La culpa es nuestra

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Las epidemias son hijas de la humanidad: hemos empujado las fronteras productivas y el planeta lo resiente. Pero en lugar de diseñar una solución global a una pandemia mundial, muchos países han optado por señalar culpables y cerrar sus fronteras.

 

En Tiembla, un libro colectivo sobre el bestial terremoto de Ciudad de México de 2017, Juan Villoro cita la correspondencia que Rousseau mantuvo con Voltaire donde habla de los riesgos de elegir vivir donde el mundo entraña peligro. “No era la naturaleza la que había juntado allí veinte mil casas de seis o siete pisos y que, si los habitantes de esa ciudad hubiesen estado más dispersos y más ligeramente alojados, los daños hubiesen sido menores”, escribía a propósito del sismo de Lisboa de 1755.

Como con los terremotos, no es la naturaleza culpable del coronavirus. Las epidemias son hijas de la humanidad. Nosotros empujamos la frontera del riesgo y, del mismo modo que elegimos construir nuestras ciudades encima de fallas quisquillosas, avanzamos sobre los ecosistemas sin pensar demasiado en las derivaciones de nuestra insaciabilidad.

Aproximadamente 7800 millones de humanos jugamos con los límites productivos y urbanos sin demasiada consideración. El planeta lo resiente, nosotros también: producimos más de lo que necesitamos y no distribuimos. Sin embargo, somos propensos a encerrarnos en excusas y justificaciones o a colocar la culpa lejos de casa.

Los brotes de las epidemias más letales de las últimas dos décadas estuvieron en países en desarrollo: el SRAS (2002-03) en el sur de China; la H1N1 (2009) en México; el MERS (2012) en Medio Oriente; el ébola (2014-2016) en Guinea; la COVID-19 en China. Sucedieron en naciones que buscan extender las capacidades de sus campos o han querido explotar sus recursos. El divulgador científico David Quammen ha advertido que destruimos los hábitats tropicales y subtropicales a un ritmo atroz y eso acerca las posibilidades de contagio de virus desconocidos.

Estas enfermedades no surgieron en las naciones desarrolladas porque ellas ya hicieron el trabajo sucio contaminante y de deforestación con las primeras revoluciones industriales. Ahora, mejor preparadas y predispuestas para un mundo más razonable, pueden señalar a los demás por sus descuidos ambientalistas. Pero la repartición de responsabilidades requiere asumir las propias antes.

El mundo más rico poco hace por reconocer su propio rol en el planeta que tenemos. En medio una pandemia global, sus naciones cierran sus fronteras unas a otras -práctica y simbólicamente- y no parecen muy dispuestas a ayudar a quienes la pasan peor. Incluso al desastre le han dado gentilicio: el “virus chino” lo llamó el presidente de Estados Unidos, y reforzó su aislacionismo. Y hasta la Unión Europea, donde han aflorado los nacionalismos, trastabilla para dar respuestas comunes desde que algunas naciones se han negado a emitir bonos solidarios con los socios más afectados por el virus.

Atacar una pandemia global sin una ética y estrategia comunes es miope: si el virus no conoce fronteras, tampoco sus soluciones.

Las naciones más prósperas deben empezar a reconocer que el modelo de producción -la explotación extensiva e intensiva de tierras- es herencia suya y es necesario resarcir esa deuda planetaria con mayor generosidad hacia sus ciudadanos y a los países menos aventajados.

Para ello se debe recuperar el Estado de bienestar. Hacerlo requiere un compromiso mundial: reconstruir los sistemas públicos de salud y otros servicios y dotar de más recursos a laboratorios y centros de investigación. Remedando la sugerencia de las autoridades de la Unión Europea sobre el coronavirus: más solidaridad y gastar lo que haga falta de manera conjunta para poner en práctica sistemas de alerta temprana internacional que permitan predecir brotes. No será fácil pero será peor si no lo intentamos.

También podemos hacer ciudades más vivibles y eficientes. De las diez ciudades más pobladas del planeta, solo una, Tokyo, está en un país desarrollado. Y no queda ahí: también la densidad poblacional aumenta en todo el mundo a medida que crece la tendencia a la desruralización y se aglomeran más personas en los extrarradios para mantenerse cerca de la mayor riqueza urbana. Debemos pensar cómo damos a decenas de millones de personas mejores condiciones de habitabilidad. Tomará tiempo, pero no hay muchas opciones: para 2025 seremos 8.200 millones de personas y la mayoría de esos nuevos habitantes vendrá de naciones en desarrollo. No podemos seguir levantando ciudades -y montando granjas para suplirlas- deforestando la Amazonía, las selvas de África central, los bosques del sudeste asiático.

Vivimos donde elegimos vivir y las catástrofes no son culpa de la naturaleza, sugería Rousseau citado por Villoro, sino nuestra responsabilidad. Y tiene que ser, forzosamente, una responsabilidad global, sin banderas.

Hoy demasiados gobiernos están en manos de políticos y no de estadistas -su preocupación es la próxima elección, no la siguiente generación- y muchos de esos gobernantes no están a la altura de este momento crucial. Aislar al mundo rico con muros no es una salida. Rousseau le decía en su carta a Voltaire que había que quedarse en Lisboa, “empeñarse en buscar entre las ruinas, exponiéndose a nuevas sacudidas, porque lo que se deja allí vale más que lo que uno puede llevarse”.

Pero para poder habitar lo que habitamos deberemos cambiar. El mundo que tenemos delante demandará preguntarnos sobre los compromisos cívicos, y una ética humanista y global. Nuestras sociedades deberán aprender nuevas disciplinas, solidaridades, compromisos. Si hay una lección de esta pandemia es que debemos cambiar. Y pronto: mientras la humanidad avanza en territorios sin explotar, aguarda el siguiente virus inédito, amoral y abrupto.

 

 

Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times. Escribe sobre Europa, Estados Unidos y América Latina. Es director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur, su nuevo libro de perfiles, se publicará próximamente.