “Y eso que la contrarreloj me salió fatal”, dice.

Uno de los lemas del ciclismo millennial, el que viene, el ciclismo que se nutre de las redes sociales, y Egan es su heraldo más canónico y sereno, más completo, podría ser perfectamente: el altruismo de la fantasía. Es el ciclismo de Mathieu van der Poel, de Wout van Aerts, de Remco Evenepoel, de Tadej Pogacar, chavales que rozan los 20 años y se comen el ciclismo a grandes mordiscos, y conquistan a los aficionados. Son jóvenes que hacen como que no conocen las vidas de sus antepasados y desoyen las llamadas de paciencia, paciencia. Prefieren ser campeones inmaduros que esperanzas nunca maduradas. Las carreras que protagonizan son diferentes, enganchan como algunas sustancias estupefacientes, como el Tour del 19.

El Tour del 19 vivió durante dos semanas y media en la ficción que se vive en una comuna, una experiencia de anarquía en la que hasta los más sesudos, sosos, conservadores y expertos de entre los técnicos y directores llegaron a pensar que no había patrón. Un Tour sin jefe. Sin equipo que obligue a todos a marchar en fila y al paso. Sin un entonces Sky ahora Ineos imponiendo su aburrimiento. Pero el patrón, sabio y seguro, se mantenía en segundo plano, sin hacer ruido, un patrón durmiente, tranquilo: sabía que el Tour verdadero era el que él guiaba.

Emocionante

El recorrido ayudó en la ilusión: etapas de media montaña con repechos cortos y carreteras infames, una contrarreloj mínima, montañas desmesuradas. Entre el Movistar que, aún tocado por la varita de la victoria de Carapaz en el Giro, creía en la posibilidad del éxito de una nueva estrategia de riesgo con Landa y Nairo, y el frenesí de Alaphilippe y Pinot, convirtieron al Tour, el tostón habitual de los julios, en la carrera más imprevisible, más aparentemente abierta, más emocionante. Y durante la ola de calor, David Brailsford, el patrón del Ineos, sonreía en la sombra, agradecía el trabajo de los demás que les permitían controlar el Tour sin dar ni golpe y sujetaba por las riendas a Egan, porque se trataba de ganar con el colombiano, claro, el mejor en la montaña, pero había que conservar siempre a Geraint Thomas, el campeón saliente. No había que sacrificarlo.

El Tour que pudo haber sido nunca llegó a ser. Fue, finalmente, el Tour que se sabía que sería. Un golpe en el Galibier y otro en el Iseran le bastaron a Egan. Dos aburridos a rueda, como Kruijswijk y Buchmann, tercero y cuarto, dieron la razón final a los conservadores. Alaphilippe y Landa, el mejor español, fueron quinto y sexto. Aunque el destino fue el mismo, el camino fue más divertido. Y, como el Giro, el Tour lo ganó un latinoamericano, un ecuatoriano hecho en Colombia, donde el ciclismo y las historias son la vida.

 

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