En medio del peligro: cómo es enfrentar el virus en América Latina

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Foto: Alessandro Falco for The New York Times

Los trabajadores de la salud de toda la región dicen que tratar el coronavirus es más difícil -y peligroso- debido a las disparidades económicas y sanitarias, los sistemas descuidados y la desinformación.

Es fácil sentirse abandonada aquí en el desierto.

Me transfirieron aquí hace un año. Toda mi familia vive en otros lados y la soledad es difícil a veces.

Trabajar en un hospital se trata de equipos y camaradería, pero esa experiencia ha provocado mucho aislamiento en el ámbito personal. Tenemos que separarnos para comer porque si nos enfermamos, no hay nadie más para reemplazarnos.

Hay mucho desánimo, y es muy triste verlo en un grupo de gente fenomenal. Siempre busco alguna manera de levantar la moral.

Cuando escuché de la doctora de urgencias en Nueva York que se suicidó, me impactó mucho. Mucha gente me llamaba para preguntar si estaba bien.

Estoy bien, pero cuando estoy en la casa, la tristeza me arrastra. A veces es abrumador el sentimiento. No puedo ni siquiera salir por la noche para distraerme porque hay toques de queda y todos los locales están cerrados.

El virus es la primera cosa en la que pienso cuando me levanto por la mañana y la última en mi mente cuando me acuesto, agotada. Y eso es día tras día tras día.

No soy la misma persona que era hace unos meses.

– Según una conversación con John Bartlett

He estado trabajando cinco o seis turnos de 12 horas cada semana durante casi cuatro meses, porque cientos de miembros del personal médico se están enfermando. Conforme pasan las semanas me he ido poniendo más ansiosa. Estoy durmiendo menos, comiendo mal y perdiendo peso.

En Chile, los urgenciólogos estamos particularmente expuestos al virus porque entramos a las casas para tratar a la gente. No me asusta enfermarme. Pero vivo con mi mamá quien sería de alto riego por su edad, entonces tomo todas las precauciones que puedo.

Estoy acostumbrada a trabajar con pacientes con baja posibilidad de sobrevivir, pero es muy diferente ver tanta gente morir sola. El virus está matando a jóvenes, no solamente gente mayor. Hace un par de semanas, tuve que llamar a la madre de un joven de 36 años para informarle que su hijo se encontraba en un estado crítico.

A veces se siente que todo está al revés.

– Según una conversación con John Bartlett

En Loreto, la región más grande del Perú, soportamos amenazas eternas. Desde hace décadas luchamos contra el dengue, la tuberculosis, la malaria. Los doctores estamos acostumbrados al caos y a la muerte.

Yo soy pediatra en el Hospital de Apoyo de Iquitos, pero ahora atiendo a todo tipo de pacientes. Estoy en el área que recibe a los sospechosos y determino quién puede tener el virus y quién no. Hago diagnósticos solo con un examen clínico porque no tenemos pruebas rápidas ni moleculares. En los momentos más críticos he sido la única médica en todo el hospital.

En estas semanas he visto a pacientes morir por falta de balones de oxígeno, a personas llegar como cadáveres porque no resistieron el largo camino, a gente desfallecer en la cola de espera. A veces siento una indignación tan grande por el dolor de mi pueblo.

Pienso todos los días en mis compañeros de trabajo que cayeron enfermos. Yo los atendí cuando les faltaba el aire y ya no eran capaces de respirar. Como aquí no pudimos hacer más, los enviamos al hospital regional. A muchos los embarqué en una ambulancia, fue un viaje sin regreso. Nunca más los volví a ver. Eran médicos jóvenes, talentosos, con una vida por delante ¿Cómo se hace para olvidar algo así?

– Según una conversación con Rosa Chávez Yacila

 

Empezamos tan mal preparados esta tragedia. Apenas somos unos 700 médicos intensivistas para un país de más de 32 millones. Estamos muy por debajo de los estándares internacionales.

