Los escándalos de espionaje han entrado en rumbo de colisión con el presidente de Estados Unidos. En su comparecencia ante la Cámara de Representantes, el director del FBI, James Comey, no sólo desmintió hoy la acusación de que Barak Obama hubiese grabado a Donald Trump, sino que admitió que su departamento investiga los supuestos nexos entre el Kremlin y el equipo del multimillonario para derrotar a Hillary Clinton. Unas pesquisas cuya mera existencia ponen contra las cuerdas al mandatario y resucitan el espectro de Vladímir Putin en la Casa Blanca. “Si es cierto, estaríamos ante una de las mayores traiciones a la democracia”, afirmó el congresista demócrata Adam Schiff.
El futuro del presidente de Estados Unidos se juega ahora mismo fuera de la Casa Blanca. Dos comités parlamentarios y el propio FBI investigan la trama rusa. El primer paso en este gigantesco cerco se dio hoy en la Cámara de Representantes. Su Comité de Inteligencia, bajo control de los republicanos, llamó a declarar a Comey y al director de la Agencia de Seguridad Nacional, el almirante Michael S. Rogers.
Ambos fueron interrogados con hierro en la mano. Se les preguntó y repreguntó a favor y en contra de Trump. Las filtraciones a la prensa, las conexiones con el Kremlin, los motivos para investigar… Todo cayó bajo el fuego cruzado de los congresistas.
Tanto Comey como Rogers se mantuvieron firmes. No dieron detalles y evitaron hacer público cualquier atisbo de información secreta. Pero en el caso del director del FBI saltó la chispa y rompió la tradición de no informar sobre investigaciones en curso. “En estas circunstancias extraordinarias, dado el interés público, es apropiado hacerlo”, dijo. Y fue entonces cuando prendió las dos mechas.
Primero, dejó en evidencia a Trump al señalar que no hay pruebas de que el republicano hubiese sido espiado por orden del anterior presidente. “Qué bajo cayó el presidente Obama al grabar mis teléfonos durante el sagrado proceso electoral. Esto es Nixon/Watergate”, escribió el 4 de marzo Trump. Hoy, Comey respondió: “Lo hemos revisado cuidadosamente y no tenemos información que dé fundamento a esos tuits”.
Después, confirmó la existencia de la investigación sobre la trama rusa y sus conexiones con el equipo de Trump para derrotar a Hillary Clinton. “Indagamos si hubo coordinación y si se cometió delito”, indicó. Una posibilidad que Comey y Rogers ensombrecieron aún más al recordar que las agencias secretas rusas volverán a interferir en las próximas elecciones presidenciales. “Una de las lecciones que sacaron es que fueron exitosos generando caos y discordia”, afirmó el director del FBI.
La onda expansiva de estas declaraciones no tardó en hacerse notar. La Casa Blanca negó cualquier nexo con la trama rusa. “Investigar y tener pruebas son cosas distintas”, dijo el portavoz Sean Spicer. El propio Trump trató de contraprogramar. En una serie de tuits, ofreció una versión favorecedora de las declaraciones de los responsables del FBI y la NSA: Rusia no influyó en la campaña, las filtraciones de información secreta han sido “inusualmente activas” y Obama espiaba a los ciudadanos.
Fue una interpretación defensiva, poco detallada y hasta desmentida en el primer punto por Comey, pero que mostró la preocupación de la Casa Blanca ante unos hechos cuya dimensión ya supera el ciberataque que los rusos emprendieron contra Hillary Clinton en plena campaña. La pregunta general es si el equipo del presidente estuvo implicado. Una cuestión que habría muerto sola sino fuera por los escándalos que han aflorado en el último mes y medio.
En febrero, el consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, tuvo que dimitir al conocerse que ocultó que había negociado con el embajador ruso en Washington la respuesta a las represalias de Obama. Y semanas después, el fiscal general, Jeff Sessions, y responsable último del FBI, se vio forzado a recusarse de cualquier investigación abierta sobre la conexión rusa. El motivo: haber mentido al Senado sobre sus reuniones con el legado ruso.
