
El afán de protagonismo disfrazado de inteligencia tiene deméritos, una clase a la que estamos acostumbrándonos que pierde la composición de dos conceptos fundamentales: valor y ética del que fuerzas conscientes (cuando son) se reproducen sin disimulo y avergüenzan incluso al que solo conoce de lejos (lo que comúnmente llamamos vergüenza ajena). Es una descripción muy descarnada que compone la funcionalidad de la política emergente, esa que la gente busca para agarrarse a algo de valor que resulta un sinsentido.
Jaime Dunn es un personaje de esa clase, que no empeña la palabra, cambia conceptos, los distorsiona y cree hacer un favor a los demás, o sea, doblemente prejuicioso, lo que poco dice de él. Es alguien que por pretender ser único (no ha descartado ser presidente en sus declaraciones públicas) que no está mal, está en su derecho; rompe la valoración de cualquier termino y se empeña por descomponer el tiempo en el que adecúa sus palabras (un día contigo, mañana ya no, es decir, desaprensivo al resto) descalificando instituciones, personas, probablemente a su entorno y a sus simpatizantes, si los tuviera.
El pasado viernes Rodrigo Paz se presentó a candidato, el cuarto oficialmente visible por ahora de la oposición a la presidencia con la sigla del PDC, a las pocas horas un grupo de supuestos responsables de la econométrica de esa organización echaron barro desconociendo el acuerdo. El candidato tuvo que ponerse a atender llamadas para aclarar que en realidad la noticia no era cierta, lo que en moneda corriente es una pérdida de tiempo descomunal. Como si eso fuera poco, al día siguiente habiendo dejado parados nada menos que al MNR y a ADN (“prefiero el cambio”, apeló o algún justificativo empleado por Dunn) paso al triple salto mortal de jugar con la sigla del PDC que dice lo proclamará a la candidatura presidencial.
Jaime Dunn fue uno de los primeros y es ahora el último en hurgar lo que es sagrado, la tolerancia de la gente a creer que tiene un límite. El límite de la traición.