Todas las camas de cuidados intensivos de Lima están ocupadas. Decenas de pacientes esperan ocupar una. Nosotros debemos elegir a quién salvar y a quién no. Es terrible.

Casi he duplicado mis horarios de trabajo. La mayor parte de la semana vivo en el hospital o en la clínica. Solo voy a mi casa un par de días, por unas cuantas horas.

Estamos muy agotados, pero sacamos fuerzas de donde podemos para seguir adelante.

Cuando alguien logra salir de cuidados intensivos sentimos una inmensa alegría. Ese paciente es un sobreviviente.

– Según una conversación con Rosa Chávez Yacila

La alcaldía de Iztapalapa está considerada como uno de las más peligrosas en todo México. El hospital donde yo trabajo (Hospital General de Iztapalapa), es uno de los más grandes de la zona, y estamos acostumbrados a que nos lleguen todo tipo de pacientes críticos: baleados, picados, suicidios. Todo llega acá.

Estamos acostumbrados a ver muchos pacientes muy graves, a trabajar con exceso de trabajo, con falta de personal y de equipo. Estamos acostumbrados porque en México se trabaja así.

La diferencia con esta pandemia es que se te mueren cinco pacientes en un turno, y eso te deja emocionalmente destruido.

Desafortunadamente la gente aquí en Iztapalapa no creía en el virus. La gente decía que era un invento del gobierno y no acataron las medidas de sana distancia. En un abrir y cerrar de ojos nuestra área de urgencias se nos llenó y teníamos el número más alto de contagios del país.

Trabajar aquí significa que te tienes que preocupar por no infectarte pero aún más fuera que dentro del hospital.

Cuando acababa mi turno y me iba a mi casa, veía a la gente caminando en las calles relajada, como si nada, sin mascarillas, sin respetar la sana distancia, sin preocupación alguna.

En ese momento pensaba en ellos, en los pacientes que tirados en sus camas me dijeron:

“Que Dios me perdone porque yo no creía en esto y ahora estoy aquí. Pensé que nos estaban engañando. Ahora veo que me equivoqué”.

Finalmente lo que tanto miedo me daba, pasó. Me infecté. Tengo noches sin dormir pidiendo a Dios no terminar como paciente en un área de la COVID.

– Según una conversación con Paulina Villegas

 

Yo estaba en la cama 213 de Terapia Intensiva y él estaba prácticamente enfrente, en la cama 210. Preguntaba mucho por él a mis compañeros. “Va muy mal,” me decían.

Una vez en la tarde, volteé a ver su cama y estaba vacía. Empecé a llorar. Quería ayudarlo desesperadamente, pero no podía hacer nada. Yo también estaba luchando por sobrevivir.

Édgar era enfermero, como yo. Llevábamos años trabajando juntos. Era mi amigo. Siempre estaba sonriente.

No me di cuenta cuando murió.

Estuve en terapia intensiva 12 días y durante este tiempo siete de mis compañeros murieron. Solo tres la libramos. No entiendo qué está pasando que a tantos nos está llevando el virus.

Me cuidé mucho para no infectarme. Me compré una máscara de snorkel, le puse un adaptador y un filtro de ventilador. También compré mascarilla N95 porque no nos daban. Al principio pensé que era el cansancio de trabajar dos turnos y pasar prácticamente 36 horas sin dormir.

Acostado en la cama pensaba en todos esos pacientes que yo había atendido unos días antes. Me acordé de cómo nos miraban con angustia, suplicando. Pensaba: seguramente ahora yo los estoy mirando así. Pero mis ojos cargaban un doble miedo, sentía un doble terror. Porque yo sí sabía lo que el virus le estaba haciendo a mi cuerpo y cuál sería mi desenlace. “Te vas a morir”, pensaba.

Era tanto el dolor, el vómito, el terrible dolor de cabeza, que en un punto ya no podía más. Quería tirar la toalla. Pero de milagro, poco a poco, empecé a mejorar.