“Es posible que todos estos eventos e informaciones estén completamente desvinculados y no sean más que una desafortunada coincidencia. Es posible. Pero también cabe que no estén desconectados. Entonces estaríamos ante una de las mayores traiciones a la democracia de la historia”, afirmó el demócrata Schiff.
Desde el inicio del escándalo, Trump ha intentado frenarlo con denuedo. Ha amenazado a los servicios de inteligencia, ha acusado públicamente al FBI de incompetencia por no detener las filtraciones y ha lanzado una gigantesca cortina de humo al afirmar que su predecesor le había espiado .
Ninguna de estas maniobras ha tenido éxito. Incluso el ataque a su antecesor se ha vuelto contra él. Figuras del bando republicano, como John McCain, le han restado credibilidad y el propio presidente del comité de inteligencia de la Cámara de Representantes, el republicano Devin Nunes, sostuvo que no hay pruebas de tal espionaje. El último golpe le vino hoy del propio Comey.
Desmentido en sus ataques y bajo sospecha por la trama rusa, el presidente de Estados Unidos ha tocado uno de los momentos más bajos de su corto pero vertiginoso mandato. Está en el centro de la diana y lo sabe. La investigación prosigue.
TODO DEPENDE DE COMEY
J.M.A.
El director del FBI, James Comey, vive en el ojo del huracán. Elegido por la anterior Administración, es de los pocos altos cargos de Obama que sigue en el puesto. Su pervivencia no es ajena al golpe de gracia que propinó a Hillary Clinton en el tramo final de la campaña. A menos de dos semanas de los comicios, hizo público que reabría la investigación de los correos electrónicos de la demócrata. El anuncio dio un combustible de alto octanaje a las huestes republicanas y puso a la defensiva a la candidata. El propio Trump hizo del favor un obús electoral. “Esto lo cambia todo. Es la mayor historia desde el Watergate”, proclamó. Pasados los días, la investigación del FBI concluyó, al igual que lo había hecho en julio, que no había ningún indicio de delito. Pero el daño ya estaba hecho. Clinton atribuyó su derrota a esta maniobra del FBI, y Comey fue confirmado en el cargo.
Desde entonces, el director del FBI no ha podido respirar un día tranquilo. El escándalo del espionaje ruso se ha vuelto su espada de Damocles y le ha puesto cara a cara con Trump. Aunque Comey ha tratado de sortear el conflicto, su campo de maniobra es limitado. Las agencias de inteligencia estadounidenses han confirmado públicamente que en 2015 y 2016 piratas informáticos rusos controlados por el Kremlin jaquearon los ordenadores del Comité Nacional Demócrata y de altos cargos de Clinton, como su jefe de campaña, John Podesta. Luego, la información fue supuestamente filtrada a Wikileaks para su difusión. El objetivo, según los servicios secretos, era “ayudar a Trump desacreditando a Clinton”.
El informe final de las agencias de inteligencia, difundido en enero pasado, muestra cómo la campaña de intoxicación fue “evolucionando a medida que avanzaban las elecciones” y se agudizó “cuando los rusos consideraron que la secretaria Clinton podía ganar”. Para ello, se orquestó una compleja maniobra que incluyó desde ataques informáticos y publicación de noticias falsas en medios cercanos al Gobierno ruso, al pago de difusores de mensajes contaminantes en las redes sociales, especialmente Facebook. Tal fue el grado de penetración de este operativo que la inteligencia estadounidense considera que los ciberespías “obtuvieron y mantuvieron acceso a redes informáticas de los colegios electorales locales y estatales”. La respuesta de Barack Obama a esta inédita interferencia electoral fue la expulsión de 35 funcionarios rusos. El presidente Vladímir Putin, en un claro gesto hacia el republicano, no contestó.
“Los rusos interfirieron en nuestra campaña electoral. Nuestra democracia fue atacada y hay mucho que no sabemos”, señaló el representante demócrata Adam Schiff en la comparecencia. Sus palabras señalan el punto de fuga de la trama rusa. Un escándalo cuya investigación ha recaído en alguien que ha sido acusado de haber ayudado a Trump en campaña y que ahora debe decidir hasta dónde llegan sus agentes. En sus manos está mucho más que un caso de espionaje.