Bill Rigoni fuma un cigarrillo a la puerta de su establecimiento, una tienda de velas y abalorios, en la calle Madison, que se supone es una vía principal del pueblo en el que vive y en el que nació, pero apenas hay un alma por las aceras y muchos locales están cerrados. “Aquí habrán cerrado una docena de fábricas en los últimos años, ahora la economía es sobre todo turismo, y mucha gente se ha marchado; antes, hace años, aquí había de todo, tiendas de informática o de ropa, pero ahora queda poco”, insiste Rigoni, de 43 años y padre de cinco hijos.
Se llama Port Clinton, pero sirve para explicar a Donald Trump. Es un pueblo de Ohio, aunque podría estar en Indiana o Illinois, es el relato vivo del declive industrial de América, del golpeo a la clase media. Dice el Fondo Monetario Internacional en uno de sus informes plagados de cifras que ese grupo social no ha dejado de menguar desde los setenta, desde que Bill Rigoni era un crío. Él mismo cuenta, con menos números, que, sencillamente, la clase media vive del trabajo y “que mucho de ese trabajo lo han mandado fuera”. Votará a Trump: “Es un empresario como yo. Este país debe llevarse como si fuera un negocio”.
A una hora de allí, en Cleveland, el Partido Republicano celebra su convención y consagra al magnate, un candidato antipolítico aupado en parte por el descontento que hay en el país más rico del mundo, una economía con pleno empleo, aunque cada vez peor pagado, por la erosión de las expectativas de familias como las de Port Clinton.
“Mi pueblo natal en los cincuenta era la encarnación del sueño americano, un lugar que ofrecía oportunidades para todos los niños de la ciudad, independientemente de su origen. Medio siglo después, la vida en Port Clinton es una pesadilla americana partida en dos: una comunidad en la que los niños del lado malo de la carretera apenas pueden imaginar el futuro que les espera a los que han ido a nacer en el lado bueno”, resume Robert Putnam, un profesor de Políticas Públicas de Harvard nacido allí, en Nuestro niños. El sueño americano en crisis, un libro sobre la brecha social que se basa en la historia de su ciudad.
En 1965, el 55% del empleo en el condado de Ottawa, donde se encuentra Port Clinton, era industrial; en 1995 solo era el 25%, según su investigación. Y la paga de un trabajador medio de 2012 era, en términos reales -es decir, descontando el efecto de la inflación-, un 16% inferior a la que sus abuelos cobraban en los setenta. La población, ahora de 6.00 se estancó hasta los ochenta y, entre 1990 y 2010, bajó el 17%.
Aun así, las afueras están plagadas de casas preciosas, algunas imponentes, y el puerto es un lugar agradable con algunos vecinos almorzando al aire libre. Leah Hewitt tiene 17 años y trabaja en una tienda que elabora palomitas de maíz. Le gustaría quedarse, aunque no las tiene todas consigo porque conseguir un trabajo de verano es fácil, pero no lo es tanto para todo el año. “En invierno esto es un desierto”, lamenta.
Dan Stott compró una pequeña factoría de componentes para la automoción en el pueblo hace dos años, con 18 trabajadores. Hace poco eran 25. Admite que “hoy en día es muy difícil ser competitivo con otros países más baratos”, pero no cree que romper los actuales acuerdos “sirva para solucionarlo, ya que también significaría que EE UU vendería menos cosas fuera”.
Discurso antiinmigración
Trump ha ofrecido un discurso incendiario contra la inmigración y ha roto un dogma republicano al culpar a los tratados de libre comercio de buena parte de la destrucción del tejido industrial estadounidense, el gran vertebrador de la clase media. Coincidió en ello con el izquierdista Bernie Sanders, que perdió las primarias demócratas contra Hillary Clinton y también clamó contra la fuga de producción fabril a países de mano de obra más barata. El discurso trumpista, aun así, es contradictorio, porque cuestiona el salario mínimo federal, cuando hasta un organismo tan poco sospechoso de socialista como el FMI defiende que suba.
Es un error dejar la responsabilidad solo en la globalización, hay otros factores en Estados Unidos que lo explican, como el fracaso del movimiento laboral, que tuvo mucho más impacto en los sueldos y los ingresos. No es el comercio el que crea la brecha económica, sino los términos en los que se produce, o cómo se conduce políticamente”, opina Colin Gordon, profesor de Historia y Políticas Públicas de la Universidad de Iowa.
Las tesis trumpistas se discuten a menudo, pero el miedo al que apelan es muy real. Un estudio del Economic Policy Institute dice que el Acuerdo de Libre Comercio de EE UU, México y Canadá (Nafta, según las siglas en inglés) -el cual Trump ha amenazado abiertamente si llega a presidente- ha destruido 682.000 empleos en el país desde que se firmó, en 1993. Sanders tampoco se cansó de repetir que más de 60.000 fábricas han cerrado y casi cinco millones de empleos industriales bien pagados han desaparecido.
Todo eso alimenta un pesimismo palpable del que bebe el discurso republicano. Un 46% de los americanos creen que la vida es ahora peor que en los sesenta, según el Pew Research, cuando el nivel de vida ha mejorado desde entonces. Pero la riqueza se ha repartido de forma mucho más desigual. Lo que influye en el ánimo es la evolución de las cosas, las expectativas, la confianza en encontrar un empleo bien pagado para todo el año en Port Clinton.