Regresé a trabajar, con un poco de miedo, pero quería regresar a seguir ayudando, tal como lo hicieron conmigo. Gracias a Dios y a todo el equipo de Terapia Intensiva, estoy de vuelta.

– Según una conversación con Paulina Villegas


Al principio era como si realmente no tuviéramos el virus, solo síntomas leves: fiebre y tos, pérdida del olfato. Pero luego, el 17 de abril, un miembro del grupo étnico tuyuca me llamó; le preocupaba una mujer que había estado acostada en la hamaca por más de siete días con fiebre, tos, dolor en el pecho y dificultades para respirar.

En ese momento, entendí que el virus había llegado a nuestra comunidad.

Tuve diez pacientes con dificultades respiratorias severas. Fueron transferidos al hospital. Pero muchos en nuestra comunidad tienen miedo de ir allí.

“Me matarán en el hospital”, dijo un hombre que tuvo síntomas graves por 15 días. Estaba muy asustado por lo que vio en las noticias: que la gente que iba al hospital no regresaba. Prefería morir en casa. Lo convencí para que fuera al hospital. Pasó 21 días allí y ahora está mejor.

En nuestras comunidades indígenas, las condiciones de salud son precarias. No tenemos dinero para comprar medicinas, así que pido ayuda a amigos y profesores. No tenía ningún tipo de equipo de protección; usé un cubrebocas de tela hasta que vieron mis condiciones de trabajo y me dieron material para protegerme.

Nuestras familias viven principalmente de artesanías y trabajos informales, son trabajadores domésticos o asistentes de albañil. Nuestro primer problema, una semana después del decreto de confinamiento, fue la comida. Así que comencé una campaña en redes sociales para recolectar donativos de alimentos.

Comenzamos a producir videos informativos. Estábamos aconsejando a practicar la higiene de manos, pero ellos no tenían agua. El problema de salud pasa a segundo plano cuando la prioridad es poder beber. Esto me golpeó.

Muchas personas quieren que todo vuelva a ser “normal”. Yo no quiero regresar a lo que es “normal” aquí para las vidas indígenas.

– Según una conversación con Alessandro Falco

 

En México, algunas personas creen que el personal médico está infectando a los pacientes y que el gobierno nos está pagando para matar gente. Es común escuchar a la gente decir: “En el Seguro los matan”.

Alguien le arrojó cloro a una enfermera en Sinaloa. Una enfermera en Mérida fue atacada con café caliente. En Las Rosas, Chiapas, la gente destrozó un hospital, quemó una ambulancia y atacó al personal.

Algunos taxistas o conductores de autobuses no nos recogen a mí o mis compañeros de trabajo. La semana pasada, cuando caminaba por la calle, un hombre miró mi uniforme y se cruzó al otro lado de la acera.

Debido a este miedo, muchas personas llegan al hospital demasiado tarde.

El mundo se ve diferente dentro del área COVID del hospital. Hay menos sonido. Somos más expresivos que antes y usamos más el lenguaje corporal y las expresiones de los ojos porque los trajes especiales crean una barrera para la comunicación oral. Uso mis manos más a menudo cuando entrevisto a mis pacientes.

Esta semana fue la primera en que tuvimos pocas hospitalizaciones nuevas. La perspectiva parece buena, pero tenemos que saber que dependemos de las elecciones y comportamientos de las personas.

No sabemos si esta paz durará o si volveremos a la guerra.

Me gradué el 16 de abril y comencé a trabajar cinco días después.

Fui al hospital para una reunión de nuevos médicos. Ese mismo día, el número de pacientes era tan grande que me pidieron que comenzara a atender de inmediato.

Nunca olvidaré el momento en que vi morir ante mis ojos a mi primer paciente. Experimentas una sensación de impotencia. Fue uno de los peores días de mi vida.

Desde que comencé, solo no he trabajado dos días: el día después de que mi abuelo fue hospitalizado con la COVID-19 y luego de su muerte, aproximadamente una semana más tarde.

Mi trabajo de primera línea contra la COVID me ha cambiado mucho. Tenía miedo, pero no tenía tiempo para sentirlo. Simplemente fui a trabajar, día tras día.

Pará es un estado enorme, y existen grandes diferencias entre los distintos municipios. Yo viajé para trabajar en los suburbios y aldeas para servir a esa población. Para llegar a muchas regiones del interior, debes viajar en pequeños botes.

La situación en el interior ha cambiado mucho, pero en las primeras ciudades a las que llegamos, nos encontramos con una población totalmente sin asistencia ni información sobre la pandemia.

Muchas veces los problemas ni siquiera eran graves, pero ser capaces de informar a los pacientes y ayudarlos a lidiar con la situación puede marcar la diferencia. Ese era nuestro objetivo principal: brindar asistencia y calidez al corazón de esos pacientes.

– Según una conversación con Alessandro Falco

Mi cabello solía ser largo. Tuve que cortarlo muy pequeño para poder lavarlo rápidamente. No quería traer el virus a casa.

Solía aislarme en una habitación después del trabajo. Hablé muy poco con mis hijos, principalmente por celular, en la misma casa, solo para evitar lo más posible el contacto.

En abril trabajamos 24 horas seguidas cada dos días. Tuvimos que enfrentar algo que nunca habíamos visto antes. Parecía un campo de batalla.

Hubo momentos desesperados. Creo que sufrí de depresión. Lloraba todos los días después de ver a tanta gente morir: amigos, colegas. Creo que el 90 por ciento de mis colegas han sido infectados con el virus. En este hospital murieron 19 trabajadores, incluidos doctores, enfermeros y técnicos.

Me enfermé el 20 de abril y me enviaron a casa. Mi condición se deterioró muy pronto.

Otros colegas fueron hospitalizados junto a mí en la enfermería. Nunca habría imaginado que estaría hospitalizada en el mismo lugar donde trabajo.

He vuelto a trabajar por casi dos semanas.

Aún siento dolor en todo mi cuerpo. Todavía me duele un pulmón, y cuando hago mucho esfuerzo físico, me siento muy cansada. El mismo cansancio que cuando me enfermé, esa falta de aire.

Ya no soy tan ágil como solía ser antes del virus.

– Según una conversación con Alessandro Falco

Nuestra ola se está acelerando en Colombia. Somos el respaldo de los trabajadores de primera línea, pero hemos mantenido las cirugías críticas y urgentes -por ejemplo, cirugías de cáncer gástrico- mientras no superamos la capacidad crítica o nos quedamos sin equipos de protección personal.

Como cirujano oncólogo, una parte difícil pero frecuente de mi día a día es dar malas noticias. Ahora tenemos que dar noticias que alteran la vida a través de pantallas o cubrebocas, capas y capas de equipo que nos alejan de nuestros pacientes y nos niegan uno de los comportamientos más básicos e importantes: comodidad y compañía en momentos de necesidad.

Después de que comenzó la pandemia se descubrió que un miembro cercano de mi familia tenía cáncer. Como familia, estamos agradecidos de que nuestros médicos hayan podido evaluarnos y guiarnos a través de la telemedicina. También hemos sentido de primera mano el vacío de recibir un diagnóstico así, a través de la pantalla de una computadora, detrás de cubrebocas, buscando esperanza cuando todo se siente tan desesperado.

Esta pandemia me ha hecho especialmente consciente de la importancia de los aspectos más humanos de ser médico.

Trabajo en el centro de São Paulo, el área metropolitana más grande de América del Sur. La región incluye viviendas colectivas y una gran población de personas sin hogar. Cuidamos de pacientes con sospecha de la COVID-19 además de poblaciones en riesgo, como ancianos, niños y mujeres embarazadas. Muchos pacientes son más vulnerables al contagio, ya que hay familias enteras que comparten habitaciones con escasa ventilación y poco espacio para el aislamiento.

Al realizar visitas a domicilio, me doy cuenta de lo mucho que no podemos parar. Más de una vez durante esta pandemia he visitado a un paciente y al regresar al mes siguiente, esa puerta ya no se abrió. Perdí pacientes que me enseñaron mucho en tan poco tiempo sobre resiliencia y espíritu comunitario.

Junto a nuestra unidad de salud, había un importante centro comunitario público para niños y adolescentes en situaciones socialmente vulnerables. Desarrollaba su autoestima y habilidades, ofrecía jardinería educativa, clases de teatro, circo, danza, capoeira, deportes y atletismo.

Hace unas semanas, debido a la falta de fondos, el lugar cerró por tiempo indefinido. Cuando las escuelas regresen, ese lugar ya no existirá. Esto significará que habrá más niños y jóvenes en las calles, en un lugar donde la violencia y las drogas están ganando fuerza. La pandemia es el problema actual, pero sus repercusiones durarán.

Durante los primeros meses de la pandemia no tuvimos mucho acceso a equipo de protección personal. Solo nos iban a dar algunos cuando tuviéramos pacientes con la COVID-19 confirmados. Ahora está mejor, pero a veces nos dan cubrebocas que no son las mascarillas N95, así que muchos de nosotros nos compramos nuestros propios cubrebocas y gafas.

Algunos médicos y enfermeros se infectaron con la COVID-19 y no pueden trabajar actualmente, por lo que estamos haciendo el doble de trabajo.

Hemos tenido un número en verdad muy alto de pacientes. A veces vamos de un paciente al otro sin interrupción. Hay días en que trabajamos tan duro que ni siquiera comemos. Pasamos más de ocho horas sin siquiera beber líquidos.

Tengo más responsabilidad ahora. No solo tengo que cuidar a mis pacientes, sino que debo actuar con cautela para proteger a mi familia y a mí misma.

Tengo dos hijos a quienes amo. Dedico mi vida a ellos. La seguridad de mi familia es la cosa más importante para mí.

Nunca olvidaré a un viejo llamado Rafael. Estaba muy cansado y con mucho dolor. Su respiración era realmente trabajosa y era difícil entender lo que me estaba diciendo. Lo moví para que se sintiera cómodo, le di un analgésico y su dolor disminuyó lentamente.

Pero tenía una expresión de preocupación. Recordé que tal vez nunca volvería a ver a su familia. Tomé su mano y le dije que su familia estaría bien, que él debía descansar, que había hecho un gran trabajo. Dije una oración pidiendo fuerza para su espíritu.

No soy de ninguna religión en particular, pero sé que esto ayuda al alma. Así que le pedí al creador del universo que no dejara que este hombre sufriera más y que, si lo quería, lo llevara a su lado.

Y, como magia, se durmió.

Mientras conducía a casa, empezó a sonar en la radio “Déjenme llorar”, de Carla Morrison. Lloré al pensar cuántas familias no se volverán a ver y cuántos sufrirán por culpa de esta enfermedad.

Rafael murió aquella noche. Más tarde, su esposa me envió un mensaje agradeciéndome. Le dije que se fue en paz y que sabía que su familia lo amaba.

Hemos visto un aumento en el número de casos y, lamentablemente, el número de muertos crece.

La cantidad de trabajo se ha más que duplicado. Muchos colegas ahora están fuera de servicio porque están enfermos con la COVID-19 y yo tengo que hacer turnos adicionales.

Pero seguimos luchando.

Cuando un paciente es dado de alta de la unidad de cuidados intensivos (UCI), nuestra fuerza se reabastece y tenemos la resistencia para seguir adelante.

Regresaba a casa después de turnos de 24 horas. Era difícil conciliar el sueño a pesar de lo cansado que estaba. Me pasaba la noche pensando en los pacientes, que suplicaban ayuda.

Recuerdo una mujer, de unos sesenta años, que me tomó de la mano y me dijo “Ayúdeme, no puedo respirar”. Nunca supe qué pasó con ella. No fue la única: muchos pacientes me estiraban la mano y me decían cosas parecidas.

Dejábamos a los pacientes en sus camas para ir a buscar sus recetas, y cuando volvíamos ya habían muerto. La gente se nos moría en las manos.

Estuvimos muy asustados. No teníamos tiempo ni de ir al baño. Algunos tuvimos que usar pañales ¿Quién podría haberse imaginado que usar un pañal empapado iba a volverse parte del trabajo? La mayoría de nosotros en la UCI nos contagiamos. Empecé a tener escalofríos y dolor de espalda a finales de marzo. Tenía mucha hambre, pero no podía sentir ni el olor ni el sabor de la comida.

Cuando me recuperé, regresé directo al trabajo. Muchos amigos enfermeros murieron. Los veía trabajando el lunes y el viernes me enteraba que habían fallecido. La muerte de mi abuelo por la COVID-19 me golpeó muy fuerte, pero fue aún más duro ver a mis colegas agonizar sobre una camilla.

El sentimiento de pérdida ha sido abrumador. Todos los días perdí algo: oportunidades, momentos, familiares, amigos, vecinos. Todas las noches escuché a gente gritar y llorar en mi barrio. Algunos cuerpos fueron dejados afuera de las casas y no había quién los recogiera. Sus seres queridos me rogaban que los ayudara, pero no había nada que yo pudiera hacer.

En el hospital nos dijeron que vayamos a recibir asistencia psicológica. Pero casi todos los psicólogos del hospital se habían ido. Solo una se quedó. Habló con nosotros, con las familias de los muertos, con los pacientes, nos enseñó técnicas de respiración para calmarnos. Nos sentíamos muy mal porque no podíamos ayudar. Ahora me siento un poco mejor.

Hice todo lo que humanamente pude.

– Según una conversación con José María León Cabrera

Lo más desafiante es la incertidumbre, pues desde que un paciente se acerca con síntomas, hay que identificar al posible sospechoso y al que no lo es, e inmediatamente protegerlo evitando el contacto con los demás.

Cuando un paciente entra a hospitalización, tiene un mar de emociones: incertidumbre, miedo, soledad, angustia, ansiedad, además de sus malestares físicos.

Nosotros hacemos todo lo posible por garantizar un trato humano, por brindar no solo un buen cuidado médico, sino por dar confianza y que esa persona sepa que estamos con ella.

Lo que más me preocupa de esta pandemia es que hay un importante número de personas que no cree que esto sea real y quizá, si lo cree, no tiene la conciencia de que, al no protegerse, expone a todos a su alrededor.

Cuando la epidemia de coronavirus llegó a São Paulo, mi rutina cambió porque ya no se realizaban más cirugías electivas. Se sentía raro verlo todo desde casa y no estar en la primera línea. Así que, tan pronto como descubrí que Médicos Sin Fronteras había comenzado un proyecto en São Paulo, decidí averiguar cómo podía ayudar.

He estado trabajando con poblaciones vulnerables, en su mayoría personas que viven en las calles. La desinformación se difunde fácilmente entre ellos. He oído de ellos que la COVID-19 es una “enfermedad de ricos” y que “no es tan grave”.

Frecuentemente veo que no se están cuidando a sí mismos. También se resisten a ser atendidos y aislados cuando se enferman.

Controlar la COVID-19 tiene que ver mucho con la colectividad. Es claro que ahora mismo nos falta cohesión, no solo entre la población sin hogar, sino también en todo el país.

Es triste verlo. Podríamos estar mucho mejor. Las consecuencias probablemente serán más muertes.

Los hospitales de gobierno están saturados y manejar esta situación es complicado. No saber qué nos espera día con día es un desafío, ya que es muy incierto el mañana.

Mi preocupación más grande es que mi familia también está expuesta a este virus. No me gustaría ver a uno de ellos pasando por esto.

Que esta situación no esté en mis manos me angustia mucho.

Varios trabajadores de la salud han sido discriminados, atacados o maltratados por sus vecinos en diferentes ciudades de Argentina, ya que pensaban que traerían coronavirus al vecindario.

Mi historia es el otro lado de la moneda: hace unos días, encontré un cartel en el elevador del edificio donde vivo con mi esposa y mi hijo de dos años.

“¡Gracias por cuidar a los más pequeños! Tus vecinos”.

Cuando llegó la gripe H1N1 en 2009, todavía era estudiante de doctorado. La mortalidad de esa cepa de gripe fue particularmente alta en Argentina.

El desafío es manipular un nuevo virus que potencialmente puede matarte y no estar asustado. Lo que he aprendido es ser respetuoso con los patógenos, pero no tener miedo.

Cuando tienes demasiado miedo, fracasas.

Tras la aparición del virus y la declaración de cuarentena en mi país, rápidamente me involucré en el proyecto COVID de Médicos Sin Fronteras en el Hospital Pérez de León II, y abandoné de manera progresiva mis actividades en un proyecto para sobrevivientes de violencia sexual y de otro tipo.

Este paso rápido, súbito e inesperado, lo novedoso del virus y lo cambiante del contexto representa, hasta ahora, una de las experiencias más desafiantes para mí en la lucha contra la COVID-19.

Los protocolos de atención cambian muy rápidamente, lo que se hacía ayer con un caso particular, hoy ya está en desuso. Pareciera que no da tiempo para adaptarse a una situación, cuando ya debes hacer frente a otra. Pasar de unas decenas de casos sospechosos a cientos de casos probables o confirmados, es un hecho que abruma.

En mi país, los repuntes de casos parecían, al inicio, ser muy discretos. Los hospitales están aumentando su ocupación por la COVID-19 y no sabemos si esto pueda colapsar en algún momento. Esto es lo que más me preocupa, porque quedarían desamparados los pacientes con otras enfermedades que tendrán limitaciones de ingreso a los hospitales.

Me parece que el impacto en la salud mental será enorme para todos. No seremos los mismos después de la COVID.

Todos los días veo salir a mis compañeros con el corazón fruncido, conteniendo las lágrimas, con la quijada apretada. Todos los días veo a mis pacientes sufrir, sus ojos reflejan un miedo y ansiedad enormes. Todos los días veo a los familiares de mis pacientes enfrentándose a la muerte de una forma distinta, más inesperada que nunca, cruel.

Te enfrentas al dolor, a la frustración, al enojo, a la impotencia y no tienes tiempo para la recuperación.

Tan solo el encierro te pone ansioso, irritable; ha hecho que pienses que estás más solo que nunca. Que si existía algún asomo de ideación suicida, lo lleves a cabo. El encierro ha hecho que las mujeres y niños violentados tengan mayor exposición a sus agresores. El encierro ha hecho que nos olvidemos de quienes están afuera, de quienes no pueden quedarse en casa, de quienes viven al día, de quienes salieron de su país en busca de un poco de tranquilidad.

¡Quizás no estaba tan listo para la guerra como creía! No sé qué pasó, en algún momento se quebró el círculo de seguridad y seguramente en ese momento me infecté. Llegué a saturar menos de 92 por ciento, sentí que me faltaba el aire, me dolía todo el cuerpo, tuve debilidad, no comí bien en cinco días y tuve una recaída a los 20 días que todavía no sé qué fue. Hubo noches que sentí miedo de morir.

¿Cómo hice? Mi esposa me cuidó cada noche hasta que se me pasara la fiebre y cedieran los escalofríos para sacarme los tres edredones que tenía encima, me preparó té caliente con jengibre, limón y miel, leche con ajo y las vaporizaciones con eucalipto (todo esto carece de sustento científico, pero cuando es con amor créanme que es la mejor medicina).

– Según una conversación con José María León Cabrera